Sáb 07.12.2013
futuro

Juicios y prejuicios

› Por Pablo Capanna

Comenzar una nota hablando de Philip K. Dick, un personaje que estaría más cómodo en los suplementos literarios, puede parecer improcedente en esta página consagrada a la ciencia. Sin embargo, no son pocos los científicos que leen a Dick y suelen ser benévolos con su ciencia surrealista. Además, el texto de que hablamos trata de psiquiatría, que es una disciplina científica, y de la utilidad del método científico para decidir si estamos locos o no, algo que podríamos llamar epistemología.

Al prolífico Dick la idea se le ocurrió para el cuento “Shell Game” (1954). Diez años más tarde, quizás apremiado por sus dificultades económicas, lo estiró hasta darle el formato de la novela Clanes de la luna Alfana (1964). Pero sólo logró complicar innecesariamente la trama y desenfocar la idea original, de manera que el cuento sigue siendo más interesante que la novela. Su título alude al clásico truco de los tres vasos, que consiste en esconder un garbanzo bajo uno de ellos y desafiar a que adivinen dónde quedó después de maniobrarlos un rato. No es un juego, sino un truco para sacarles dinero a los incautos. Es tan viejo que quizá ya lo hicieran en las calles de Babilonia.

El cuento trata de un test de cordura diseñado y ejecutado por locos. Por supuesto, se trata de locos imaginarios, psiquiátricamente inverosímiles. Todo ocurre entre los habitantes de la luna de un planeta extrasolar llamado Alfa. Los alfanos descienden de un centenar de enfermos mentales terrestres que fueron a parar allí al estrellarse la nave no tripulada que los evacuaba. Como esto había ocurrido en medio de una guerra, los dieron por perdidos, y nadie se preocupó por rescatarlos, de modo que no tuvieron más alternativa que organizarse y armar su propia sociedad.

Un siglo más tarde, los alfanos ya cuentan con toda una jerarquía social. Como cabía esperar, quienes gobiernan son los paranoicos. Los artistas, videntes y profetas se reclutan entre los esquizofrénicos. Los obsesivo-compulsivos han elegido ser burócratas y los maníacos son policías y militares. Creer que una sociedad así pueda funcionar en el mundo real es tan aventurado como creer posible esa sociedad de delincuentes que imaginó Julio Verne en La misión Barsac. Pero basta mirar al mundo real para no sentirse tan seguros.

Los paranoicos han construido todo un relato fundacional, donde ellos son seres superiores que han escapado del yugo de los mediocres, que los envidian y temen. Hace cinco años que están siendo hostigados por misteriosos enemigos terrestres, y sostienen una guerra hecha de rumores. Todos los días se informa de atentados, sabotajes y emboscadas que nunca dejan huellas. Si algo falla, es por culpa del sabotaje. Cualquiera puede ser un espía o un traidor. Hay que cuidarse del agua y de la comida porque el enemigo puede haberlos envenenado. La posibilidad de un ataque bacteriológico obliga a mantenerse alerta.

Un día, los alfanos descubren entre los restos de la nave robot que los ha traído de la Tierra una biblioteca entera de psiquiatría donde se describen todas sus patologías. Algunos comprenden cuál fue el origen de la colonia, deducen que están locos y se preguntan si no estarán alucinando las agresiones. Proponen recurrir al método científico para definir la cuestión.

Se acaba de informar que el enemigo inundó de gases tóxicos una vasta área, si bien no se registran bajas. Para saber si el gas existe o forma parte de un delirio, se propone tomar una muestra de aire del área contaminada y otra de la sala donde los líderes están reunidos. Tras dejar constancia escrita del contenido de los frascos A y B, los miembros del comité son invitados a oler las muestras y decir cuál es la tóxica. Si tanto A como B arrojan resultado negativo, habrá que pensar que el ataque es imaginario, y entonces están todos locos. Si ambas muestras dieran positivo tendrían que estar muertos, pero como no lo están, también se deduce que están locos. Si una da positivo y la otra no, puede que estén cuerdos, aunque tendrían que coincidir en la misma muestra. Si todos señalaran al mismo frasco como tóxico, se salvaría la cordura del grupo, pero nosotros sabemos que el gas no existe.

Se realiza la experiencia, pero cuatro sujetos señalan al frasco A como contaminado, mientras que los tres restantes se inclinan por el B. Más aún, algunos afirman que no sólo han percibido olor a gas sino diferencias en el color y el brillo. Puesto que todos esperaban encontrar olor a gas, ninguno es capaz de ver que ambas muestras eran inocuas.

A partir de ese momento, estalla la paranoia. Los partidarios de A piensan que han sido traicionados por los de B, y éstos creen que los de A fraguaron las muestras para favorecer al enemigo. Uno que no soporta la tensión desenfunda su arma y ahí comienzan los verdaderos tiroteos. Lo único que logró probar la experiencia es que ninguno estaba en condiciones de ser objetivo, puesto que cada cual olía lo que estaba dispuesto a oler.

Dick, que había sufrido un misterioso atentado y hasta admitía que podía haberlo imaginado, tenía sus dificultades con el mundo real, de modo que se proponía demostrar la imposibilidad de distinguir con certeza entre realidad e ilusión. El y su cómplice, el lector, sabían que no existía ningún gas tóxico, que no había enemigos, y que los habitantes de la luna alfana estaban locos. El método científico, las pruebas empíricas y el juicio de pares no servían cuando nadie era capaz de dudar.

