› Por Mariano Ribas
Son los primitivos embriones de futuros soles. Bolas de gas, toscas e informes, forjadas en las zonas más densas y frías de las nebulosas, las auténticas “fábricas” de estrellas del universo. Las protoestrellas son frías y muy pálidas: todavía no han alcanzado las presiones y temperaturas internas necesarias como para encenderse. Sus hornos termonucleares aún no están lo suficientemente maduros como para iniciar la fusión del hidrógeno en helio, la clave y sustento de toda estrella que se precie de tal. En consecuencia, las protoestrellas no emiten luz visible. Son demasiado frías para eso. Apenas brillan con un muy débil resplandor infrarrojo, producto del calor producido por su mera contracción gravitatoria. Y a eso hay que sumarle el hecho de que se encuentran “escondidas” tras gruesos mantos de gas y polvo. En suma: las protoestrellas son astros extremadamente difíciles de observar. A punto tal que sólo estaban al alcance de instrumentos muy específicos: telescopios infrarrojos y radiotelescopios. Y hasta por ahí nomás. Recientemente, un grupo de astrónomos, trabajando, justamente, con el mejor telescopio infrarrojo que jamás haya existido, logró sacar a la luz –infrarroja– un puñado de protoestrellas. Ni más ni menos que las más jóvenes jamás observadas. Un hito científico que bien merece ser contado. Por lo curioso, por lo trascendente y por sus implicancias.
Todas las estrellas –grandes, medianas y chicas– se forman en el interior de las nebulosas (inmensas masas de gas y polvo que pueden medir cientos o miles de años luz de diámetro). Y más específicamente, en las llamadas “nubes moleculares”, regiones especialmente frías y densas, que, como su nombre lo indica, permiten la presencia de hidrógeno molecular (H2). Las especiales condiciones de densidad y (baja) temperatura de las nubes moleculares son las que permiten y facilitan la formación y aglutinamiento de nódulos de gas y polvo que, gravedad mediante, darán lugar a futuras estrellas. Pero, lógicamente, entre esos nódulos fríos y crudos, y las fabulosas bolas de plasma súper caliente a las que llamamos “estrellas”, hay un necesario paso intermedio: las protoestrellas.
Según los modelos astrofísicos actuales, esa crucial etapa de transición es relativamente corta, al menos en términos estelares: duraría apenas unos cientos de miles de años. Esa breve ventana temporal, sumada a la dificultad observacional antes mencionada, hace de las protoestrellas un blanco astronómico extremadamente difícil. Incluso para los instrumentos más sofisticados de la actualidad: en estos últimos años, el Telescopio Espacial Spitzer (NASA) –un formidable observatorio infrarrojo que ya lleva diez años de exitoso funcionamiento– logró fotografiar algunas protoestrellas, exprimiendo al máximo su potencial. Sin embargo, se trataba de ejemplares bastante “maduros”: más calientes y más fáciles de detectar que las más jóvenes. La novedad que hoy nos ocupa proviene de una versión ampliada y mejorada del Spitzer: el Observatorio Espacial Herschel, un telescopio insignia de la Agencia Espacial Europea (ESA), lanzado al espacio en mayo de 2009 (y que lleva el nombre de uno de los astrónomos más grandes de todos los tiempos: William Herschel, descubridor de Urano, en 1781). Hace apenas unas semanas, la ESA dio por concluida la rica campaña científica del Herschel, al agotarse sus vitales reservas de helio líquido que, durante cuatro años, le permitieron mantener a sus súper sensibles instrumentos infrarrojos a la impresionante temperatura de 271ºC bajo cero (apenas dos grados por encima del “cero absoluto”). Justamente: para “mirar” en el “lejano infrarrojo” –más allá, incluso que el Spitzer– el Herschel debía estar ultrafrío. Esa extrema sensibilidad infrarroja, potenciada por la gran capacidad colectora de luz de su enorme espejo de 3,5 metros (mucho más grande que el del Spitzer), le permitió detectar la escuálida luz (infrarroja) de las protoestrellas más jóvenes jamás descubiertas.
La Gran Nebulosa de Orión (también conocida como M 42) es uno de los máximos iconos de la astronomía, tanto profesional como amateur. Situada a unos 1600 años luz del Sistema Solar, es la nebulosa más brillante de todo el cielo, a punto tal que se ve maravillosamente bien con unos simples binoculares, a unos pocos grados de las famosas Tres Marías. Pero, además, es el epicentro de una enorme región nebular conocida como “Complejo de la Nube Molecular de Orión”, que incluye muchos otros parches de gas y polvo, y notables cúmulos estelares allí forjados. En pocas palabras: es la “fábrica” de estrellas más próxima a nosotros. Y por eso mismo, la zona es un blanco recurrente para los astrónomos, incluyendo al equipo internacional del Herschel Orion Protostar Survey (HOPS), un ambicioso programa de investigación encabezado por científicos de la Universidad de Toledo (Ohio, Estados Unidos) y el Instituto Max Planck de Radioastronomía (Heidelberg, Alemania), con la colaboración de Onsala Space Observatory, en Suecia, y el mismísimo Observatorio Europeo Austral (ESO), que tiene varios de los mejores complejos astronómicos del mundo, en el norte de Chile.
