Sáb 01.03.2014
futuro

Macrobióticos e inmortales

› Por Pablo Capanna

En enero de 1996 el Metropolitan Opera House de Nueva York estrenaba la ópera de Leo Janacek El caso Makropulos cuando en plena función el tenor sufrió un infarto y se mató al caer de una escalera. Paradójicamente, el tema de la ópera era la inmortalidad y la meditación sobre sus desventajas.

El libro en que se había basado el compositor checo era de su compatriota Karel Capek, el mismo que en otro de sus dramas había creado una palabra “robot”, de la cual hoy no podríamos prescindir. La trama giraba en torno de un interminable juicio sucesorio y del tedio que amenazaría a una persona después de vivir más de trescientos años. En la ficción de Capek, el emperador Rodolfo II (el mismo a cuyas órdenes trabajaba Kepler) había encargado al alquimista Makropulos que le destilara un elixir de larga vida. Pero como desconfiaba de todos, tal como suelen hacer los poderosos, le había ordenado que lo probara con su propia hija. De este modo Elina Makropulos había pasado a ser inmortal y a lo largo de los siglos se había visto obligada a cambiar repetidamente de nombre e identidad para no despertar sospechas entre aquellos que no la veían envejecer. Ahora era una célebre cantante de ópera y se la conocía con el nombre de Emilia Marty. Ahora, al parecer, la diva estaba comenzando a avejentarse y vivía rodeada de abogados, empeñados en un larguísimo pleito. De hecho, no sólo aspiraba a heredar la fortuna de uno de sus amantes. Lo que más le interesaba era recuperar la fórmula de la inmortalidad, que estaba entre los papeles en disputa.

Pero al cabo de todas las peripecias judiciales la diva se da cuenta de que ya no le importa seguir viviendo; después de haberlo probado todo, la vida se ha vuelto tediosa para ella. Elina/Emilia obtiene así la receta, pero en el momento culminante de la obra decide entregársela a Kristina, la hija del abogado Vítek. Como esta última tampoco aspira a ser eterna, termina por arrojar el pergamino a las llamas.

La inmortalidad

El sueño de la inmortalidad física es tan antiguo como el hombre. La vida siempre nos ha parecido corta, especialmente después de que entramos en su segunda mitad. Pero aunque el deseo de alargarla sea inmemorial, sólo en el último siglo se ha registrado un crecimiento casi exponencial de nuestras expectativas de vida.

Se estima que un bebé del Paleolítico apenas podía aspirar a vivir unos veinte años como promedio, y sólo si lograba pasar por el filtro de la mortalidad infantil. Hacia el siglo de Augusto, la expectativa había llegado a 25, y se estiró a 30 años para el siglo XIII. Las pestes y hambrunas del s. XIV vinieron a retrasar las cosas, de modo que al llegar el Renacimiento apenas podíamos aspirar a vivir unos tres años más.

Para los tiempos de Newton, el promedio de vida todavía era de 40 años, y recién llegaría a 47 en la época del primer centenario argentino. A partir de ahí, la curva se disparó y para el 2000 había llegado a 76. En un solo siglo, había crecido más del sesenta por ciento, y actualmente en los países con mejor nivel de vida ya ha superado los 80. Nuestras vidas se fueron alargando unos dos años por cada década que vivíamos (o cinco horas por día, si se prefiere), de modo que cabe esperar que nuestros descendientes cercanos conservarán ese ritmo.

Los antiguos le atribuían a Hipócrates una fórmula que expresaba la queja de muchos: la vida era demasiado breve para todo lo que había que aprender. Pero fueron los herederos de Hipócrates quienes lograron alargarnos la vida a todos, incluyendo a ellos. De este modo, el círculo se cierra: el alargamiento de la vida hizo que cada vez hubiera más científicos en actividad y que tuvieran una vida útil más larga, con lo cual tenían tiempo de desarrollar los medios para seguir alargándola. Es cierto que no todas las tecnologías han contribuido a elevar nuestra esperanza de vida, y que algunas incluso han introducido nuevas causas de mortalidad, como los accidentes de tránsito, la contaminación o las drogas. Pero el saldo es positivo, al punto que en el curso del siglo XX apareció un nuevo problema: un envejecimiento generalizado de la población, que en el largo plazo promete un mundo con menos niños y escasas oportunidades para los jóvenes.

Todos coinciden en que los factores que determinaron estos cambios radicales fueron la alimentación, la medicina científica, la higiene, la vacunación y las campañas sanitarias. Pero todos los adelantos científicos y tecnológicos no alcanzan a explicar algunos notables casos de longevidad que se dieron en épocas en que no existían las condiciones sanitarias actuales, la patología estaba llena de misterios y sólo los monjes se sometían a regímenes de vida saludable.

Platón, por ejemplo, vivió hasta los 82, lo cual hace 2500 años no dejaba de ser una edad respetable. Laurence Chaderton, uno de los eruditos que el rey Jaime puso a traducir la Biblia al inglés, vivió en el siglo XVII hasta los 103, sin saber de antibióticos ni cardiocirugías, y se cuenta que a los cien todavía no usaba anteojos.

Para el siglo de las Luces, Bernard de Fontenelle, que fue el eterno secretario de la Academia de Ciencias francesa, también logró superar los cien sin dificultades.

Decir que todo eso depende de una genética afortunada, como suele acotarse para salir del paso, puede ser tan poco satisfactorio como atribuírselo al destino.

De todos modos, para quien ha conocido tiempos en que los cumpleaños de cien velitas eran una rareza y los ha visto convertirse casi en una rutina para la televisión, la mayor expresión de deseo quizá ya no sea tanto gozar de una vida prolongada sino poder conservar hasta el fin una mínima calidad de vida.

