Sáb 26.07.2014
futuro

Nacida de un impacto

› Por Mariano Ribas

¿De dónde salió la Luna? Puede resultar curioso, pero tradicionalmente, ésta ha sido una de las preguntas más “incómodas” de la astronomía. Estando tan cerca, y habiendo sido estudiada a simple vista durante milenios, con telescopios durante siglos, y con naves espaciales y astronautas durante las últimas décadas, podríamos pensar que nuestro satélite ya nos ha entregado todos sus secretos (dicho sea de paso, hace una semana, en estas mismas páginas, celebramos el 45º aniversario de la gesta del Apolo 11). Es cierto: sabemos muchísimas cosas sobre la Luna. Sabemos, por ejemplo, que esas manchas grises que podemos ver a ojo desnudo; esos incontables cráteres, valles, fisuras y desgastadas cadenas montañosas que nos muestran los telescopios son las huellas de una infancia por demás violenta y traumática. Sabemos que en sus primeros cientos de millones de años nuestro gran satélite sufrió impiadosos bombardeos de asteroides, cometas (y también, escombros de poca monta) y catastróficos y masivos desbordes e inundaciones de roca fundida, que brotaban desde sus ardientes entrañas. Con inteligencia, astucia y paciencia, la astronomía y la geología lograron reconstruir las primeras épocas de la Luna.

Sin embargo, su nacimiento nunca estuvo del todo claro. Desde fines del siglo XIX, con mayor o menor suerte, distintas teorías han intentado explicarlo. Actualmente, la explicación más aceptada es sumamente espectacular. Pero a la vez altamente confiable, dado que hace encajar razonablemente bien una serie de datos y observaciones. A propósito: hace apenas unas semanas se conocieron los resultados de un nuevo estudio que, a todas luces, la fortalecen. Estamos hablando de la “teoría del impacto gigante”. Primero vamos a echarle una mirada a sus antecesoras. Y luego, sí, exploraremos el origen, los detalles, y lo más nuevo de este sensacional escenario que nos plantea la ciencia de nuestros días. Con nuestra vieja y querida Luna como principal (aunque no única) protagonista, claro está...

DARWIN (HIJO) Y LA TEORIA DE LA FISION

Imagen artística del impacto de Theia contra la Tierra primitiva.

Hacia fines del siglo XIX surgieron dos teorías formales (y medianamente sólidas) sobre el origen de la Luna. Vamos a la primera de ellas. En aquellos tiempos, los científicos ya sabían que nuestro satélite era un tanto “raro”. En primer lugar, por su gran tamaño: la Luna tiene un 28 por ciento del diámetro de la Tierra. Una relación mucho mayor que la de cualquier otro satélite con respecto a su planeta. De hecho, con sus 3476 kilómetros de diámetro, es la quinta luna más grande de todo el Sistema Solar. En segundo lugar, por su relativa “liviandad”: los cálculos de su densidad –basados en su tamaño y masa, inferida a partir de su tirón gravitatorio– indicaban que era mucho más “liviana” que la Tierra. En números precisos y bien actuales: la densidad media de la Luna es de 3,3 g/cm3, mientras que la terrestre es de 5,5 g/cm3. Esa diferencia notable habla a las claras de una notable diferencia en la composición de ambos. Por último, y basándose en diferentes mediciones del pasado (fundamentalmente, eclipses de Sol y de Luna), los astrónomos también sabían que nuestro planeta rotaba cada vez más lento con el correr de los siglos y milenios (fundamentalmente, por las mareas y el juego gravitatorio con la Luna). Y que, en consecuencia, para conservar el “momento angular” del sistema Tierra-Luna (un parámetro que se mantiene constante, y que se basa en masas, distancias y velocidades de giro), nuestro satélite debería estar alejándose lentamente (cosa que, efectivamente, es así).

