› Por Esteban Magnani
“¡Oh rey!, le dijo Teut, esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener.”
Fedro, Platón, 370 a.C.
Nicholas Carr es un periodista de cierta reputación, especializado en tecnología; es colaborador de The Guardian, entre otros medios conocidos, y autor de un best-seller que además está nominado para los premios Pulitzer. Su título es bastante directo: Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet a nuestros cerebros? Sería fácil alinear a Carr (algo que, para ser justos, él mismo acepta como posibilidad) entre los reaccionarios a las nuevas tecnologías, cuya tradición posiblemente se inicie en el Fedro de Platón. Allí, el dios Teut le cuenta al rey Tamus que ha inventado, entre otras cosas, la escritura que “hará a los egipcios más sabios”. Tamus le responde: “Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque, cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida”.
Carr acepta que puede ser que, al igual que ocurrió con la invención de la escritura, sea más lo que se gana que lo que se pierde, pero se aboca a describir la mitad del vaso vacío. Insiste que él, al igual que muchos colegas suyos, ha perdido la capacidad de concentrarse en profundidad en la lectura. La causa de semejante pérdida sería que cada vez se lee más en Internet, con la consiguiente dispersión sistemática entre temas que se multiplican hasta el infinito. En un artículo llamado “¿Google nos está volviendo estúpidos?”, afirma que “la lectura profunda que me resultaba natural se ha vuelto una lucha”.
Carr se apoya en Marshall McLuhan, quien explica que “los efectos de la tecnología no ocurren a nivel de opiniones y conceptos” sino que más bien “alteran patrones de percepción lentamente y sin ninguna resistencia”. A nivel neurológico lo que ocurre es que, como los circuitos cerebrales son muy maleables, se adaptan a los usos que les damos, reforzándolos. Por ejemplo, los sectores del cerebro que se usan para leer ideogramas no son los mismos que para la lectura alfabética. Un cerebro con ciertas partes más desarrolladas “ve” el mundo de una manera, de la misma manera que, por ejemplo, un fisicoculturista camina distinto que un pintor.
Incluso –especula Carr– es probable que no sean los mismos circuitos los que se usan para leer en papel y en una pantalla. Es decir, que la lectura superficial, permanentemente interrumpida por la digresión del hipertexto, refuerza ese tipo de conducta que se naturaliza, mientras que se pierde capacidad de una lectura profunda, a la que se dedica menos tiempo. Ya no leemos: saltamos, nos movemos, escaneamos y abrimos innumerables ventanas que nunca terminaremos de leer. Un estudio realizado sobre jóvenes nacidos junto a Internet, cita Carr, indica que ellos ya ni siquiera leen de arriba hacia abajo si no que escanean la página buscando trozos de información relevantes. Lo que parece anunciar Carr es –una vez más...– la inminente muerte del libro que implica una forma de lectura lineal.
Incluso el medio afecta cómo elaboramos el mensaje: un interesante ejemplo es cómo cambió la forma de escribir de Friedrich Nietzsche a partir de la compra de una máquina de escribir para superar sus problemas de visión. En un intercambio epistolar, debate con un amigo acerca de cómo su escritura se ha vuelto más telegráfica y perdido poesía. “No sólo somos lo que leemos. Somos cómo leemos”, explica a Carr la psicóloga evolutiva y especialista en el tema, Maryanne Wolf.
En principio, la hipótesis resulta razonable: casi cualquier usuario de Internet evita el esfuerzo de recordar lo que está a un par de bits de distancia. Entonces, ¿antes recordábamos más? Es posible, si se tiene en cuenta que la memoria se ejercita menos. Pero Carr lleva las cosas un poco más allá. Cita un estudio realizado en la Biblioteca Británica durante 5 años en el que se encontraron cambios en los hábitos de lectura: la gente pasaba de una fuente a la otra, sin volver casi nunca a la anterior. Los investigadores de la University College London aseguraban que estaba emergiendo una “lectura horizontal a través de títulos” en los que se buscaban “resultados rápidos y exitosos”. Así las cosas, concluye Carr (ahora sí más pesimista), se pierde la capacidad de interpretar los textos para transformar a los lectores en meros “decodificadores”. Ya nadie leerá, insiste, La guerra y la paz de Tolstoi.
Superficiales... sirve para discutir y acotar algo que estaba en al aire para muchos usuarios de Internet, quienes perciben cambios en su relación con la palabra escrita y su propia memoria. Incluso el Nobel Mario Vargas Llosa escribió un largo artículo cuyo título hace casi innecesario el resumen: “Más información, menos conocimiento”. Baste un extracto: “Cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse”. Al igual que el rey Tamus, Vargas Llosa concluye que hay más relevancia en lo que se pierde que en lo que se gana.
