› Por Mariano Ribas
Es cierto: la historia del Titanic se ha contado una y otra vez. Y de maneras bien diferentes: crónicas, novelas, documentales, una película hipertaquillera y hasta costosas expediciones que llegaron hasta el mismísimo lugar donde la nave, partida al medio, encontró su morada final, a cuatro mil metros de profundidad. Resultaría un tanto reiterativo volver sobre todo lo que ya se ha dicho, escrito y mostrado. Mejor, demos un oportuno golpe de timón, para salir de los rumbos más tradicionales, y pongamos la proa en dirección a cuestiones no tan conocidas.
Al igual que los icebergs, el drama del buque “inhundible” tuvo un lado oculto. Un costado no tan evidente, pero absolutamente decisivo: el cielo no jugó a favor. Por supuesto, no del modo ingenuo que pretenden ciertas supersticiones (créase o no, existen “cartas astrales” del naufragio... ¡y hasta del propio barco!). Como veremos, el factor astronómico fue clave en la tragedia del Titanic. Incluso, hasta hubo un componente meteorológico nada despreciable. Puede sonar verdaderamente paradójico, dado que aquella noche del 14 al 15 de abril de 1912 fue perfecta: absolutamente despejada, transparente, sin brumas ni vientos ni olas. Pero no había Luna. Por eso el cielo estaba oscurísimo. Repleto de miles de estrellas que reflejaban su débil luz en el mar. Un mar helado, también oscurísimo: desde el fabuloso transatlántico, poco y nada podía verse de los alrededores. Ahora, un estudio recientemente publicado en una conocida revista de astronomía, nos dice que la Luna, y también el Sol, podrían haber jugado de modo literalmente gravitante en el desastre del Titanic. De hecho, los tironeos combinados de nuestro satélite y de nuestra estrella –durante una configuración astronómica sumamente rara– pudieron haber contribuido a la excesiva proliferación de icebergs en la ruta del enorme y fastuoso buque. Veamos de qué se trata todo esto...
El 9 de abril de 1912 hubo Luna en cuarto menguante. Y cuando la Luna está en esa fase, no sólo la vemos iluminada en un 50% de su cara visible, sino que, además, asoma sobre el horizonte recién hacia la medianoche. Al día siguiente, el RMS Titanic partía del puerto británico de Southampton en su viaje inaugural (RMS es la sigla en inglés de Royal Mail Steamship: Buque a vapor del Correo Real). Era una impresionante máquina de 270 metros de eslora, 28 metros de manga y unas 50 mil toneladas de desplazamiento. Tan alta como un edificio de 11 pisos. Pero antes de poner la proa definitivamente hacia Nueva York, el barco hizo dos escalas para cargar más pasajeros. Primero, en Cherboug, Francia. Y luego, en Queenstown, Irlanda, desde donde zarpó finalmente apenas pasado el mediodía del 11 de abril. La noche siguiente, muy pocas de las más de 2200 personas que viajaban en el Titanic pudieron ver la Luna brillando sobre el mar: recién asomó hacia las 2 de la mañana (ya del día 12), sobre el horizonte sudeste. Sólo iluminada en un 27%. Y seguiría menguando en las madrugadas sucesivas: la luz lunar escaseaba cada vez más. Y durante las noches, el mar se hacía cada vez más oscuro.
El 13 de abril la sala de radio del Titanic recibió los primeros avisos que alertaban sobre la abundante presencia de icebergs en la ruta de navegación. Pero a pesar de la insistencia de los radiotelegrafistas, los oficiales del buque no les prestaron mayor atención: el tiempo no podía ser mejor hasta ese momento. Y todo parecía marchar a las mil maravillas en aquel prodigio de 50 mil caballos de fuerza, que avanzaba a toda máquina por el Atlántico Norte. Sin embargo, el panorama no era tan sencillo: en la mañana del 14 de abril, el Titanic recibió un alerta enviado desde el transatlántico Caronia. Fue apenas uno de los siete avisos –al menos– que la nave recibiría aquel fatídico día. No se trataba de bloques de hielo aislados: en realidad, se hablaba de un campo de icebergs de casi 80 kilómetros de largo interponiéndose en la ruta del Titanic. Pero no hubo caso: tanto el capitán, Edward Smith, como el primer oficial, William Murdoch, y la tripulación en general pensaban que, ante la molesta eventualidad de encontrarse con un iceberg, podrían verlo a la distancia suficiente, y con tiempo de sobra, como para poder esquivarlo sin problemas. Al menos, de día...