Y bien, considerando fundamentalmente este último punto, en 1879, el matemático y astrónomo británico George H. Darwin (hijo de Charles, el gran naturalista que nos legó la extraordinaria Teoría de la Evolución de las Especies) se puso a hacer cuentas y estimaciones. Y luego planteó su punto de vista con respecto al origen de la Luna: según Darwin hijo, hace unos 50 millones de años la Tierra rotaba una vez cada 5 horas, y la Luna estaba a una distancia de sólo 10.000 kilómetros (en lugar de los 400.000 km. actuales). Y llevando el tiempo más atrás, esos valores se hacían aún menores. Más allá de lo erróneo de estos cálculos, lo verdaderamente interesante eran sus implicancias. Y la conclusión principal del modelo: la Luna había nacido como un desprendimiento de la joven Tierra, aún muy caliente y viscosa. Como nuestro planeta recién nacido giraba a toda velocidad, razonaba el científico, la fuerza centrífuga lo habría abultado desmesuradamente en el ecuador. Hasta que, tironeado también por la gravedad solar, parte de ese material protuberante se desgarró, se separó y se enfrió en el espacio cercano, formando un cuerpo independiente.

En principio, esta curiosa “teoría de la fisión” (o “hipótesis de la hija”, como también se la conoció), resultó científicamente bienvenida. Es más, algunos de sus partidarios hasta creyeron encontrar el enorme y antiquísimo “foso” resultante –y casi “evidencia”– del fabuloso desprendimiento: la gran cuenca del Pacífico. No es así, por supuesto. Pero la gran virtud de esta teoría era que, de manera coherente, y hasta elegante, justificaba la baja densidad de la Luna: en este escenario, su materia prima provendría, fundamentalmente, del manto externo de la Tierra, que es más rocoso y menos denso que su núcleo metálico.

EL MODELO DE LA “CO-ACRECION”

A comienzos del siglo XX, el modelo de George H. Darwin comenzó a hacer agua por todas partes. Diferentes cálculos mostraban que, para justificar físicamente el supuesto desgarro sufrido por la Tierra primitiva, habrían sido necesarias velocidades de rotación absolutamente inconcebibles. Pero además, la geología dio un golpe demoledor: las dataciones de diferentes rocas terrestres revelaron que nuestro planeta no tenía 50 o 100 millones de años, sino miles de millones de años. Por lo tanto, hasta las más osadas y remotas estimaciones del eventual momento de la fisión quedaban demasiado cerca en el tiempo (cuando la Tierra hacía rato que ya debería haberse enfriado y solidificado completamente).

Ante estas serias falencias, cobró más fuerza la otra teoría (que mencionábamos anteriormente), originalmente planteada por el astrónomo francés Edouard Roche en 1873, y retomada, una y otra vez, en las décadas siguientes. Quizá la Luna no era “hija” de la Tierra sino su “hermana”: a esta idea se la conoció formalmente como “teoría de la co-acreción”.

Roche y sus seguidores veían al dúo Tierra-Luna como una suerte de Sistema Solar en miniatura. Y por lo tanto, con un origen común. Pero no del modo en que lo planteaba George H. Darwin. En pocas palabras, la idea era ésta: la Luna se había formado en el espacio en forma independiente, pero a partir del disco de gases, roca y polvo que rodeaban a la Tierra primitiva. Es decir, de los materiales sobrantes de la formación de nuestro planeta. Materiales, por lo tanto, comunes a ambas. En realidad, esta idea era una lógica extensión de la previa y exitosa “teoría nebular”, que planteaba –correctamente– que los planetas (y otros cuerpos menores) nacieron del disco de materiales sobrantes de la formación del Sol.

La “teoría de la co-acreción” superaba algunos de los defectos del modelo de la fisión. Pero tenía un “agujero” insalvable: no podía explicar la gran diferencia de densidad (y, por ende, de estructura interna) de la pesada Tierra y la liviana Luna. Al fin de cuentas, si ambas se habían gestado a la par, en la misma zona del Sistema Solar, sus materiales deberían ser esencialmente los mismos. Y sus densidades medias, en consecuencia, también. Pero no es así. La alta densidad media terrestre indica que, debajo de su fina corteza y su grueso manto rocoso, nuestro planeta esconde un enorme núcleo metálico (de hierro y níquel). Un duro y pesado corazón proporcionalmente mucho más grande que el que –se deduce– debe tener la mucho más rocosa, y más “liviana”, Luna. Así las cosas, los científicos comenzaron a buscar una tercera variante para dar cuenta de la esquiva génesis selenita.

¿CAPTURADA POR LA TIERRA?

Tras la colisión, los restos de Theia y de parte de la Tierra formaron la Luna.

