› Por Martín Cagliani
En el desierto del Kalahari, sur de Africa, viven los bosquimanos, también llamados “san” o “!kung”, un pueblo de cazadores y recolectores, y uno de los pocos que sobreviven en un planeta en el que la agricultura está tan enquistada que resulta difícil imaginar otro modo de subsistencia más eficiente. El mito dice que la agricultura dejó mucho tiempo libre a la humanidad, como para cultivar las artes, por ejemplo.
Lo cierto es que un agricultor pasa gran parte de su día trabajando, mientras que un bosquimano del Kalahari apenas dedica entre 12 y 19 horas a la semana a la búsqueda de comida. Cuando le preguntaron a un bosquimano por qué no habían emulado a los pueblos vecinos adoptando la agricultura, dijo: “¿Por qué deberíamos, cuando hay tantas nueces de mongongo en el mundo?”.
Tradicionalmente, los filósofos han visto la vida del cazador-recolector como un estadio primitivo, una vida desagradable, bruta y corta. Una lucha diaria por evitar el hambre, ya que no existía el almacenamiento. Algo de lo que la humanidad escapó hace unos 13 mil años, cuando diferentes grupos alrededor del mundo comenzaron a domesticar plantas y animales.
Pero la antropología y la arqueología nos han mostrado que esta visión ha quedado obsoleta. Su vida no era ni desagradable, ni bruta, ni corta. E incluso antes de la agricultura existió el arte, como por ejemplo las magníficas pinturas rupestres, como las de Altamira, España, o Lascaux, Francia.
La genómica ha terminado de tirar abajo la idílica adopción de la agricultura, ya que logró demostrar que los primeros agricultores vivían menos y eran más propensos a las enfermedades que los cazadores recolectores anteriores y posteriores. También se ha ido descubriendo que muchas de las enfermedades infeccionas humanas son “nuevas”, y aparecieron luego de la adopción de la agricultura, es decir, en los últimos 13 mil años de los casi dos millones de años que tiene el género humano.
La domesticación de las plantas y de los animales es uno de los desarrollos humanos más importantes de los últimos 13 mil años. Principalmente, porque cambió totalmente la historia de la humanidad. Pensemos que el género humano apareció hace unos dos millones de años, y nuestra especie, Homo sapiens, evolucionó en Africa hace unos 200 mil años. Durante todo ese tiempo los humanos fueron principalmente recolectores, y su gran avance había sido mejorar las herramientas para la caza.
La agricultura comenzó a aparecer en ciertas partes del mundo hace unos 13 mil años, en algunas antes que otras; en algunas primero se domesticaron las plantas, en otras los animales. Pero ciertamente la adopción de la agricultura modificó la faz de la Tierra y la demografía humana, ya que aquellos que la adoptaron luego comenzaron a expandirse y, como resultado, casi el 88 por ciento de la humanidad habla algunos de los idiomas pertenecientes a alguna de las siete familias lingüísticas originadas en una pequeña región del mundo. Aquella donde se ubicaron los primeros casos de domesticación, como el Creciente Fértil de Medio Oriente, o algunas partes de China.
Uno de los más reconocidos demoledores de la visión idílica de la agricultura es Jared Diamond, quien en 1997 lanzó el primer golpe con un libro titulado Guns, Germs, and Steel: the Fates of Human Societies (Armas, gérmenes y acero: los destinos de las sociedades humanas); y con un artículo de 1999 de título provocador: “El peor error en la historia de raza humana”.
La pregunta “por qué adoptar la agricultura”, dice Diamond, parece tonta. Por supuesto que es mejor cultivar y criar animales, que andar buscando raíces y persiguiendo animales por prados y bosques para cazarlos. Pero esa perspectiva tiene una falla, dice Diamond. La falla típica de quien quiere comprender el pasado analizándolo desde el presente y no ubicándose en el período en cuestión.
La producción de alimentos no apareció como una decisión consciente, ya que los primeros agricultores no tenían modelos a los cuales querer imitar, por lo que no sabían que existía una meta como la domesticación y no podrían haber adivinado nunca las consecuencias que traería su implementación. Pero realmente, si hubieran podido ver el futuro, nunca habrían tomado la decisión, ya que la agricultura aportó más alimentos, sí, pero también más trabajo, una alimentación menos nutritiva, más enfermedades, e incluso un empeoramiento del sistema inmunológico, por cambios en el llamado microbioma.
Incluso en la Biblia (Génesis 3:17-19), uno de los libros más antiguos que sobreviven, se ve a la agricultura como una de las peores imposiciones, un castigo de Dios en persona. En el Ramayana, una de las grandes épicas hindúes, también la agricultura es una maldición.
