Las huellas del Big Bang
› Por Mariano Ribas
Por Mariano Ribas
La cosmología está comenzando a pisar tierra firme: recientemente, un pequeño y no muy famoso observatorio espacial, llamado WMAP, obtuvo un retrato completo y ultradetallado de la famosa “radiación de fondo”, una suerte de fósil fantasma del universo primitivo, al que muchos científicos llaman “el resplandor del Big Bang”. Son microondas que bañan todo el espacio y que nos llegan de todas partes del cielo. Esa radiación primordial (de apenas 2,7C sobre el cero absoluto) no es perfectamente homogénea, sino que presenta ligerísimas variaciones. Y eso es precisamente lo que registraron los científicos de la NASA que trabajan con el WMAP. Lo interesante es que esos matices térmicos hipersutiles esconden información tan abundante como preciosa sobre la infancia del cosmos.
“Esta imagen –le dijo a Futuro el Dr. Charles Bennet, del Goddard Space Flight Center de la NASA, y líder del equipo del WMAP– nos permite conocer, como nunca antes, cómo era el universo en sus primeros tiempos, y nos revela una serie de datos muy precisos.” Es que este retrato primigenio no sólo ha vuelto a fortalecer la imbatible teoría del Big Bang, sino que también permitió obtener información de altísima precisión sobre la edad actual del cosmos, su composición y su destino más probable. No es poca cosa, por cierto, porque, de hecho, ya se habla de un “hito” en la cosmología. Y, a la vez, de uno de los resultados científicos más revolucionarios de los últimos años.
A la pesca de microondas
La teoría del Big Bang no sólo intenta explicar el origen del universo, sino que también predice unas cuantas cosas. Entre ellas, la misma existencia de la “radiación de fondo”. Esa radiación efectivamente existe, y fue detectada por primera vez hace casi cuarenta años (ver Radiación de fondo y Big Bang). Pero fue sólo durante los última década cuando los astrónomos y cosmólogos comenzaron a mapearla con cierta precisión. El primer gran hito fue el satélite COBE (Cosmic Background Explorer), que en 1992 realizó un mapa global que reflejaba la uniforme presencia de la radiación de fondo de microondas en todas las direcciones posibles. Bueno, no tan uniforme. Y eso fue lo verdaderamente importante: el COBE detectó, por primera vez, pequeñísimas fluctuaciones en esa radiación, ínfimas diferencias de temperaturas llamadas anisotropías.
Posteriormente, y mediante distintos experimentos que utilizaron antenas con base en tierra (ubicadas en montañas, desiertos y hasta en la Antártida) o enormes globos cargados de instrumentos, los científicos confirmaron la existencia de esas ligeras variaciones, y trataron de refinar sus datos al máximo. Y había un motivo: según los cosmólogos, las anisotropías de la radiación de fondo son las “huellas” que delatan, entre otras cosas, las asimetrías iniciales en la distribución de la materia en el universo primitivo. El germen de las galaxias. Y más: a partir de su estudio detallado, pueden determinarse una serie de parámetros cosmológicos críticos, como la densidad, composición y edad del universo.
Llega el WMAP
Nueve años más tarde del COBE, el 30 de junio de 2001, la NASA lanzó al espacio a su mejorado sucesor: el MAP (Microwave Anisotropy Probe), que hace un par de semanas fue rebautizado como WMAP (Wilkinson Microwave Anisotropy Probe) en honor al reconocido cosmólogo norteamericano David Wilkinson, que formó parte del equipo de investigadores de la misión, y que falleció en septiembre pasado. Esta nave, del tamaño de un automóvil, lleva dos antenas gemelas con forma de disco y una batería de receptores supersensibles (capaces de registrar diferencias de temperatura de millonésimas de grado). Y ha sido colocada a un millón y medio de kilómetros de la Tierra, para estar bien a salvo de las interferencias y del calor de nuestro planeta. La cuestión es que la misión, cargada de expectativas, no ha defraudado. De hecho, ha corroborado y mejorado todas las investigaciones previas sobre la radiación de fondo cósmico realizadas por el COBE y los múltiples intentos terrestres. Hace unos días, y en medio de una esperada conferencia de prensa, la NASA presentó el resultado del primer año de tareas de WMAP: un mapa global de la radiación de fondo que, mediante distintos colores, refleja las famosos anisotropías con un nivel de resolución completamente inédito. “Hemos capturado directamente la luz que ha estado viajando a través del espacio por más de 13 mil millones de años”, nos cuenta Bennet. Y agrega: “esa luz de microondas nos cuenta cómo era el universo en su infancia, cuando sólo tenía unos 380 mil años” (en términos humanos, equivaldría al primer día de vida de una persona de 80 años). Además, allí hay patrones infinitesimales que muestran ciertas irregularidades iniciales, inmediatamente posteriores al Big Bang: son las “arrugas” del universo infantil, las “semillas” a partir de las cuales la materia fue agrupándose hasta llegar a los grandes cúmulos de galaxias que hoy vemos a nuestro alrededor.
Resultados asombrosos
Probablemente, el dato más relevante que se desprende del mapa de microondas del WMAP es la edad del universo, una cifra clave que hasta ahora permanecía oculta, aunque estaba medianamente enmarcada. Las observaciones y análisis espectrales de las galaxias y quásares más lejanos –especialmente las realizadas durante los últimos años por el Telescopio Espacial Hubble– situaban el nacimiento del cosmos entre 12 y 15 mil millones de años atrás. “Pero a partir del tamaño, forma y número de las zonas calientes y frías que aparecen en la imagen térmica del WMAP –dice Bennet– sabemos que el universo tiene 13.700 millones de años.” Y según él, el margen de error hacia arriba o hacia abajo es notablemente chico: “apenas 200 mil años”. De aquí también se ha podido deducir otro preciado número cosmológico: la famosa Constante de Hubble, que marca la velocidad de expansión del universo. Para Bennet y sus colegas, “rondaría los 71 km/seg por megaparsec”: eso significa, por ejemplo, que una galaxia que está a 100 megaparsec de distancia –unos 300 millones de años luz– se aleja de nosotros a más de 7.000 kilómetros por segundo.