Y enseguida apareció. Cuando recién amanecía el siglo XX, una nueva teoría salió a la luz: en 1909, el astrónomo Thomas J. J. See se despachó con la “teoría de la captura”. Una variante científica que no tenía nada que ver con las dos anteriores: según See, la Luna se había formado muy lejos de la Tierra, más allá de Saturno, o quizás, Urano, en las regiones más frías y oscuras del Sistema Solar. Zonas donde, desde los tiempos más remotos, abundaron los elementos químicos más livianos (de hecho, los planetas gigantes son esencialmente gaseosos). Una vez formada, la Luna fue migrando hacia zonas más internas, debido a la pérdida de energía gravitatoria ocasionada por la resistencia que le oponían las masas de gas, polvo y escombros interplanetarios del Sistema Solar primitivo. Y así, poco a poco, fue cerrando su derrotero (y velocidad) orbital, hasta que un buen día fue “capturada” por la gravedad de la Tierra.

La teoría de See encajaba bien en el marco teórico general de la astronomía planetaria. Y tenía un fuerte punto a favor: el Sistema Solar tiene muchos ejemplos de “lunas capturadas”. Cuerpos inicialmente errantes que, tarde o temprano, fueron atrapados por la gravedad de otros planetas (la gran mayoría de los satélites de los gigantes Júpiter y Saturno pertenecen a esta categoría. Incluso, hasta las dos modestas lunitas de Marte parecen ser trofeos de caza gravitatoria). Pero también tenía un punto débil: las órbitas de las lunas capturadas son casi siempre muy ovaladas (“excéntricas”), y muy inclinadas con respecto al plano orbital de sus planetas. Y la Luna, no: su órbita es elíptica (como todas las órbitas), pero bastante poco excéntrica. Y además tiene una inclinación sumamente moderada (no llega a los 6 grados). Por último, y esto ya se ha dicho, es muy grande, mientras que los satélites capturados suelen ser total y absolutamente minúsculos (unos pocos, a unas decenas de kilómetros de diámetro).

“SIMPLEMENTE, NO PUEDE EXISTIR”

La teoría de Thomas J. J. See tuvo cierta aceptación hasta bien avanzado el siglo XX. Entre otras cosas, porque su principal “punto débil”, comenzó a relativizarse: quizá, con el correr de las decenas y cientos de millones de años, la órbita de la Luna “capturada” tendió hacia la circularidad, y a un plano menos inclinado (a causa de interacciones gravitatorias de marea, principalmente). Pero la transitoria aceptación de la “teoría de la captura” tenía una causa mucho más clara y contundente: las dos anteriores (“fisión” y “co-acreción”) lucían aún peores. Créase o no, y al menos en cuanto a su origen, el astro más cercano a la Tierra, aquel que nos había acompañado en el cielo desde los tiempos más remotos, y al que tanto creíamos conocer, se había convertido en una verdadera pesadilla teórica. La Luna resultaba difícil de explicar. A punto tal que algún científico dijo, sin más vueltas, “simplemente, no puede existir”.

Hacía falta una nueva vuelta de rosca. Un mirada distinta de un mismo problema. Y bien, resulta que a comienzos de los años ’70 esta historia dio un giro abrupto: el estudio de las generosas muestras de rocas y polvo lunar traídas por las misiones tripuladas Apolo 11, 12, 14, 15, 16 y 17 (entre 1969 y 1972) echaron luz sobre el oscuro enigma selenita. Los análisis químicos de estos preciosos materiales revelaron ínfimas (o directamente nulas) cantidades de hierro. Y también la llamativa ausencia de agua unida a los minerales, y una muy baja cantidad de elementos volátiles en general. Algo que sugería que las piedras lunares habían soportado un calentamiento extremo. Como si se hubiesen forjado en un medio violento e infernal. Y aquí, justamente, estaba el germen de un modelo teórico que, de a poco, comenzaba a insinuarse...

“TEORIA DEL IMPACTO GIGANTE”

La Luna, recién formada, en el cielo de la Tierra primitiva (imagen artística).

