En su edición dominical del 30 de abril de 1939, The New York Times traía un anuncio alarmante: “¡El estallido de un isótopo puede llegar a sacudir la Tierra!”.
El redactor no tenía mucha idea de qué era un isótopo, pero estaba tratando de ponerle dramatismo a una entrevista con el físico danés Niels Bohr, que por esos días estaba dando cursos en Princeton. En un desayuno de trabajo con otros científicos, Bohr había llamado la atención sobre un isótopo del uranio, el U-235, al cual veía como el material más adecuado para producir reacciones en cadena.
El danés no tenía inconvenientes en hablar con la prensa, porque consideraba que una bomba nuclear era algo bastante quimérico. Pero estimaba que, de ser posible, una explosión nuclear por lo menos haría volar el laboratorio y sus alrededores...
Ante la consulta de un periodista, otro físico estimó que para lograrlo haría falta una esfera de U-235 puro de un metro de diámetro y varias toneladas de peso, algo que era prácticamente imposible. Interrogado por la Marina, Enrico Fermi, que todavía no confiaba en el U-235, habló de media tonelada y estimó que desarrollar un explosivo nuclear llevaría por lo menos unos veinticinco años. Faltaban apenas dos años para que Estados Unidos pusiera en marcha el proyecto Manhattan y seis para Hiroshima y Nagasaki.
Casi setenta años después de Hiroshima y con toda una biblioteca dedicada a él, Werner Heisenberg (1901-1976) sigue estando en discusión. Técnicamente, la cuestión es clara: los físicos alemanes andaban mal orientados, estaban lejos de poder hacer una bomba atómica y sólo llegaron a construir un reactor experimental. Pero la ética no es un tema de resolución simple, y la conducta de Heisenberg aún sigue pareciendo ambigua.
Heisenberg había sido uno de los protagonistas de la física del siglo XX. Creó la mecánica matricial, que junto a la ondulatoria abrió el campo de la física cuántica, a la cual le debemos casi todo. También formuló el principio de incertidumbre, que sacudió a la epistemología.
Le dieron el Nobel en 1933, cuando apenas acababa de asumir Hitler. Nunca se afilió al partido, nunca fue antisemita y siguió enseñando esa Relatividad que los nazis tildaban de “física judía”.
En 1942, cuando le ordenaron que su Instituto Max Planck se pusiera a pensar en un arma nuclear, le propuso a Speer construir un reactor nuclear que no sólo generaría energía sino también plutonio y obtuvo un moderado presupuesto. El reactor alemán, que iba a utilizar agua pesada como moderador, se retrasó cuando un comando aliado saboteó la planta Nork-Hydro que la producía en Noruega. Mientras los alemanes volvían al grafito, Fermi ya tenía un reactor en funcionamiento en Chicago y había logrado controlar una reacción en cadena.
El nazismo no creía en la ciencia; apenas confiaba en la tecnología, como expresión moderna de la voluntad de poder. Dentro del caos que caracterizaba la investigación bajo el régimen hitleriano, hubo otros dos proyectos de armas nucleares además del que le encargaron a Heisenberg. Había otro equipo dirigido por Von Ardenne, que dependía de otro ministerio, y en 1944, cuando la derrota estaba cerca, las SS formaron el suyo, a las órdenes de Kammler. Después de la guerra Von Ardenne, y presumiblemente Kammler también, fueron a parar a la URSS.
Todavía no se había inventado Internet, que hoy alberga algunas versiones de esta historia. Una de las más bizarras dice que Hitler habría probado la bomba con un misil que hizo estallar en Siberia, y que Stalin lo habría ocultado atribuyendo la devastación al incidente meteórico de Tunguska, que había ocurrido en 1908 y era conocido desde 1927.
Más allá de estos novelistas frustrados, cualquiera diría que si Hitler hubiese tenido la bomba no hubiese dudado en usarla. Pero lo cierto es que, cuando Alemania fue invadida, lo único que apareció, enterrado en una cueva bajo la iglesia de Haigerloch, fue un pequeño reactor que ni siquiera estaba en condiciones de funcionar.