Pero llegó la noche. Una noche perfecta. Y sin Luna. El frío se hacía sentir, y a medida que el Titanic se acercaba a los grandes bancos de Terranova, el capitán Smith ordenó alterar un poco el rumbo del navío para pasar más hacia el Sur de las posibles poblaciones de icebergs. Y un detalle por demás conocido: el barco avanzaba a 22,5 nudos (40 km/hora), casi su velocidad máxima. Smith pensó que lo mejor sería aminorar la marcha, pero Bruce Ismay, el dueño del Titanic, se negó aduciendo que su fabulosa criatura debía hacer el mejor tiempo posible en su viaje inaugural.
Hacia las 23.30, en medio de una noche cerradísima, oscura y estrellada a más no poder, los vigías Frederick Fleet y Reginald Lee adivinaron una tenue mancha a pocos kilómetros de distancia. Una mancha que, en principio, confundieron con un distante parche de niebla. Todo a simple vista, porque no tenían binoculares a mano. Los habían perdido antes de que el barco zarpara de Southampton. Sin duda alguna, con la ayuda de binoculares, los vigías se hubieran dado cuenta, a tiempo, de que lo que se insinuaba a la distancia era una montaña de hielo flotante. Podrían haberlo visto claramente a dos o tres mil metros, dando tiempo suficiente para una maniobra calma y salvadora. Ese binocular extraviado pudo haber cambiado la historia. Y la Luna, claro, que no estaba.
La montaña de hielo finalmente fue avistada a las 23.40, cuando ya estaba a tan sólo 500 o 600 metros del barco. Un barco que avanzaba a 10 metros por segundo. Y al que sólo le quedaba un minuto para evitar la colisión. Desesperado, Fleet hizo sonar la campana de emergencia, y llamó, gritando, al puente de mando: “¡Iceberg al frente!”. Inmediatamente, Murdoch ordenó dar marcha atrás y virar a babor. La maniobra sólo evitó un choque frontal, algo que, paradójicamente, no hubiera hundido al barco. El Titanic atropelló al iceberg con un costado de la proa y de refilón, del lado de estribor. Algunos pasajeros sintieron una sacudida, pero no le dieron mayor importancia.
Apenas veinte minutos más tarde, el capitán Smith y el propio arquitecto naval Thomas Andrews, el constructor de la nave, ya sabían que inexorablemente el “inhundible” Titanic se iba a pique: un enorme tajo en el casco había inundado 5 de las 17 secciones independientes. Con una menos, se salvaban.
Smith ordenó la inmediata evacuación del buque. Y pidió auxilio por radio, enviando en código Morse un SOS. Fue una de las primeras veces (aunque no la primera) en la historia en que se usó el famoso código de puntos y rayas. Varios barcos recibieron el mensaje, entre ellos, el Californian, el Virginia, el Birma. Y también, el famoso Carpathia, que estaba a poco más de 100 kilómetros al noreste del lugar donde se hundía el súper transatlántico, y que inmediatamente puso rumbo hacia ese lugar: el Titanic estaba a 600 millas náuticas de la isla de Terranova. Exactamente a 41 grados 46 minutos de latitud Norte, y 50 grados 14 minutos de longitud Oeste.
El pánico inundó todas las plantas del barco. Y como se sabe, los botes no alcanzaban para todos: apenas había lugar para 1178 personas (la cantidad de botes reglamentaria no se calculaba según la cantidad de pasajeros, sino por el tonelaje del buque). Y para peor, los primeros botes salieron casi vacíos. El Titanic finalmente se hundió a las 2.20 de la madrugada del 15 de abril. Y se llevó consigo la vida de más de 1500 personas (mayormente fallecidas por hipotermia, en aguas que estaban a temperaturas cercanas a 0ºC). Dos tercios de los que viajaban a bordo. Al amanecer, el Carpathia llegó a la zona del naufragio y rescató a los 705 sobrevivientes de la tragedia marítima más resonante de todos los tiempos (no la peor: el 31 de enero de 1945, el transatlántico alemán Wilhem Gustloff, cargado con 10 mil refugiados alemanes, fue torpedeado por un submarino soviético. Murieron 8800 personas, cinco veces más que en el Titanic).