En un artículo reciente, publicado por Kristin Harper y George Armelagos en el American Journal of Physical Anthropology, se reseña todo lo que se conoce hasta la fecha sobre los cambios en las enfermedades infecciosas que sobrevinieron tras la adopción de la agricultura. Tanto las evidencias genéticas como fósiles y óseas indican que la domesticación de las plantas y de los animales fue acompañada con un incremento en este tipo de enfermedades.
Según los autores, esto habría sucedido principalmente por el aumento de población en los grupos humanos. A lo largo del paleolítico, que empezó hace poco más de dos millones de años, los humanos mantuvieron una población estable, baja y dispersa. Eran grupos de no más de cien personas. Mientras que los pueblos agricultores fueron aumentando en tamaño, y a la vez se fueron hacinando en villas y ciudades.
Los centros de población densos facilitaron la expansión de enfermedades típicas de los grandes grupos. Enfermedades que necesitaban un aporte continuo de nuevos individuos susceptibles para infectar, porque si no la cadena de transmisión se rompía y el virus desaparecía. El sarampión, por ejemplo, necesita de al menos una población de 300 mil personas para mantenerse.
Otra de las razones del aumento de enfermedades infecciosas es que la agricultura puso a los humanos en contacto habitual y cercano con los animales que domesticaron. Se ha descubierto que la viruela y el sarampión tienen su origen en el ganado. Al menos 184 enfermedades han sido identificadas como de origen animal, y son muchos los investigadores que creen que casi todas las grandes enfermedades infecciosas humanas son un subproducto de la domesticación. La mayoría de nuestros animales domesticados vivían en manadas y allí se originaron muchas de las enfermedades que tuvieron un nuevo anfitrión en las muchedumbres que posibilitó la agricultura.
Paleoantropólogos y arqueólogos han descubierto evidencias de sobra de que la salud humana empeoró luego de la adopción de la agricultura. En los restos óseos se ven deficiencias nutricionales, que no se observan en períodos anteriores, o en grupos cazadores recolectores de cualquier época. Otro detalle es que se ve una disminución en la expectativa de vida.
Una de las razones, según las evidencias reseñadas por Harper y Armelagos, es que abandonamos el tipo de alimentación para la cual nuestro cuerpo había evolucionado durante dos millones de años. Durante todo ese período, la humanidad se valió de 3000 especies diferentes de plantas como alimento, aparte de una carne variada. De estas, sólo 150 se han convertido en productos mundiales. Para finales del siglo pasado, apenas 20 especies eran la fuente de la mayor parte de los alimentos humanos, con el arroz, el trigo y el maíz aportando el 69 por ciento de las calorías y el 56 por ciento de las proteínas.
Las comunidades de agricultores que dependían de unos pocos alimentos enfrentaron problemas nutricionales, que los predispusieron a las enfermedades infecciosas. Esto, sumado al aumento de la población, al hacinamiento de las ciudades y a la proximidad de los animales domésticos, ayuda a explicar el declive en la salud asociado a la adopción de la agricultura.
Los patógenos humanos suelen agruparse en dos categorías, los heredados de nuestros ancestros antropoides y los adquiridos recientemente. Estos últimos fueron casi todos transmitidos de animales a humanos. Puede ocurrir de muchas formas, como por ejemplo la picadura de un insecto, la mordedura de un animal o tras ingerir la carne de estos animales.
El resultado puede ser que la cadena de transmisión del patógeno se corte, ya que los humanos podrían no ofrecer una población lo suficientemente grande como para que prospere. O, por el contrario, que los grupos humanos sean muy parecidos al anfitrión original, amplios, y le permitan propagarse. En estos casos, esos patógenos se adaptaron especialmente al Homo sapiens, convirtiéndose en las enfermedades infecciosas más importantes de la humanidad.
Nuestro cuerpo no sólo ha ligado patógenos en el traspaso a la agricultura, sino que el contacto con animales también ha aportado microbios no dañinos o incluso beneficiosos. Ha modificado el llamado microbioma, que vendría a ser un ecosistema en miniatura con millones de millones de seres vivos que viven en nuestro cuerpo. Para que se hagan una idea, por cada célula humana, en nuestro cuerpo viven cien células de otros microorganismos. Si tenemos cien billones de células, imaginen.
Estos microbiomas son como un ecosistema, en el que pueden desencadenarse extinciones masivas por culpa de un desajuste. Cuando el balance se mantiene, nuestro microbioma puede mantener alejadas las enfermedades, pero una vez dañado se vuelve susceptible a que alguno de esos microorganismos prolifere, y tal vez genere una enfermedad.