Hay organismos muy simples que pueden considerarse inmortales, porque sus células están constantemente reproduciéndose, pero es probable que a la mayoría de nosotros no nos importe tanto la mera perduración sino la posibilidad de conservar la identidad, algo que en esos casos no ocurre. Definir en qué consisten la identidad y la calidad de vida es materia opinable, pero el modelo del héroe joven que se autodestruye, que se viene promoviendo desde el romanticismo hasta el rock, es una sospechosa apología del suicidio que esconde otros intereses.

Vida larga o buena vida

Los griegos, que ya habían pensado en todo, narraban el mito de Titono. Era un mortal que, gracias a los contactos de su hermano Ganimedes, solía frecuentar el ambiente olímpico, y en una fiesta de néctar y ambrosía conoció a la diosa Eos. La Aurora se enamoró de él y le pidió a Zeus que lo hiciera inmortal para seguir disfrutando de su compañía. Zeus accedió al pedido y le dio la inmortalidad a Titono, pero omitió ponerlo a salvo del envejecimiento. El pobre Titono, sin contar siquiera con el consuelo del sildenafil, se fue encogiendo y arrugando cada vez más, hasta que la diosa tuvo que encerrarlo en una jaulita para no correr el riesgo de pisarlo.

Se diría que las causas del envejecimiento y la muerte están en las propias condiciones físicas de nuestra vida, como la gravedad y el metabolismo.

Nuestros organismos tienen un diseño adecuado para la gravedad de la Tierra, pero la acción de la gravedad hace que nuestros tejidos se arruguen y que nuestro corazón tenga que esforzarse más. Quizá viviendo en la Luna o en una estación espacial Lagrange, tendríamos menos infartos, pero posiblemente nos costaría aprender a no llevarnos todo por delante y a no rebotar contra el techo.

El oxígeno, que es esencial para la vida como la concebimos en este planeta y nos aporta la energía que necesitamos para movernos, es el mismo elemento que con sus radicales libres va destruyendo la vida de nuestras células.

Uno de los primeros que se interesaron por las causas del envejecimiento fue Francis Bacon, el padre del empirismo. Bacon llegó a la edad en que hoy nos jubilamos (bastante avanzada para su tiempo) y, fiel a su metodología, recopiló todos los datos que había encontrado sobre el tema en su Historia de la Vida y la Muerte (1623). En su tiempo, “historia” significaba algo así como “investigación”. Del fárrago de citas clásicas, creencias populares y dudosas recetas que acopió Bacon en torno del tema se puede rescatar una idea. Bacon observaba que durante toda la vida el organismo está en proceso de reparación y construcción constante, de manera que podría ser eterno si no fuera porque el sistema de mantenimiento era imperfecto. Con el tiempo las partes dañadas se acumulaban y dificultaban la vida de las sanas. Hoy hablaríamos de anabolismo y de catabolismo.

La teoría hoy más aceptada por los gerontólogos es la del estrés oxidativo, que formuló Harman en 1956 y se consolidó hace casi tres décadas. La teoría atribuye el envejecimiento a los radicales libres, las moléculas de oxígeno desprovistas de un electrón que terminan por dañar a las mitocondrias y el mismo ADN, causando procesos degenerativos. Este y otros factores producen en las células una acumulación de desechos que los lisosomas no alcanzan a destruir y que lentamente van afectando la restauración de los tejidos.

Esto es casi lo que había dicho Bacon, pero hoy tiene su paladín en el científico británico Aubrey de Grey, quien, apelando a la ingeniería, asegura estar cerca de resolver el problema. De Grey, que tenía formación informática antes de asociarse con una esposa bióloga, explica que si lográramos limpiar de los tejidos todos los desechos que se van acumulando, podríamos reducir la inmortalidad a una cuestión de mantenimiento. Sus Estrategias para la Ingeniería de un envejecimiento insignificante (2002) han sido la bandera que enarbolaron las distintas fundaciones que ha presidido, siempre bajo la sigla SENS. De Grey las promueve con un persuasivo documental, en cuyo trailer aparece él mismo remando en la barca de Caronte, con un look que oscila entre Gandalf y Rasputín. Muy cuestionado en el seno de la comunidad científica (son muchos los que creen que la inmortalidad es un sinsentido biológico), De Grey está bastante cerca de los ideólogos transhumanistas.

De hecho, muy pocos de los escritores que incursionaron en un campo como éste –que cualquiera diría ideal para la ciencia ficción– fueron capaces de verle grandes ventajas a la inmortalidad, y se inclinaron a pensarla como un problema o una amenaza. Las leyendas, como la del judío y del holandés errante, solían presentarla como una maldición más que como un premio.

G. B. Shaw imaginó una inmortalidad un tanto ambigua en Vuelta a Matusalén (1921) y Aldous Huxley fue muy sarcástico con él en Viejo muere el cisne (1939). Tolkien vio en la mortalidad algo que paradójicamente hacía más atractiva la vida humana. Entre los escritores de la ciencia ficción clásica, Wilson Tucker (Los amos del tiempo, 1953) y Clifford Simak (Estación de tránsito, 1963) pintaron una inmortalidad tediosa. Cordwainer Smith imaginó que la restauración del riesgo y la mortalidad podían ser una revolución en un mundo donde todos tuvieran garantizados 400 años de vida.

Si todos fueran inmortales, el mundo no alcanzaría a contenerlos, pero antes de eso la especie dejaría de reproducirse, con lo cual desaparecerían el cambio y la creatividad. Si la inmortalidad hubiera sido posible, gente como Hitler y Stalin aún estaría gobernando, pero quizá no estaríamos nosotros. Quizá sea mejor admitir que “todo pasa”, como dice el anillo de un conocido personaje que siempre se empeñó en ser inmortal.

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