Cuando tiempo más tarde se le preguntó a Charles Lightoller, ex segundo oficial del Titanic, cuáles habían sido los motivos del naufragio, pensó durante unos segundos, y luego respondió: “Bueno... en primer lugar, esa noche no había Luna”. Cuando el Titanic se hundió, sólo faltaban dos días para la Luna Nueva (la fase en que se hace completamente invisible, al estar aproximadamente alineada entre el Sol y la Tierra). Y justamente en los días previos a la Luna Nueva, nuestro satélite recién asoma sobre el horizonte oriental poco antes del amanecer. Y con forma de fino “arco” de luz. Así fue: el 15 de abril de 1912, una finísima Luna (iluminada apenas un 5 por ciento), salió unos minutos antes de las 5 de la mañana, ya en pleno crepúsculo matinal, y escoltada a unos pocos grados por el brillantísimo Venus. Según algunos relatos, un marinero, a cargo de uno de los botes salvavidas, la vio asomar. Y siguiendo una superstición de la época, gritó: “¡Luna Nueva, arrojen su dinero muchachos... si es que les queda algo!” (en realidad no era Luna Nueva, pero casi). Un poco de aire y optimismo tras el espanto.
Si aquella noche el satélite de la Tierra hubiera iluminado las aguas del Atlántico norte, los vigías del Titanic habrían divisado a tiempo al amenazante iceberg. Incluso sin necesidad de aquellos binoculares perdidos en Southampton. Si el barco hubiese iniciado su viaje inaugural una o dos semanas antes (a fines de marzo, o en los primeros días de abril), habría viajado acompañado por una brillantísima Luna la mayor parte de la noche. Y seguramente todo hubiese sido distinto.
Noche y madrugada sin Luna. Pero además, meteorológicamente perfecta: despejada, transparente, sin viento. Y sin olas: el mar estaba planchado. “Las condiciones climáticas eran extraordinarias, sin una sola nube, sin bruma, fue una noche hermosa, que dejaba ver el perfecto brillo de las estrellas”, escribía, en su libro La pérdida del Titanic (1912), Lawrence Beesley, un maestro y periodista que sobrevivió al hundimiento del Titanic, gracias a que pudo subirse a tiempo al bote número 13.
Paradójicamente, esas condiciones de mar calmo, sin olas ni viento, también aportaron lo suyo a la tragedia: los vigías normalmente distinguían los icebergs gracias a las olas. Las olas rompiendo en la superficie de esas masas heladas. Y la espuma blanca y brillante. Y también, claro, el ruido a la distancia. El factor meteorológico también jugó en contra.
“En algunos lugares, las estrellas estaban tan apretujadas que parecía haber más puntos de luz que en el mismo fondo del cielo” y cuando una estrella estaba muy abajo, cerca del borde filoso de la línea del agua, no perdía nada de su brillo”, contaba Beesley. Sí, y hete aquí otra paradoja de aquella fatídica noche y madrugada de hace un siglo: aquel cielo impecable, negro y transparente provocó más de una confusión. Cuando el barco se hundía, en medio del pánico, el frío y la oscuridad, muchos miraban hacia el horizonte con la ilusión de divisar la lejana luz de algún barco salvador. Una de esas grandes y terribles decepciones ocurrió hacia las 0.50, cuando el propio capitán Smith observó una luz anaranjada justo sobre el horizonte del noroeste. No era un barco. Era el planeta Marte a punto de ocultarse.