Todos los seres vivos tienen su microbioma, e incluso los suelos cuentan con uno. Hoy en día se los está estudiando mediante secuenciación masiva de ADN. Aquí en la Argentina existen dos proyectos, el Pampa Dataset, para estudiar los suelos, lo que podría llegar a generar una revolución verde una vez que se pueda manejar el microbioma de la agricultura; y el Proyecto Microbioma Humano Argentino, primera base de datos de población local, que podría aportar una ayuda enorme al cuidado de la salud.
Estos millones de millones de microorganismos viven en toda la superficie de nuestro cuerpo, y también en la boca y en el sistema digestivo. Este medioambiente humano es ideal para los llamados microbios comensales (los que no nos hacen nada) y para los mutualistas (aquellos que nos hacen algún favor a cambio).
MICROBIOMAS, EXCREMENTOS Y HOMBRES DE HIELO
La llegada de la agricultura, hace 13 mil años, generó una revolución en nuestro microbioma. La alimentación cambió, entramos en contacto con animales domesticados y la población creció, lo que generó un aumento de las interacciones sociales.
La reducción en la variedad de alimentos habría generado una pérdida de diversidad en nuestro microbioma. Así como en la naturaleza macro la diversidad es signo de buena salud en un ecosistema, también lo es en nuestro cuerpo.
El contacto con animales domesticados, está comprobado por diferentes estudios, ocasiona cambios en nuestro microbioma. Por ejemplo, las personas que conviven con perros tienen una diversidad mayor en la microflora de la piel. Y lo siento por los amantes de los gatos, pero con ellos no tenemos ningún beneficio microbial.
Algunos investigadores han examinado lo que se conoce como coprolitos, que son excrementos fosilizados. En ellos puede estudiarse el microbioma de poblaciones humanas de hace miles de años. Uno de los más famosos estudios es el de Otzi, el hombre de hielo descubierto en los Alpes, congelado casi intacto hace cinco mil años (ver Futuro 18/8/2012). La composición de su microbioma es muy parecida a la de niños de poblaciones cazadoras recolectoras africanas de la época moderna. Lo mismo ha ocurrido con otros coprolitos descubiertos en diversas partes del mundo.
Los ecosistemas de la boca y de los intestinos están ligados a los alimentos que consumimos. Por ejemplo, en poblaciones japonesas pueden encontrarse unas bacterias que ayudan a digerir las algas que ellos suelen consumir, que está ausente en poblaciones occidentales. La vida moderna tiene el potencial de reducir de forma significativa la diversidad de nuestro microbioma. Incluso los antibióticos son asesinos en masa de microfloras: para matar a un patógeno desbocado del microbioma, asesinan a toda la población microbiana, casi del mismo modo que esos misiles “inteligentes” del ejército estadounidense.
La pérdida de algunos microorganismos, a lo largo de estos 13 mil años, podría significar la desaparición de viejos amigos microscópicos que nos ayudaban de diversas maneras, por ejemplo regulando nuestro sistema inmunológico.
Desde que se inició, allá por 1990, el Proyecto Genoma Humano, que buscaba lograr la secuenciación completa de nuestra especie, se ha avanzado bastante. Hoy, por ejemplo, existen máquinas que secuencian un genoma completo en 24 horas, cuando el primero tardó 10 años. La reducción en tiempos y costos ha posibilitado el estudio del genoma de casi todo lo que nos rodea, incluso de las plantas que cultivamos, los animales que criamos, y las enfermedades que nos aquejan.
De este modo, se ha podido conocer, por ejemplo, que la malaria es una enfermedad que se estableció entre las poblaciones humanas sólo después de que se volvieron agricultores. Gracias a la genómica se ha podido comprobar que los efectos de la adopción de la agricultura sobre nuestro ecosistema microbiano son más complejos de lo que se había imaginado.
Tradicionalmente, se ha estudiado a los patógenos, pero ahora se ha ampliado al llamado microbioma, que consiste en todos los microorganismos que habitan en nuestro cuerpo. Se ha comprobado que bacterias que viven en nuestros intestinos pueden generar cambios en otras partes del cuerpo que nada tienen que ver con la digestión, como aumentos de estrés, o cambios de comportamiento.
Si bien el estudio de los microbiomas recién está comenzando, poder conocer el pasado evolutivo, los cambios a lo largo de miles de años y la forma en que un mínimo desbalance puede afectar diversas funciones del organismo, incluido el sistema inmune, promete modificar sustantivamente la forma en que se hace medicinaF
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