¿Qué pasa cuando todos comparten una teoría errónea y se niegan a reconocer que hay otras posibilidades? Sin llegar a cometer fraude, un investigador profundamente comprometido con su hipótesis puede volcar a su favor los resultados de una experiencia que parece refutarla. Sólo se volverá confiable cuando muchos de sus pares coinciden no tanto con él como con sus resultados. El sistema funciona como la democracia, donde siempre hay que revalidar los votos, porque los electores pueden estar viendo las cosas de manera distinta.

Los epistemólogos saben que la observación nunca es ingenua, al punto que se la puede considerar cargada de teoría, pero una teoría es científica cuando puede ser contrastada con los hechos y hay voluntad de aceptar los resultados. Pero, ¿qué pasa cuando los hechos son vistos desde marcos teóricos opuestos?

Sombras al mediodía

Un buen ejemplo de cómo dos observadores con distintos supuestos teóricos pueden ver los mismos hechos e interpretarlos de manera distinta sería comparar la experiencia de Eratóstenes con la de un clérigo medieval llamado Arculfo. Sabemos que la historia le dio la razón al primero, pero antes que burlarnos del segundo podríamos preguntarnos por qué se equivocó.

Trabajando en la biblioteca de Alejandría, Eratóstenes encontró un papiro donde se decía que en Asuán, el lugar donde hoy está la represa, a mediodía del 21 de junio, el solsticio de verano, el sol llegaba hasta el fondo de los pozos y los obeliscos no daban sombra. Eratóstenes observó qué ocurría en Alejandría el mismo día, a la misma hora. Midió la sombra y dedujo que si la Tierra era esférica y Asuán estaba en el trópico, el arco que unía las dos ciudades era 1/50 de la circunferencia de la Tierra. A su impecable razonamiento sólo le faltaba medir la distancia entre ambas ciudades y multiplicarla por 50. No nos consta cómo hizo la medición, ya fuera, como dicen, haciendo marchar un pelotón de soldados, o bien usando el odómetro que había inventado su colega Herón, pero su medición del meridiano terrestre es asombrosamente cercana a la que hoy podemos obtener contando con los satélites.

Geógrafos y peregrinos

Esto ocurría en el siglo III a.C., la época de mayor esplendor de la ciencia griega. Unos mil años después, las cosas habían cambiado bastante. A dos siglos de la caída del Imperio Romano, que tampoco se había interesado mucho por la ciencia, la cultura científica de los reinos “bárbaros” era casi nula. Las comunicaciones eran malas y bastante más peligrosas, de modo que, por falta de viajeros y cartógrafos, la geografía se hacía fabulosa. Cuando Adamnan de Iona, uno de esos abades irlandeses que hacían todo lo posible por rescatar los conocimientos antiguos, escribió De los Lugares Sagrados, una guía para los peregrinos que se atrevían a viajar a Palestina, contó con un único informante, un obispo galo llamado Arculfo, que había viajado a Jerusalén en el año 670.

El bueno de Arculfo, bastante confiable a la hora de describir los templos y lugares bíblicos, decía que había visto en Jerusalén una columna conmemorativa que en el mediodía del solsticio de verano no arrojaba sombra alguna. Como ya nadie se acordaba de Eratóstenes, del meridiano y ni siquiera de la esfericidad de la Tierra, Arculfo concluía que con eso se probaba que Jerusalén era el centro del mundo. Era precisamente lo que él había estado esperando encontrar desde que emprendiera su viaje.

La historia no prueba que el galo fuera más tonto que el griego. Simplemente muestra que tenía un marco teórico tan precario que en él ya no cabían las mediciones. Faltaban unos quinientos años para que comenzara a remontarse el retroceso de las ciencias, cuando se fundaron las universidades.

Esta historia de disonancia cognitiva la descubrí en un libro tan útil como ameno sobre la argumentación. El autor es un profesor de lógica, que decía haberla tomado del libro de dos historiadores franceses. No pienso botonear a nadie mencionándolos por su nombre, pero debo decir que un debido chequeo de las fuentes me deparó algunas sorpresas.

El profesor mencionaba a un obispo llamado Franco Arnulfo, tan tonto que no se dio cuenta de que el obelisco no daba sombra porque era mediodía. En realidad no se llamaba Franco, sino que era franco (hoy diríamos francés), y tampoco era Arnulfo sino Arculfo. Probablemente los autores confundieran a Arculfo con San Arnulfo de Metz, que debe su popularidad al hecho de ser el patrono de la cerveza. Arnulfo era un obispo merovingio que nunca fue muy lejos, y menos aún pudo viajar en el año 670, porque llevaba veinte años en el cementerio.

Tampoco es cuestión de que Arculfo, un personaje mucho menos brillante que Eratóstenes, no supiera distinguir el mediodía de la medianoche. El pobre había nacido en una época en que muy pocos se acordaban de que la Tierra es esférica, y para alentar a los peregrinos era muy importante que Jerusalén fuera el centro del mundo.

Por más pintorescas que sean estas anécdotas, a veces están bastante distorsionadas. Para corroborarlas hay que tomarse algún trabajo. Por suerte, desde que existe Internet no hace falta gestionar una beca, pedir el año sabático o tomarse el avión. En la red está casi todo, hasta la crónica de Arculfo. Eso sí, los prejuicios los ponemos nosotros.

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