Sáb 26.01.2013
futuro

¿De dónde vino el agua de la Tierra?

› Por Mariano Ribas

Agua por todas partes. Al día de hoy, aún no conocemos otro mundo como la Tierra: una bola de roca y metal cubierta de agua líquida en casi las tres cuartas partes de su superficie. Enormes y profundos océanos separan las minoritarias masas continentales del planeta, que, a su vez, están salpicadas de incontables lagos y atravesadas por ríos que las recorren como venas. Pero nuestro planeta también esconde grandes masas de agua líquida subterránea. E incluso, blancos y cegadores mantos de agua congelada, que se concentran en las zonas polares, y bañan las cimas de las montañas. Y por si todo eso fuera poco, el agua juega al juego de la evaporación y la condensación, un ciclo constante que da lugar a nubes, lluvias y nevadas. Agua por todas partes, y en todas sus formas. Y no por casualidad: la Tierra está muy bien ubicada con respecto a su estrella. Ni muy cerca, ni muy lejos. Y está protegida por una atmósfera robusta que, entre otras cosas, mantiene la temperatura global en valores relativamente templados. De más está decir que la abundancia de agua líquida –entre otros factores– ha sido fundamental para la aparición y el desa-rrollo sostenido de la vida. Otro rasgo que, nuevamente, y al menos hasta el día de hoy, hace de la Tierra un lugar único dentro del Sistema Solar (y del universo conocido). Un oasis biológico. Húmedo y templado.

Pero las cosas no siempre fueron así: nuestro planeta no nació cubierto de agua. Ni templado. Ni como un oasis. Todo lo contrario. Al igual que todos sus mundos hermanos, la Tierra tuvo un parto ardiente y violentísimo. Peor que el peor de los infiernos imaginables. Fue hace unos 4600 millones de años. El Sol acababa de encenderse. Y a partir de los materiales sobrantes de su formación –un disco de gas y polvo de miles de millones de kilómetros de radio– fueron creciendo planetas, lunas, asteroides y cometas. La Tierra se forjó a los golpes, tomando cuerpo y forma a partir de la suma de objetos menores (los planetesimales) que fueron chocando y fundiéndose entre sí. Era un mundo embrionario. Una bola fundida que poco a poco fue diferenciando su estructura: los materiales más densos (metales como el hierro y el níquel) fueron depositándose en su centro, mientras que los más livianos (principalmente, silicatos) quedaron “flotando” por encima de ese pesado corazón metálico.

El bombardeo se extendió, con variaciones de intensidad, durante los primeros cientos de millones de años del Sistema Solar. E incluyó el posible impacto contra la Tierra de un objeto del tamaño de Marte, cuya consecuencia habría sido, ni más ni menos, que la formación de la Luna (hace unos 4500 millones de años). Durante todo ese proceso inicial de “acreción”, nuestro joven planeta debió haber recibido importantes cantidades de agua. Al fin de cuentas, las moléculas de H20 también formaban parte de la masa primigenia que dio origen al Sistema Solar (es más, son moléculas relativamente abundantes en las nebulosas y en el medio interestelar). Pero tanto geólogos como astrónomos piensan que la mayor parte del agua original del planeta debió haberse evaporado y fugado al espacio debido al calor extremo y a los continuos y furiosos impactos. Y que, gradualmente, a medida que la Tierra se fue enfriando, esa sustancia fundamental continuó llegando hasta aquí, envasada en cuerpos menores que continuaron estrellándose, derramando sus preciosas cargas: cometas y asteroides, ricos en agua y materia orgánica. Un aporte externo esencial. Y como la vida está directamente ligada al agua, revelar los orígenes del agua en nuestro planeta resulta, por lo tanto, doblemente interesante.

¿CUANDO?