Hace cuarenta años, ya no había dudas: la “fisión” no funcionaba. La “co-acreción” tampoco. Y la “captura”, simplemente, parecía la menos mala de las teorías sobre el origen de la Luna. Pero los análisis de las rocas lunares, sumados a novedosas simulaciones por computadora, llevaron a dos científicos a una cuarta (y muy esperada) variante: en 1974, los astrónomos estadounidenses Donald Davis y William Hartmann, del Instituto de Ciencias Planetarias de Tucson, presentaron la “teoría del impacto gigante”. Un escenario que intentaba dar cuenta de balancear una serie de hechos comprobados con un relato verosímil, aunque decididamente espectacular.

Al igual que todos los astrónomos y geólogos de su tiempo, Davis y Hartmann sabían que los primeros tiempos del Sistema Solar habían sido particularmente violentos. Pedazotes de roca, hierro, hielo, yendo de aquí para allá (a decenas o cientos de miles de kilómetros por hora), estrellándose sin piedad contra las superficies de los planetas embrionarios. Impactos por aquí, impactos por allá. La propia Luna daba cuenta de esos impactos, cual registro fósil, con cráteres de cientos de kilómetros. E incluso otros más grandes, que luego fueron rellenados por material volcánico, dando lugar a los “mares” selenitas. Cráteres provocados por “planetesimales” de 10, 50 100 o 200 kilómetros de diámetro. En ese contexto, nada impedía pensar en objetos “impactadores” aún más grandes. ¿Qué hubiera pasado si, por entonces, un enorme objeto se hubiera estrellado contra la Tierra? Algo de miles de kilómetros de diámetro. ¿Por qué no?, pensaron Hartmann y Davis. Era el brutal escenario astronómico que necesitaban para resolver el misterio.

“THEIA”

En su versión clásica, la “teoría del impacto gigante” dice más o menos así: hace unos 4500 millones de años, un protoplaneta ardiente y semifundido, de unos 5 o 6 mil kilómetros de diámetro (similar a Marte), giraba en torno del Sol, siguiendo una órbita muy parecida a la de la protoTierra (otra bola rocoso-metálica al rojo vivo, pero mucho más grande). Poco a poco, la interacción gravitatoria fue apretando sus derroteros orbitales, hasta que un buen día (o un muy mal día, según se trate de uno u otro) ambos chocaron. Pero el violentísimo impacto no fue de frente sino rasante. Y este punto es crucial para la teoría, justamente, por sus implicancias posteriores: el choque fundió y arrancó parte del manto de la Tierra. Y destruyó casi completamente a su infortunado “atacante” menor (sólo su núcleo habría sobrevivido medianamente intacto, siguiendo camino hacia el espacio). Parte de los materiales fundidos de ambos volvieron a caer sobre nuestro planeta, pero grandes masas de gas, roca y polvo incandescente salieron disparadas al espacio, y quedaron dando vueltas en torno de la Tierra, formando un grueso anillo de escombros (entre los que se contaba el núcleo sobreviviente del infortunado protoplaneta). Finalmente, gravedad mediante (y quizás en cuestión de unas semanas, o unos meses), todos esos ladrillos sueltos terminaron agrupándose, formando a la Luna. Con el correr de los años, aquel hipotético protoplaneta kamikaze fue apropiadamente bautizado “Theia”, por el titán de la mitología griega que dio nacimiento a Selene, la diosa de la Luna.

PUNTOS A FAVOR

La “teoría del impacto gigante” fue claramente superadora de todo lo anterior. Tuvo (y tiene) la gran virtud de incorporar, con naturalidad, varios hechos fundamentales. Empezando por dos que no encajaban en las tres teorías clásicas. Uno: la baja densidad de nuestro satélite. La mayor parte de la Luna se construyó a partir de materiales rocosos, arrancados (por el impacto) del manto y la corteza de la Tierra y de Theia. Y no tanto de los pesados metales (hierro y níquel) del núcleo terrestre. Esos materiales rocosos y fundidos luego se aglutinaron en torno del pequeño núcleo (seguramente, metálico) de este último. Dos: el calor infernal (miles de grados) sufrido durante la colisión habría arrancado casi toda el agua y demás elementos volátiles del grueso de la materia prima que terminaría formando la Luna. Justamente, lo observado en las rocas lunares traídas por los astronautas del programa Apolo.