Desde hace años, el HOPS viene estudiando en detalle la región de Orión con distintos instrumentos, y en distintas longitudes de onda, con el objetivo de seguir la evolución de las estrellas, desde su infancia hasta su madurez. Pero la gran novedad llegó en los últimos meses, cuando los científicos del HOPS se pusieron a examinar las finas imágenes infrarrojas tomadas con el Observatorio Espacial Herschel, y las compararon con otras tomadas del Spitzer: “En una de las imágenes del Herschel había una protoestrella, pero también había otro objeto justo a su lado”, cuenta el astrónomo Tom Megeath (Universidad de Toledo), quien encabeza el HOPS. Y agrega: “Ese segundo objeto no aparecía en las imágenes de menor longitud de onda del Spitzer”. Y lo mismo ocurrió con otros diez objetos de características similares: eran invisibles (o casi) para el Spitzer, pero perfectamente observables con el Herschel. En números concretos: mientras que los instrumentos acoplados al telescopio de la NASA tienen un rango de detección de entre 3 y 24 micrones, los del telescopio de la ESA fueron más allá, captando longitudes de onda de 55 a 670 micrones, es decir, ya en el llamado “infrarrojo lejano”. Un rango que no sólo permite ver objetos más fríos, sino también traspasar las gruesas cortinas de gas y polvo que bloquean longitudes de onda más cortas (incluyendo la luz visible, por supuesto). Así, el programa HOPS rescató a once protoestrellas del nebuloso reino de Orión. Once promesas de nuevos soles. Y cuatro de esas promesas aparecen en esta foto de la nebulosa M 78 (ver cuadrito).
Para despejar dudas, los científicos del HOPS recurrieron a imágenes de radio (de 870 micrones) tomadas con el radiotelescopio europeo APEX (por Atacama Pathfinder Experiment), en Chile. Y efectivamente, allí estaban las once protoestrellas. “El telescopio Herschel nos ha revelado las más jóvenes, frías y densas protoestrellas en Orión, algo que se les había perdido a los estudios previos”, dice la doctora Amelia Stutz (Instituto de Astronomía Max Planck), autora principal del paper recientemente publicado en el prestigioso The Astrophysical Journal. “Con estos resultados, estamos cada vez más cerca de ser testigos del momento en que una estrella comienza a formarse y, también, de conocer en detalle cuáles son los procesos y las condiciones físicas iniciales”, dice la astrónoma.
Ahora bien: ¿cómo son y, lo más importante, cuán jóvenes son las protagonistas de este notable descubrimiento? A partir de distintos análisis (incluyendo la luminosidad de estos objetos, y el conteo de estrellas vecinas), Stutz y sus colegas estiman que estas once protoestrellas descubiertas con el Observatorio Espacial Herschel, más otras siete previamente detectadas con el Spitzer (y luego absolutamente confirmadas con el telescopio de la ESA), tienen entre un quinto y el doble de la masa del Sol. Y han “calentado” –por decirlo de algún modo– a los capuchones de gas y polvo que las rodean a temperaturas de apenas 20 grados Kelvin (unos -250C). En cuanto a sus edades, Stutz estima que tendrían unos 25 mil años. Apenas un parpadeo en la vida de las estrellas (que viven miles de millones de años). Técnicamente, estos objetos crudos, en las primerísimas etapas de evolución, son clasificados como “Clase 0”. Embriones estelares. Alguna vez, hace unos 4600 millones de años, el Sol fue algo así.
El Observatorio Espacial Herschel ya no funciona. Y ha quedado a la deriva en órbita solar. Sin embargo, en sus cuatro años de operaciones nos ha dejado un legado científico extraordinario: más de 35 observaciones individuales del “universo infrarrojo”, abarcando unos 600 programas de investigación astronómica (que incluyeron desde nebulosas de la Vía Láctea, hasta observaciones de sondeo cosmológico). Y sin dudas, uno de sus hitos mayúsculos ha sido la detección de este puñado de protoestrellas, hundidas en las pesadas brumas de gas y polvo de Orión. Ya nos estamos asomando a la gestación misma de los soles. A esas primerísimas etapas que anteceden, incluso, al encendido de sus sagrados fuegos termonucleares. Es verdaderamente impresionante.
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