Antes de explorar los diferentes caminos mediante los cuales el agua llegó y se estableció definitivamente en la Tierra, hay una pregunta que sale sola: ¿cuándo? Los científicos consideran que eso no pudo ocurrir antes de transcurridos algunos cientos de millones de años, dado que el planeta embrionario era un infierno de roca fundida. A partir de ciertos indicios minerales (particularmente, el estudio de los microscópicos granos de un mineral llamado zircón), hay buenas razones para pensar que la Tierra ya contaba con considerables masas de agua líquida hace unos 4300 a 4400 millones de años (es decir, unos 200 millones de años después de su nacimiento). Sin embargo, muchos expertos consideran que el asentamiento masivo y definitivo del agua en nuestro planeta no pudo haber ocurrido antes del llamado Gran Bombardeo Tardío, que finalizó hace unos 3900 millones de años, cuando, probablemente a causa de la migración de Júpiter y Saturno hasta sus actuales órbitas, se produjo un enorme desbarajuste gravitacional entre los cuerpos menores del Sistema Solar, disparando una nueva (y tardía) oleada de impactos sobre los planetas. Incluyendo a la Tierra, por supuesto (y también a la Luna, cuyos cráteres son las terribles huellas, casi intactas, de aquellos tiempos especialmente violentos). Ahora bien: ¿qué trajo el agua a la Tierra?

EL AGUA DE LOS COMETAS

Tradicionalmente, esa pregunta tuvo una respuesta inmediata: fueron los cometas. Algo que, en primera instancia, resulta sumamente razonable, teniendo en cuenta su composición y frágil estructura: son “bolas de nieve sucias”, tal como los definió el gran astrónomo británico Fred Whipple (1906-2004), probablemente el mayor experto en cometas del siglo XX. Estos pequeños y numerosísimos habitantes del Sistema Solar son amasijos de hielo, roca y polvo. Y ese hielo, mayormente, es agua congelada. Se sabe que los cometas, al igual que sus primos, los asteroides, fueron la munición pesada de aquellos arcaicos bombardeos interplanetarios. Por todo esto, siempre fueron excelentes candidatos para protagonizar esa suerte de delivery de agua que recibió la joven Tierra hace, redondeando, unos 4000 millones de años. Y no sólo agua, sino también materia orgánica, que es parte de la “suciedad” de estas “bolas de nieve”.

Sin embargo, ese título de candidatos puestos que tenían los cometas comenzó a cuestionarse parcialmente en los años ‘80 y ‘90: los cuidadosos análisis espectrales del agua sublimada por los famosos cometas Halley (1986), Hyakutake (1996) y Hale-Bopp (1997) revelaron que era un agua “distinta” de la de los océanos de la Tierra. Químicamente hablando: estos cometas contenían una mayor proporción de “agua pesada” que la de nuestros mares (en la molécula de “agua pesada”, en lugar de haber dos átomos de hidrógeno acompañando al del oxígeno, hay uno de hidrógeno y otro de deuterio, que es un isótopo del hidrógeno, que en vez de tener un núcleo formado por un protón solo, tiene un protón y un neutrón). Esa disparidad química de las aguas terrestres y las de estos tres cometas debilitó un poco lo que parecía ser un hecho indiscutible.

Pero en estos últimos años, la balanza se ha vuelto a inclinar, volviendo a la posición inicial. Y muy especialmente a partir del estudio de otro cometa: a fines de 2011, el Observatorio Espacial Herschel (de la Agencia Espacial Europea), mediante un espectrómetro infrarrojo de altísima precisión, determinó que la coma (la “cabeza”) del cometa Hartley 2 –-también visitado por la sonda Epoxi, de la NASA (ver foto)– contenía agua con las mismas propiedades químicas (relación deuterio/hidrógeno) que la de nuestros océanos. ¡Punto para los cometas!

Tal vez, la disparidad observada tenga que ver con la fuente original de procedencia de los cometas: el Hyakutake y el Hale-Bopp provienen de la lejanísima Nube de Oort (una suerte de “cáscara” fina y esférica que rodea al Sistema Solar, y cuyo radio tendría alrededor de un año luz), mientras que el Hartley 2 sería originario del mucho más cercano Cinturón de Kuiper (ese anillo de escombros helados que comienza inmediatamente después de la órbita de Neptuno). Es cierto: el Halley también proviene de allí, y por eso su caso no cierra del todo. De todos modos, y con matices, ya pocos dudan de que los cometas –estrellándose de a miles, durante millones y millones de años– aportaron una parte muy significativa de las aguas que hoy cubren el 71 por ciento de la superficie de la Tierra.