Un grupo del espionaje aliado que dirigía Samuel Goudsmit, que había sido amigo de Heisenberg, estuvo observando los esfuerzos alemanes durante toda la guerra. Tras la caída de Berlín, se creó el proyecto Epsilon para averiguar hasta dónde habían llegado. Diez físicos (entre los cuales estaban Heisenberg, Hahn, Von Laue, Von Weizsäcker y Diebner) fueron detenidos por los británicos y encerrados durante seis meses en una casona de campo de Farm Hall, cerca de Cambridge.
Los alemanes convivieron varios meses en esa casa, en un ambiente de impecable hotelería, aunque sembrado de micrófonos ocultos. Al parecer nunca se dieron cuenta de que sus conversaciones eran espiadas, y sus reacciones al enterarse de Hiroshima fueron espontáneas.
Sus charlas, que más tarde fueron transcriptas, editadas y publicadas, no muestran grandes conflictos éticos. Los físicos se comportan como un equipo de fútbol que acaba de ir al descenso y no saben a quién culpar, si al DT, a los dirigentes o a la hinchada. La mayoría de las recriminaciones mutuas son de carácter técnico: no habían investigado la masa crítica necesaria, habían pensado en el neptunio antes que en el plutonio, etc.
El único que parecía estar acongojado por la responsabilidad era Otto Hahn, que en su juventud ya se había sentido culpable cuando vio usar los gases tóxicos en la Gran Guerra. Ante la destrucción de Hiroshima, Hahn fantaseó con el suicidio y repudió a Niels Bohr por haber colaborado con el proyecto Manhattan.
La única reflexión que tuvo Heisenberg fue bastante decepcionante. Admitió que no había tenido el coraje moral de emplear a 120.000 trabajadores alemanes en un proyecto de resultado incierto, para el cual los norteamericanos habían reclutado a 150.000. De las víctimas, reales o potenciales, ni una palabra.
Antes de eso, en 1941, se había realizado una misteriosa entrevista entre Heisenberg y Bohr en la Dinamarca ocupada. El encuentro siempre intrigó a los historiadores, porque permitía especular que Bohr (quien terminó trabajando para Estados Unidos) hubiese podido poner al alemán sobre la pista correcta, lo cual habría cambiado la historia. El encuentro parecía ser la ocasión de un debate ético entre los científicos. También era una magnífica situación dramática, y como tal fue aprovechada por Michael Frayn para el drama Copenhague (1998), que hace años pudimos disfrutar en Buenos Aires.
El viaje de Heisenberg a Dinamarca, que estaba bajo la ocupación nazi, se hizo en el marco de un ciclo de conferencias de “propaganda cultural” alemana. Heisenberg luego explicaría que había ido a preguntarle a su maestro si era lícito que un científico trabajara para la guerra. Sin embargo, quienes asistieron a sus charlas aseguraban que justificaba la ocupación nazi con el argumento de que países como Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda y Francia eran incapaces de gobernarse a sí mismos y necesitaban ser guiados por Alemania. También recuerdan que hablaba con optimismo de la invasión a Rusia, aunque quizás estuviese sobreactuando para hacer buen papel ante los nazis, que desconfiaban de su lealtad.
El físico Víctor Weissköpf sostuvo, en cambio, que a Heisenberg le habían encomendado la misión de averiguar si Bohr conocía los planes aliados. Bohr ya estaba pensando en sumarse a ellos, pero todavía ignoraba qué estaban haciendo Fermi y Oppenheimer.
Acabada la entrevista, las relaciones entre Bohr y Heisenberg se enfriaron para siempre. Bohr logró escapar de Dinamarca, se fue a Los Alamos y convenció al Gral. Groves de que el reactor alemán era factible y peligroso.
El resto de su vida, Heisenberg trabajó para limpiar su imagen de colaboracionista, pero la mayor ayuda se la dio un exitoso best seller, Más brillante que mil soles (1956). Su autor, Robert Jungk, le otorgó a Heisenberg la estatura de un héroe ético, que había engañado deliberadamente a Hitler, lo cual lo dejaba mucho mejor parado que los responsables de Hiroshima. Jungk aseguraba que el alemán había mantenido contacto con sus colegas aliados para impedir que la bomba se hiciera, pero el hijo de Bohr se encargó de desmentirlo.