El destino final
Y hay mucho más: las primeras estrellas se habrían encendido hace alrededor de 200 millones de años, bastante antes de lo que se creía. La forma del universo sería “chata”, por lo que dos paralelas imaginarias jamás se juntarían. Y otros dos datos macro.
Uno, la receta del universo: 4% de materia “normal” (átomos) –curiosamente ese exiguo 4% corresponde a todas las galaxias, estrellas y planetas–, 23% de la famosa “materia oscura” (aquella no detectable por métodos convencionales), y un demoledor 73% de “energía oscura” sobre la que no se sabe prácticamente nada, y que sería una especie de “anti-gravedad”.
Dos, y como consecuencia de estos últimos valores, parece que el universo no detendrá nunca su expansión: la materia y la gravedad no le alcanzarían para frenarlo. Por lo tanto, al menos según estos resultados, la idea del Big Crunch (la “Gran Contracción”) quedaría descartada. Tiempo infinito por delante. Todo alejándose de todo. En definitiva: el universo marcharía hacia el vacío, la oscuridad y el frío más pavorosos. Y sin camino de retorno.
Horizontes
“Los datos son sólidos, y para nosotros son una verdadera mina de oro”, dijo Bennet durante la conferencia de prensa de la NASA. Y su compañero de equipo John Bahcall no se quedó atrás: “cada astrónomo recordará dónde estaba cuando escucharon los primeros resultados del WMAP, que han confirmado con exquisito detalle el actual modelo del universo”. La euforia es comprensible. Al fin de cuentas, están lidiando con algunos de los temas clave de la existencia de todo.
Manteniendo su bajo perfil, el WMAP continuará examinando la radiación de fondo durante tres años más. Mientras tanto, los cosmólogos siguen de festejo, aunque ya sueñan con su próximo gran paso: la sonda Planck, que será lanzada por Agencia Espacial Europea a principios de 2007 y promete afinar aún más la puntería. El final se lo dejamos al Dr. Bennet: “tenemos una teoría sólida (el Big Bang) que acaba de ser avalada con números muy precisos, y que son consistentes con un amplio rango de mediciones previas. De todos modos, siempre pueden aparecer nuevas sorpresas...”.
Radiacion de fondo y big bang
Fue uno de los descubrimientos más revolucionarios de la astronomía del siglo XX. Y sin embargo, ocurrió casi por casualidad: durante una tarde de 1965, los norteamericanos Arno Penzias y Robert Wilson, que por entonces trabajaban para los laboratorios Bell, estaban dándole los ajustes finales a una gran antena de telecomunicaciones. Una vez que el enorme y pesado aparato –de 15 metros de diámetro– pareció estar listo, Penzias y Wilson, impacientes, decidieron probarlo. Y aquí vino la sorpresa: para su decepción, la antena registraba una molesta y continua interferencia. Apuntaran donde apuntaran. Revisaron los cables, las conexiones, y hasta buscaron culpables del molesto cosquilleo. Pero no había caso: la interferencia continuaba. Ya cansados, y sin encontrar una explicación satisfactoria al problema, decidieron estudiar la extraña radiación. Era difusa, provenía uniformemente de todo el cielo y correspondía a una temperatura bajísima:
-270C, apenas 3 grados sobre el cero absoluto. Poco más tarde, conocieron la verdad: habían detectado la “radiación cósmica de fondo”, microondas fósiles remanentes del Big Bang, el gran estallido inicial que dio origen a todo.
La radiación de fondo –que ya había sido predicha por gigantes de la cosmología como George Gamow, Ralph Alpher y Robert Herman– le daba un fortísimo espaldarazo a la joven Teoría del Big Bang (que ya había comenzado a asomar la cabeza durante los años ‘20, gracias al alucinante descubrimiento de Edwin Hubble –efecto Doppler mediante– de que todas las galaxias remotas parecían alejarse de nosotros; y cuanto más lejos estaban, más rápido lo hacían). Según esta archifamosa y hasta ahora imbatible teoría, el universo nació con el estallido de “algo” muy pequeño e inimaginablemente denso y caliente. El germen de toda existencia. Y, a partir de entonces, el universo no hizo otra cosa que expandirse y enfriarse. Al principio, la temperatura era tan alta que la materia no podía existir: para que los primeros átomos se organizaran, hubo que esperar cientos de miles de años. Y fue entonces cuando se generó aquella radiación primordial y ultraenergética que bañó a todo el universo, y de la cual desciende la radiación de fondo actual.
Aquel universo bebé no era completamente homogéneo, sino que presentaba pequeñas variaciones en la densidad de su masa. Y fueron precisamente losnúcleos de materia más densos los que se convirtieron en las “semillas” de las primeras galaxias y las primeras estrellas (que, según parece ahora, se encendieron cuando el reloj cósmico marcaba “apenas” 200 millones de años). Esas variaciones habrían quedado impresas en aquella radiación que todo lo bañaba. Y que con el correr de miles y miles de millones de años se fue enfriando y estirando, sufriendo una metamorfosis que la llevó de los poderosos rayos gamma a las débiles microondas de hoy en día. Ahora, gracias a la sonda WMAP (Wilkinson Microwave Anisotropy Probe), los científicos de la NASA han examinado con lujo de detalles la distribución de esa luz fría y añeja. Pero también, cargada de sutiles huellas que hablan de algunos de los secretos más íntimos del universo.