COMETAS DEL CINTURON PRINCIPAL

Tradicionalmente, también, los astrónomos no solían poner sus fichas en los asteroides como buenos candidatos para el delivery de agua hacia la Tierra. Al fin de cuentas, parecían ser cuerpos rocosos, metálicos, o una mezcla de ambas cosas. Pero “secos”. Nada de hielo (a la vista). Nada de las típicas y neblinosas “comas” y “colas” de los cometas, resultantes, en parte, de la sublimación de los hielos de agua. A pesar de formar parte de la misma gran familia del Sol, asteroides y cometas parecían ser primos bien diferentes... hasta que apareció algo en el medio. Una suerte de híbridos: los cometas del Cinturón Principal (y cuando hablamos del Cinturón Principal nos referimos al Cinturón de Asteroides, ese enorme anillo de cuerpos variopintos, que deambulan entre las órbitas de Marte y Júpiter, y que son una suerte de reliquias de la formación del Sistema Solar). Un territorio que, justamente, parecía ser exclusivo de asteroides clásicos. Pero no: en 1996, los astrónomos Eric Elst y Guido Pizarro descubrieron que un supuesto asteroide, inicialmente catalogado como 1979 OW7, mostraba una tenue cola, al estilo de los cometas. Tras descartar que esa estructura polvorienta fuesen los restos de la colisión entre dos asteroides, los científicos confirmaron que se trataba de una nueva clase de objeto. Y fue bautizado cometa 113P/Elst-Pizarro. Fue el primero de su clase, y hoy día se conocen cerca de una docena, entre ellos, 76P/Linear, P/2005 U1, P/2008 R1, y P/2012 F5 Gibbs. Todos están en la parte más externa (y fría) del Cinturón de Asteroides, y probablemente sean cientos.

Más que simples cometas “invasores”, hoy en día, los científicos tienden a pensar que, en general (porque la categoría es un tanto imprecisa), los cometas del Cinturón Principal serían asteroides con cantidades significativas de agua congelada en su estructura. Y si bien es cierto que aún no existe ningún estudio fiable que dé cuenta de las propiedades químicas de esa agua, estos raros y novedosos híbridos bien podrían formar parte de la gran familia de objetos que dieron origen a nuestros océanos. Agua (congelada) en el Cinturón de Asteroides. Quizá todo esto resultaba extraño hace apenas veinte años. Pero teniendo en cuenta lo que sigue, y lo que contamos en nota aparte (ver Ceres: ¿agua en el planeta enano?), veremos que ya no es así. Todo lo contrario.

2010: EL CASO DE 24 THEMIS

Hay un caso relativamente reciente, y especialmente significativo por lo directo de la evidencia: 24 Themis. Descubierto en 1853 por el italiano Annibale de Gasparis, este asteroide de 200 kilómetros de diámetro (uno de los más grandes del Cinturón) tiene una órbita de 5 años y medio en torno del Sol, a una distancia media de 460 millones de kilómetros de nuestra estrella. Durante la última década, dos grupos independientes de científicos estadounidenses (uno, de la Universidad de Florida Central, y el otro, de la Universidad de Tennessee) utilizaron el IRTF (Infrarred Telescope Facility), un maravilloso telescopio infrarrojo de la NASA, instalado en Hawai, para estudiar al, por entonces, poco famoso asteroide. “En el mejor de los casos, esperábamos encontrar minerales hidratados en la superficie de Themis, recuerda Humberto Campins, el astrónomo venezolano que encabezó uno de los grupos. Pero grande fue su sorpresa cuando, tras analizar los datos espectrales de una rotación completa de 24 Themis, él y sus colegas detectaron algo impactante: el espectro de la luz del asteroide mostraba una clara caída en la longitud de onda de 3,1 micrones. Esta “línea de absorción” (en el rango del infrarrojo) delataba la presencia de agua congelada. Ni más, ni menos.

Inmediatamente, Campins se puso en contacto con Andrew Rivkin, el astrónomo que encabezaba el otro grupo de investigación (que había realizado observaciones aisladas en 2003, 2005 y 2008). Y al cruzar los datos, todos quedaron convencidos: la superficie del asteroide 24 Themis estaba completamente cubierta de agua congelada. Y además mostraba claros indicios de presencia de materia orgánica. No era un buen modelo. Era una observación directa. “Pensábamos que en el Cinturón de Asteroides ya no quedaba nada del hielo original del Sistema Solar, y que los cometas eran los únicos cuerpos que conservaban agua congelada”, reconoce Rivkin. Pero allí estaba la evidencia. Tras varias confirmaciones, el resonante descubrimiento fue anunciado y formalizado en abril de 2010, en dos papers publicados en la revista Nature.