Ante la duda de un editor, que le preguntaba si los premios Nobel podían llegar a mentir, Einstein contestó con una frase más ingeniosa que algunas de las que suelen atribuirle. Dijo que los Nobel estaban tan expuestos a la mentira como cualquier otro, pero a nadie le daban el Nobel sólo por hacerlo.
Heisenberg, por su parte, escribió en 1947 un artículo para Nature donde explicaba que los investigadores alemanes habían errado el cálculo de la masa crítica para una eventual bomba y ni siquiera habían tenido que enfrentar el dilema moral de diseñarla.
En 1970 fue un poco más lejos al afirmar que él, Von Laue y Hahn habían falseado deliberadamente la información para sabotear las ambiciones de Hitler. Von Laue y Hahn ya habían muerto y no estaban para desmentirlo.
El drama de Frayn es una brillante dramatización de esta historia, y un buen relato de lo ocurrido se puede encontrar en Heisenberg y la bomba nazi (1998), del historiador Paul Lawrence Rose.
Sin embargo, Rose presenta su libro como “un estudio sobre la cultura alemana” y confiesa tener prejuicios contra los germanos, que considera irremediablemente autoritarios, lo cual tampoco está muy lejos del racismo. El autor sostiene que el mal estaba en el nazismo, no en la bomba, y parece creer que al estar en otras manos ésta hubiera cambiado mágicamente de signo: algo que sería difícil de explicar a las víctimas de Hiroshima y Nagasaki.
Tampoco hay que olvidar que una de las primeras reacciones de Oppenheimer cuando estalló la Bomba A fue lamentar que no hubiesen llegado a tiempo para usarla contra Alemania. Aun después de haber sido víctima del macartismo, el anuncio de la primera explosión termonuclear lo hizo perder el control y la alabó con palabras como sweet and beautiful...
En un balance tan precario como es el que permiten estas cuestiones, sólo cabe rescatar que el físico alemán sintió un miedo bastante justificable y más tarde algo de vergüenza; si mintió fue para rescatarse ante la historia.
Todo eso resulta bastante comprensible, porque las cuestiones éticas no hacen excepción ni con los genios. Pero la física nuclear se ocupa de cosas como los neutrones rápidos y el U-235, y se entiende que las cuestiones éticas deberían ser competencia de la filosofía.
El filósofo más destacado de entonces y quizá de todo el siglo XX era Martin Heidegger, el mismo que en un debate con Heisenberg sentenció que “la ciencia no piensa”.
Fue el filósofo, maestro de pensadores, quien echó a sus propios maestros de la universidad por ser judíos. En su breve rectorado hizo la apología del nazismo y hasta la Noche de los Cuchillos Largos dio clase vistiendo el uniforme de las SA. Más tarde se retiró a escuchar la voz del Ser en la profundidad del bosque sacral e hiperbóreo.
El físico mintió porque tuvo miedo, pero al menos sintió vergüenza, pero el filósofo soñó que podía convertirse en el Führer espiritual del Führer político, y jamás se arrepintió de nada.
Lo más patético de su fantasía no se encuentra en sus textos filosóficos, sino en un texto banalmente burocrático. En un pedido de licencia que hizo en plena guerra, Heidegger solicita ser eximido por unos meses de sus tareas docentes alegando que Alemania atraviesa una difícil situación y al parecer la victoria depende de que él dedique todo el tiempo posible a meditar sobre el destino de la Patria.
Por suerte el Ser y su profeta Nietzsche no parecen haberlo escuchado. Es cierto que la bomba poética de Heidegger hubiera hecho menos devastación que la de uranio, pero hay que considerar que nos dejó la polución radiactiva de sus discípulos franceses posmodernos. Ellos fueron los que proclamaron la Muerte del Hombre, del Autor, del Sujeto y varias cosas más.
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