Por otra parte, diferentes simulaciones realizadas por computadora a lo largo de los años demuestran que el impacto rasante de un objeto del tamaño de Marte (o algo menos) contra la Tierra primitiva, efectivamente, generaría un “producto final” con las características de la Luna. Por si todo esto fuera poco, la “teoría del impacto gigante” tiene dos “yapas”: propone que el impacto torció el eje de rotación de la Tierra (originalmente, mucho más perpendicular al plano del Sistema Solar) y también justificaría, al menos parcialmente, el muy alto “momento angular” del sistema Tierra-Luna (la relación entre velocidades, fuerzas y distancias recíprocas). Y sin embargo, a pesar de todos sus puntos a favor, este modelo tenía un punto débil...

NUEVO ESTUDIO DE ROCAS LUNARES

En pocas palabras, la cosa era así: si la Luna fuese una mezcla de materiales de la Tierra primitiva y de Theia, el análisis químico de las rocas terrestres y las rocas lunares debería mostrar ciertas variantes. Fundamentalmente, en cuanto a las proporciones (o radios) de isótopos (variantes de un mismo elemento químico). Sin embargo, hasta hace muy poco todos los estudios indicaban que, por ejemplo, los radios de tres isótopos de oxígeno eran idénticos. Algo que sólo sería posible si los protagonistas de la terrible colisión hubiesen nacido con idénticos radios isotópicos de oxígeno. Algo que, convengamos, resulta inverosímil.

Y bien, los científicos acaban de sacar ese molesto palo en la rueda de la “teoría del impacto gigante”: un grupo de investigadores europeos, liderados por el Dr. Daniel Herwartz (Universidad George-August, Göttingen, Alemania), acaba de dar a conocer flamantes (y finísimos) análisis de rocas lunares que, al parecer, muestran diferencias isotópicas con respecto a sus pares terrestres. Los resultados aparecen en un paper titulado “Identificación del gigantesco impactador Theia en las rocas lunares”, publicado hace unas semanas en Science.

“LA COLISION OCURRIO”

En pocas palabras: Herwartz y su equipo analizaron varias muestras de rocas lunares, traídas a la Tierra por los astronautas de las misiones Apolo 11, 12 y 16. En realidad, no fue la primera vez que se analizan muestras lunares, pero, a diferencia de intentos previos, de hace 30 o 40 años, estos científicos utilizaron, lógicamente, microscopios electrónicos actuales, de una precisión y resolución asombrosas. Y así fue como descubrieron que los radios de isótopos de oxígeno eran claramente diferentes entre las piedras lunares y las terrestres. Concretamente, estudiaron las cantidades de los isótopos de oxígeno 16, 17 y 18. Y notaron que el material rocoso selenita tiene 12 partes por millón más de oxígeno 17 a oxígeno 16 que las de nuestro planeta (con un margen de error de +/ 3 ppm.). “Las diferencias son pequeñas y difíciles de detectar, pero allí están”, dice Herwartz.

El resultado, que exprimió al máximo las capacidades actuales en este tipo de análisis, es especialmente significativo, justamente porque parece terminar con el principal “punto débil” de la teoría. “Si la Luna se formó en gran medida por fragmentos de Theia, como predicen la mayoría de los modelos, la Tierra y la Luna deberían diferir (químicamente), y así es”, explica el investigador alemán. Y subraya: “Entre otras cosas, nuestros resultados significan que podemos estar razonablemente seguros de que la gigantesca colisión realmente ocurrió”.

La “teoría del impacto gigante” es el mejor relato científico para explicar el origen de la Luna. Quizá no sea del todo perfecta. Y ante ojos no expertos podría lucir tremendamente espectacular y catastrófica. Es cierto. Pero es completamente verosímil: la infancia del Sistema Solar realmente fue muy dura y violenta. Todo sucedía a los golpes. Y una colisión entre la Tierra recién nacida y algún otro mundo vecino (y también en plena gestación) era algo perfectamente probable. Como toda teoría, y como todo camino, se hace al andar. Y funcionará mientras se sigan acumulando las evidencias necesarias para sostenerla. Al menos por ahora, aquí finaliza esta historia. La historia del origen de la Luna. La que ahora luce calma y prácticamente inalterable. Y que, sin embargo, hace miles de millones de años vivió los más furiosos fuegos de parto. Nuestra compañera de siempre. Ella, nacida de un impacto.

Simulación por computadora que muestra el posible origen de la Luna según la teoría del impacto.

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