Sáb 16.08.2014
futuro

Mitos de origen

› Por Nicolás Olszevicki

A Leonardo siempre le gustaron los mitos de origen, desde los de los viejos babilónicos que fabricaban dioses para dominar una realidad escurridiza hasta el nuestro, el del Big Bang, más exacto pero también más fantástico. Si me hicieran elegir el instante cero de la fundación mítica de nuestra amistad, aunque hay varios que podrían funcionar bien, tendría que remontarme –y en esto Leonardo coincidiría– a aquella tarde en que Roxana Barone me mandó a entrevistarlo a La Orquídea, su centro de operaciones.

No sabemos si lo hizo a propósito para que nos conociéramos, o no. Pero aunque nos carcomió la intriga hasta el ultimísimo momento, ni Leonardo ni yo quisimos saberlo nunca: él me convenció de que a veces es bueno convertir la vida en literatura y que, en tales casos, lo más conveniente es respetar el viejo adagio de que las soluciones no suelen estar a la altura de los misterios. Yo tenía 19 años. Sabía menos cosas de las que sé ahora y escribía aún peor. Fui cagado de miedo, con un cuestionario pretencioso que Leonardo respondió inteligentemente. En 15 minutos me mostró un mundo que ni sospechaba que existía y me mostró una manera nueva de pensar. En 15 minutos. Después me dijo que fuera a su casa a que, una vez desgrabada, viéramos juntos la edición; ya en confianza, me dijo que la entrevista que le había hecho era una porquería y me ayudó a corregirla. Empecé a trabajar con él, a aprender y a pelearme. Y no terminamos nunca.

En un ensayo que escribió en contra del exceso de argentinismos en nuestra torpe literatura nacional, Borges decía que en el Corán no hay camellos porque Mahoma no tenía por qué saber que para escribir un texto específicamente árabe tenía que haber camellos: los camellos eran para Mahoma parte de su realidad, no podía distinguirlos; por el contrario, “un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página”. Mahoma sabía que podía ser árabe sin camellos.

Cuando el otro día traté de explicarle a Pablo Esteban qué es lo que Leonardo significaba para mí, cómo había formado mi personalidad, fracasé, y mientras escribo estas líneas descubro que también voy a fracasar. Ahora me parece comprender los motivos de ese necesario fracaso: Leonardo es tan parte de mí, y uso el presente a propósito, como los camellos lo eran para el árabe que escribió el Corán. No sé qué de lo que soy le debo a Leonardo y no sé qué hubiese sido yo si no lo hubiese conocido en los momentos más formativos de mi vida.

El domingo, el día que lo cremaron, fue un día gris y lluvioso. A Leonardo le hubiese repugnado una convencionalidad tan ordinaria; si lo hubieran consultado habría imaginado algo mucho más original. En una Chacarita no solamente gris y lluviosa sino también fría, un amigo que tuvimos en común me dijo que había escuchado en la radio una entrevista que me habían hecho en ocasión de la salida de Historia de las ideas científicas, el libro que le ayudé a escribir y que corona su gigantesca carrera como escritor de la ciencia. En medio de algunos elogios, nuestro amigo callaba lo que quería decir. Tal vez no le salía, o prefería no decirlo porque sonaba como un cliché, o pensaba que me podía molestar. Fuera por lo que fuera, y todos los motivos son igualmente justos, lo cierto es que lo tuve que decir yo, aunque el rodeo ya había dado a entender todo: había escuchado, en la entrevista, a Leonardo hablando por mi voz. No me extrañó; como ocurre en las relaciones más profundas –y la nuestra ciertamente lo era– yo también soy él.

Leonardo fue mi amigo, mi enemigo, mi consejero, mi maestro, la persona con la que pude llorar abiertamente la primera vez que se me murió un familiar, el que me enseñó que muchas de las cosas que consideramos importantes son en realidad contingentes y muchas de las contingentes, importantes. Me mostró que estaba viviendo en la superficie y me hizo conocer la profundidad, cosa por la que algunas veces le agradezco y otras muchas lo puteo. Fue la persona más generosa y desinteresada que conocí en mi vida. Leonardo me decía “amiguete no contingente”, y creo que, entre la gente que conozco, sólo él entendió cabalmente el verdadero valor que tiene la amistad. Era el tipo con el que podía hablar más profundamente de mis preocupaciones, de mis miedos, de mis dudas, de mis vacilaciones, con la absoluta certeza de que me iba a entender. Me aconsejó en todo lo que hice, y siempre me aconsejó bien, aunque muchas veces fuera en contra de sus propios intereses. Era una de las poquísimas voces que necesitaba escuchar antes de tomar cualquier decisión.

Los hombres mueren y punto. No hay nada después, y Leonardo, como ateo militante, lo sabía muy bien. Haciendo gala de su espíritu ilustrado, que proclamaba siempre pero ejercía ocasionalmente, me hubiese calificado, al leer el final de esta nota, como un irracional, tal vez como un estúpido, por dirigirle mis balbuceantes palabras a un muerto. Hubiese logrado que me enojara e inaugurado así una de nuestras cotidianas peleas, paradójicamente eternas porque, por una cláusula impuesta por decreto plenipotenciario, no podían durar más de 24 horas.

Y sin embargo, no se me ocurre otra manera de terminar que la que sigue. Por un lado, es mi último gesto de rebeldía frente a un tipo cuya opinión valoré, desde que lo conocí, más que ninguna otra, aunque muchas veces me esforcé por aparentar lo contrario; por el otro, es la única manera que tengo de cumplir con el pedido que me hizo alguna vez de que le escribiera algo cariñoso, y que, en vida –por orgullo, por vergüenza, por las limitaciones congénitas que tengo para expresar y exhibir mis sentimientos, por mi torpeza para la literatura– no pude satisfacer.

Leonardo: fuiste mi mejor amigo. No te imaginás cuánto te voy a extrañar.

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