Luego del naufragio, varios oficiales sobrevivientes –entre ellos un tal Stewart Etches, a bordo de uno de los botes– reconocieron haber confundido, más de una vez, estrellas rozando el horizonte con posibles y distantes buques. Con la ayuda de softwares astronómicos, es posible revisar el cielo de aquella madrugada. Y así, no sólo es posible confirmar la confusión de Smith (con Marte), sino también otro caso muy singular: diez minutos después del hundimiento del Titanic, a las 2.30 de la madrugada, la estrella Capella –una de las más brillantes del cielo– rozaba el horizonte del nor-noroeste. Un farol de luz amarilla que, probablemente, despertó falsas esperanzas en medio del terror y la desesperación.
Más allá de la decisiva ausencia de la Luna, de los binoculares perdidos, de los factores meteorológicos y de la confusión de astros con navíos en el horizonte, la tragedia del Titanic también pudo estar asociada a un factor gravitatorio. Concretamente, el desarrollo de mareas extremas, provocadas por un rarísimo juego de coincidencias astronómicas que no sólo involucraron a la Luna, sino también al Sol. Mareas que bien podrían explicar, y justificar, el desprendimiento de grandes fragmentos de hielo de los glaciares de Groenlandia, y la posterior y abundante proliferación de icebergs en el Atlántico Norte, en los primeros meses de 1912. Esencialmente, esa es la idea central de un interesantísimo artículo, publicado en la edición de abril de Sky & Telescope (la revista de astronomía más popular del mundo). Sus autores son los físicos estadounidenses Donald Olson y Russell Doescher (Departamento de Física de la Universidad de Texas), y Roger Sinnott (un destacado periodista en temas astronómicos, del propio staff de la revista). Veamos, lo más clara y sintéticamente posible, de qué se trata...
De arranque, Olson, Doescher y Sinnot ponen toda la atención en una variable puramente gravitatoria. Específicamente, ellos señalan la inusual ocurrencia de tres fenómenos astronómicos, ocurridos a comienzos de 1912, y en un lapso de tan sólo 27 horas:
1. El 3 de enero de 1912, a las 10.44 Hora Universal (UT), la Tierra alcanzó su perihelio, es decir, su punto de mínima distancia al Sol, ubicándose a sólo 147 millones de kilómetros de nuestra estrella (en el afelio, el punto más alejado, y que se da en julio, la distancia Tierra-Sol es de 152 millones de km).
2. El 4 de enero, a las 13.29 UT, se produjo la Luna Llena. O lo que es lo mismo, el Sol, la Tierra y la Luna se alinearon (en ese orden).
3. Apenas seis minutos más tarde, a las 13.35, la Luna alcanzó su perigeo, su punto orbital de mínima distancia a la Tierra. Y no fue un perigeo común y corriente: tal como hizo notar el astrónomo belga Jean Meeus (uno de los máximos expertos mundiales en cuestiones de este tipo), en un libro de 2002, fue el perigeo más extremo entre los años 798 y 2257. Aquel 4 de enero de 1912, la Luna estuvo a su mínima distancia de la Tierra en casi 1500 años.
Las mareas son cambios periódicos en el nivel del mar, con avances y retrocesos de las aguas sobre las costas. Y están directamente asociadas a los tirones gravitatorios del Sol y la Luna. De por sí, cada vez que hay Luna Nueva, o Luna Llena, las fuerzas gravitatorias del Sol y de nuestro satélite se suman, y dan lugar a mareas más intensas de lo habitual. Pero si además una de estas fases lunares coincide con el perigeo, lo serán aún más. Y aún más si, encima, todo coincide –o casi– con el perihelio. Todo eso ocurrió a la vez. Resultado: mareas máximas. Y ahora, vamos a los icebergs.
La mayoría de los icebergs que se cruzan con las rutas navieras del Atlántico norte provienen de los grandes glaciares del oeste de Groenlandia. Son hielos que se desprenden de los frentes de los glaciares y luego inician un largo y complicado viaje, empujados por corrientes oceánicas. En su artículo de Sky & Telescope, Olson, Doescher y Sinnot mencionan una entrevista del New York Times, publicada el 5 de mayo de 1912, donde científicos de la Oficina Hidrográfica de los Estados Unidos decían que la gran cantidad de icebergs que se cruzó en la ruta del Titanic –incluyendo el que lo hundió, por supuesto– tenía relación directa con el inusualmente cálido verano de 1911, seguido de un invierno muy benigno. Eso por un lado.
