› Por Jorge Forno
En los albores de los años sesenta la Argentina entraba en una nueva etapa del proceso de industrialización iniciado en las décadas anteriores y el país sentía que estaba para cosas grandes. La actividad aeroespacial era uno de los objetos de deseo más preciados de la ciencia y la tecnología criolla, justo cuando el mundo se maravillaba con el viaje espacial de Yuri Gagarin y la osada promesa estadounidense de poner un hombre en la Luna antes de 1970.
Pero el contexto geopolítico internacional se empecinaba en arruinar la fiesta. La Guerra Fría se trasladaba con prisa y sin pausa al espacio exterior, por lo que la Unión Soviética y los Estados Unidos volcaban formidables esfuerzos a esa incipiente carrera militar de final incierto.
En medio de esa rara mezcla de celebración y tensión, un grupo de diplomáticos y científicos advirtió tempranamente los potenciales riesgos que derivaban de la actividad aeroespacial. En concreto, pensaban en las consecuencias indeseadas que –como modernos caballos de Troya– podrían esconder en su vuelta a la Tierra los viajeros y vehículos espaciales. Remando contra la corriente, encendían alarmas frente a una galería de contaminantes que incluían bacterias o virus desconocidos, la posible diseminación de sustancias químicas en dosis altamente tóxicas o restos de objetos de toda laya. Era necesario entonces pensar en algún sistema de monitoreo para estas cuestiones, pero los científicos se enfrentaban a una carencia de medios adecuados para tal propósito.
Para qué sirven las guerras
Mientras se sucedían reuniones diplomáticas para encauzar asuntos referidos a la Guerra Fría, entre las cuestiones bélicas se colaban otros temas de importancia. En este turbulento contexto se decidió la creación del Cospar (Committee on Space Research), un organismo que se ocupaba de las cuestiones espaciales. En reuniones sucesivas efectuadas a un lado y al otro de la Cortina de Hierro, sus miembros lograron un rápido acuerdo sobre la necesidad de controlar todo lo que volviera a la Tierra desde el espacio.
Por ejemplo, generaron protocolos para las famosas cuarentenas a las que se sometían los viajeros espaciales. También acordaron sobre la necesidad de mantener una constante vigilancia sobre la atmósfera terrestre para detectar contaminantes y mejorar las capacidades de prever los fenómenos meteorológicos vinculados con la actividad aeroespacial. Para ello, una de las apuestas más fuertes de los especialistas era la construcción de cohetes que, tal como sus parientes lejanos –los globos sonda–, pudieran cargar instrumental para medir los parámetros atmosféricos de interés. Paradójicamente, la misma actividad que generaba los riesgos estaba llamada a aportar cierto tipo de soluciones.
Así las cosas, y en sintonía con las recomendaciones del Cospar, un grupo de pioneros argentinos tomó la posta para construir un prototipo de cohete sonda experimental que sirviera para recolectar información atmosférica y que llegara hasta unos cincuenta kilómetros de altitud, en los límites más lejanos de la estratósfera. El desafío incluyó un verdadero juego de integración y aprendizaje –más o menos forzoso– entre las diferentes capacidades tecnológicas con las que por entonces contaba el país.
La actividad aeroespacial criolla era relativamente nueva y los conocimientos para encarar un desarrollo en este terreno estaban dispersos. Había que armar un rompecabezas entre investigadores, tanto de carácter civil como militar, y del ámbito público y privado, para que entre todos sumaran los recursos materiales y humanos necesarios para fabricar el cohete. El desconocimiento entre ellos, condimentado con una cierta dosis de desconfianza casi inevitable en cuestiones tan sensibles, era un obstáculo a salvar en pos de tan ambicioso proyecto.
Hacia 1963, el Centro de Investigaciones para las Fuerzas Armadas (Citefa) decidió tomar el toro por las astas y se metió de lleno en el asunto desde su Laboratorio de Armamentos, un sector de desarrollo que tenía buenos y bien ganados antecedentes. Entre 1960 y 1962 el Citefa había realizado con éxito múltiples testeos de motores en un banco de pruebas ubicado en Córdoba, que eran ideales para afrontar el desafío.
La Fábrica Militar de Villa María se encargó de proveer el propulsante. Los propulsantes son productos que se encargan de empujar un objeto –por caso un cohete– en sentido contrario de la gravedad. En aquel tiempo la única opción de fabricación nacional era el uso de una propulsión a base de pólvora bibásica, asumiendo sus ventajas y desventajas. Por un lado estos propulsantes pueden ser almacenados por períodos prolongados con un mantenimiento mínimo y, como los boy scouts, están siempre listos para el momento del lanzamiento. Como contrapartida, su uso requiere una formidable resistencia de las piezas de la cámara de combustión que deben soportar una gran presión, y en el balance final los cohetes resultan más pesados.
En Argentina había tecnología para hacer cámaras de combustión suficientemente resistentes. Una fábrica civil radicada en Campana, Dálmine, fue la primera productora de tubos de acero sin costura en América latina y aportó su granito de arena para proveer las robustas toberas requeridas por el exigente propulsante del cohete experimental.
Las aletas fueron producidas por el Taller Regional Quilmes, un organismo de la Fuerza Aérea creado en 1943 en el lugar donde antes funcionaba la empresa IMPA, que se dedicaba a la fabricación de aviones y planeadores. Como si todo este esfuerzo de integración tecnológica fuera poco, también el Arsenal Naval Buenos Aires participó del desarrollo construyendo la rampa de lanzamiento.
Para agosto de 1963, el fenomenal esfuerzo de integración había concluido y el cohete experimental estaba listo para ser lanzado. Se lo bautizó Prosón M1, nombre que según algunos testigos de la época era la sigla de “prototipo de sonda”, y tenía capacidades de monitoreo meteorológico y un sistema de seguimiento óptico que permitía controlar su trayectoria por medio de una carga adicional que liberaba un humo muy visible. Lanzado desde el Celpa 1, una base ubicada en Chamical, La Rioja, sus exitosas pruebas lo convirtieron en la estrella del naciente desarrollo aeroespacial argentino.
Pero el sueño duró poco. Ciertas cuestiones técnicas que hacían al Prosón poco versátil para llevar cargas útiles a la alta atmósfera resultaron obstáculos casi insalvables para la continuidad de esta experiencia. Los críticos decían, con algo de razón, que esta tecnología ya había sido superada en los países centrales y el desarrollo sólo quedó como un monumental ejercicio de integración y aprendizaje. Sin embargo, aquellos tozudos pioneros de hace cincuenta años demostraron que, con más entusiasmo que recursos, fue posible generar un hito tecnológico para la industria aeroespacial argentina.
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