En un interesante artículo del biólogo y periodista español José Cervera se reconocía que es posible que algo se pierda y que algo se gane (podría decirse que ésa podría ser una definición de “cambio”). “El problema no es la falta de profundidad del pensamiento sino la creciente esterilidad de los abismos del saber”, asegura Cervera, para quien hay una tautología en el argumento de Carr que asocia acríticamente profundo=bueno y superficial=malo. ¿Es tan fácil llegar a esta conclusión? Para Cervera, lo que no se está viendo es lo que sí se gana: la lectura horizontal (o superficial) permite la interconexión entre campos que antes estaban aislados. Es más: uno de los problemas fundamentales del conocimiento en el siglo XXI es el exceso de especialización. Antonio Machado decía a través de su personaje Juan de Mairena: “¡Lo que sabemos entre todos! ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!”. De alguna manera, Internet favorece la conexión de lo que antes estaba aislado.
De hecho, este artículo mismo permite conectar cosas que no hubieran sido posibles sin Internet para buscar citas, seleccionar y recortar las mejores frases relacionadas con este tema; los artículos e incluso los fragmentos del libro disponibles en la red resultaron fundamentales para su confección. El resultado es algo nuevo que permite construir puentes imprevistos. Como Carr mismo reconoce, su tarea como periodista era mucho más engorrosa y menos productiva cuando tenía que pasar horas en una biblioteca para reunir las citas que ahora le llevan escasos minutos. Gracias a eso él puede escribir con mucha más eficiencia artículos o incluso libros que, según cree (paradójicamente), nadie estará en condiciones de leer si tienen más de tres párrafos.
Pero el argumento de Carr también tiene, hay que decirlo, cierto tufillo de intelectual aristocrático. Asegurar que ya nadie va a tener paciencia como para leer La guerra y la paz suena un poco elitista. ¿Cuánta gente leyó la novela de Tolstoi en las últimas décadas? ¿Qué le hace pensar que de no existir Internet la tendencia sería a que cada vez más gente lo haga? Por el contrario, parecería que al menos la literatura puede llegar a mucha más gente pese a que, como indica Vargas Llosa, la inmensa mayoría no la leerá. ¿Qué se podría esperar si leer un 1 por ciento de todos los libros que hay en Internet llevaría innumerables vidas? La cantidad de información disponible se ha multiplicado brutalmente y la alta literatura ha quedado en esa maraña, pero más accesible para quien la busque.
En definitiva, el problema de Carr recuerda al que tuvieron los filósofos alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer, quienes al huir del régimen nazi hacia los EE.UU. escriben su obra maestra Dialéctica del Iluminismo, de 1944. Allí critican la liviandad de la sociedad de consumo de ese país tan rico y, a su juicio, tan ignorante. La crítica implacable parece motivada por la desilusión de ver que las masas obreras enriquecidas y con más tiempo libre del planeta se vuelcan a la diversión superficial en lugar de hacerlo al consumo del gran arte.
En resumen, si bien probablemente Internet no favorezca la lectura de La guerra y la paz entre las masas, no parece ser éste el obstáculo estadístico principal para que aumente el número de sus lectores. Internet, al menos por ahora, si bien puede tener una incidencia en la forma de pensar de ciertos sectores ilustrados, no modifica la vida intelectual de las mayorías, cuyas preocupaciones son más básicas. Incluso hay un sector que probablemente comienza a acceder a la cultura letrada gracias a Internet y tal vez –sólo tal vez– algunos de ellos lleguen también a interesarse por la alta literatura.
En cualquier caso, ante lo nuevo siempre es mucho más fácil saber lo que se está perdiendo (porque se lo puede ver) que imaginar lo que se ganará. Los religiosos de los tiempos de Gutenberg temían que la imprenta socavara la fe de las mayorías. Obviamente hoy sabemos que así fue y que además se democratizó el conocimiento y la posibilidad de acceder a él como nunca antes había ocurrido. ¿O alguien sigue estando en contra de la alfabetización porque afecta la cultura oral?
Lo nuevo, por definición, tiene consecuencias desconocidas que se van plasmando en la realidad. Anticiparlas o, peor aun, imaginarlas tomando la propia experiencia como si fuera representativa, puede contribuir a mantenernos en la superficie del problema.
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