Por el otro, y como antecedente de su propia teoría, los autores rescatan –y reconocen– el trabajo del oceanógrafo estadounidense Fergus J. Wood: al parecer, este científico fue el primero que señaló la posible relación directa entre el perigeo extremo de enero de 1912 y el iceberg que hundió al Titanic. En 1995, Wood publicó un artículo en el Journal of Coastal Research donde decía que los frentes de ciertos glaciares de Groenlandia podrían haberse flexionado violentamente, hacia arriba y hacia abajo, como respuesta a mareas extremas causadas, en sus propias palabras, “por las precisas circunstancias astronómicas que existieron el 4 de enero de 1912, y por la extrema concentración de fuerzas gravitacionales aumentadas”. Mareas que habrían desprendido enormes y abundantes fragmentos de hielo, que comenzaron su lenta deriva. Wood fue más allá, y concluyó que “la probable fecha en que el iceberg del Titanic partió hacia el mar abierto fue el 4 de enero de 1912”.
Más allá de cierta osadía, la explicación de Wood parecía bastante razonable. Pero él mismo reconoció que ese modelo tenía un problema serio: el tiempo de viaje del iceberg. Tres meses es muy poco tiempo para que un pedazote de hielo –desprendido en un glaciar de la costa oeste de Groenlandia y arrastrado por las corrientes oceánicas locales– hubiese completado el complicado trayecto de casi 3000 kilómetros: primero hacia el Norte, y luego hacia el Sur, pasando por las costas del Labrador y Newfoundland, Canadá. Un largo y complicado derrotero –con eventuales encallamientos en las costas, reflotes y hasta derretimientos parciales– necesario para llegar hasta el punto donde la mole helada chocó con el súper transatlántico británico.
Para cumplir con ese trayecto, el iceberg debió haberse desprendido antes. No el 4 de enero de 1912, sino en algún momento de 1911, o incluso, en 1910. ¿Y entonces, tiene algún sentido la variable astronómica que apunta a esa fecha?
Olson, Doescher y Sinnot creen que sí. Y esto es lo más novedoso de su aporte: según ellos, la singular geometría astronómica del 4 de enero de 1912 y las poderosas mareas resultantes no dejan de ser relevantes. Pero de otra manera: probablemente, dicen, el iceberg que hundió al Titanic –y muchísimos otros que andaban por la zona– no inició su viaje aquel día, sino mucho antes. Y seguramente, habría quedado atascado, o a medio flote, en algún lugar de las costas del Labrador o Newfoundland. Ya mucho más cerca. Y entonces sí, ya mucho más cerca de la zona del desastre, fue levantado, liberado y puesto nuevamente en ruta hacia el océano abierto por las poderosas mareas de enero de 1912. Olson reconoce que, obviamente, la causa última del accidente fue que el barco chocara contra un iceberg. Pero, absolutamente convencido, también dice que “la conexión con la Luna (y las mareas) es lo que explica por qué un número inusualmente alto de icebergs se metió en el camino del Titanic”.
“En primer lugar, esa noche no había Luna”, recordaba el segundo oficial Lightoller. Nunca lo sabremos, pero la sola idea es inquietante: probablemente, con la Luna asomada, el Titanic no hubiera chocado contra aquel iceberg maldito. Probablemente, con binoculares a mano, los vigías lo hubieran visto a tiempo. Probablemente, si en lugar de una noche calma y un mar planchado, hubiese habido fuertes vientos y grandes olas, la mole de hielo habría quedado más en evidencia. Y si la Luna, la Tierra y el Sol no hubiesen jugado el raro juego que jugaron, quizá la ruta del barco “inhundible” hubiese estado mucho menos poblada de hielos asesinos. Cien años más tarde, la tragedia del Atlántico norte cobra una nueva dimensión: en esta historia fascinante y terrible a la vez, jugaron en contra el clima, la confianza ciega en una máquina fabulosa y también una serie encadenada de errores, olvidos e infortunios. Y por supuesto, hubo un decisivo factor astronómico: el cielo jugó en contra del Titanic.
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