Las implicancias eran muy fuertes. Dada la relativa cercanía de 24 Themis al Sol, el calor de nuestra estrella debería sublimar ese hielo. Por lo tanto, para que esa capa de agua helada siga existiendo, debe haber un mecanismo de reposición: según estos expertos, debajo de su manto superficial de hielo, el gran asteroide escondería más agua congelada. Pero hay algo más: 24 Themis tiene una órbita muy similar a la de otros asteroides, e incluso a la de algunos cometas del Cinturón Principal. Es probable, entonces, que muchos de sus vecinos se le parezcan en estructura y composición. Incluyendo la presencia de agua. A propósito...

... Y 65 CYBELE, TAMBIEN

Apenas unos meses más tarde, un grupo de astrónomos, encabezado por el español Javier Lisandro (Instituto de Astrofísica de Canarias), anunció otro hallazgo muy similar. Combinando observaciones del IRTF y el Telescopio Espacial Spitzer (NASA), Lisandro y sus colegas detectaron hielo de agua en 65 Cybele, otro gran asteroide (de unos 250 km de diámetro), con una órbita algo más grande que la de 24 Themis. Y una vez más, la pista delatora del agua congelada fue la línea de absorción infrarroja de 3,1 micrones. Así, el caso de 65 Cybele reforzó el de 24 Themis. Y viceversa. Ambas detecciones avalan la teoría de que los asteroides también pudieron haber colaborado generosamente con el stock de agua de nuestro planeta. Y también, del mismo modo que lo han hecho los cometas, seguramente aportaron componentes prebióticos que ayudaron a la aparición de la vida.

PISTAS EN LOS METEORITOS

Más allá de todos estos importantes descubrimientos, todavía resta saber si el agua de los cometas del Cinturón Principal o la de los asteroides como 24 Themis y 65 Cybele es químicamente similar a la de la Tierra. Si así fuera, toda esta historia estaría mucho más clara. Pero por ahora, no hay manera de saberlo. Hacen falta sondas espaciales capaces de hacer estudios directos.

Lo que sí hay son meteoritos. Y los meteoritos son guijarros provenientes de los asteroides. Muestras gratis que caen sobre la Tierra todos los días. Sin embargo, se trata de un terreno un tanto resbaladizo porque, generalmente, no se sabe exactamente de qué asteroides provienen. Aun así, vale la pena mencionar que ciertos meteoritos, llamados condritas carbonáceas, contienen moléculas de agua y minerales hidratados (además de los compuestos de carbono que les dan nombre). Y al parecer, esa agua tiene radios de hidrógeno/deuterio similares al agua de los océanos. Es sugerente. De todos modos, los científicos son cautos al respecto.

HORIZONTES

Actualmente, los astrónomos siguen estudiando otros asteroides con la esperanza de detectar más indicios de agua. También continúan con las pesquisas de posibles nuevos cometas del Cinturón Principal. Y con enorme expectativa, lógicamente, esperan el arribo de la sonda Dawn (de la NASA) a Ceres, en febrero de 2015 (esta nave estuvo en órbita del asteroide Vesta, entre julio de 2011 y julio de 2012, y si bien obtuvo valiosos datos e impactantes imágenes, no detectó la presencia de agua). Entre otros asuntos, el estudio directo del planeta enano podría aportar nueva y preciosa información sobre toda esta acuosa (y vital) cuestión.

En la Tierra, el agua está por todas partes. Y al comenzar, nos preguntábamos de dónde salió. La ciencia nos cuenta que, muy probablemente, nuestros océanos, nuestros ríos, nuestros lagos, nuestros hielos, nuestras nubes, nuestras lluvias y nuestras nevadas tengan un origen múltiple y complejo. Aportes literalmente (y seriamente) extraterrestres. Aquí hemos explorado aquellas cosas que la ciencia ha descubierto en estos últimos años. Y mientras nos tomamos un vaso de agua, o miramos la línea del horizonte sobre el mar, podemos pensar y soñar con las que aún resta descubrir.

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