HISTORIA DE LA CIENCIA: GEOLOGíA
Por Leonardo Moledo
Una buena parte de los norteamericanos,
adeptos a la lectura literal de la Biblia y poco inclinados a la lectura de
libros de ciencia, cree persistentemente en la historia del diluvio universal
y el Arca de Noé que cada tanto una expedición intenta buscar.
Pero, en realidad, la historia del diluvio es un invento nacido en el país
que los norteamericanos invadieron y hoy ocupan; entre el Eufrates y el Tigris,
un país entre ríos que alguna vez habrá soportado una crecida
suficientemente grande y catastrófica como para quedar grabada en la
mitología; de allí pasó a la Biblia (que en cierta medida
también es una creación mesopotámica) y consecuentemente
al Occidente cristiano. Y aunque ahora nadie cree que haya habido alguna vez
un diluvio universal, la palabra antediluviano ha quedado en el
lenguaje, esa gran máquina de la memoria, para recordarnos lo que alguna
vez fue el mito central sobre nuestro origen.
Lo cierto es que los científicos del siglo XVIII, aquellos grandes hacedores
de mundos que llevaron a cabo la revolución científica, inventaron
la ciencia moderna, modificaron los cielos y la tierra y empezaron a separar
lentamente el estudio de lo natural de la versión literal de la Biblia,
ajustándose a los marcos racionalistas, llegaron a la conclusión
de que el diluvio había sido imposible; el Diluvio Universal empezó
a flaquear y adoptó la forma más sensata de una tenue garúa
religiosa.
El reverendo Thomas Burnett (1635-1715), un teólogo muy fiel a la Biblia
aunque no a su interpretación ultraliteral, mostró mediante una
sencilla cuenta que el agua que podía haber llovido en cuarenta días
y cuarenta noches era insignificante (en realidad, sabemos hoy, toda el agua
existente en el planeta apenas alcanzaría para cubrir la Tierra con una
capa de tres centímetros de espesor). Pero Burnett quiso salvar al diluvio
y concluyó entonces que el agua había venido de abajo, según
la convicción muy arraigada entonces de que existían grandes depósitos
de agua subterránea. En el momento de la Creación, según
Burnett, la Tierra era una esfera perfecta cubierta por una especie de caparazón
sólida también perfecta, que se partió, colapsando en fragmentos
que se hundieron en el agua. Es decir, transformaba el diluvio en una especie
de inmersión.
Después del desastre, los pedazos irregulares de la caparazón
original constituyeron el relieve de la Tierra que observamos hoy (es decir,
en la época de Burnett); sólo las feas ruinas de la perfección
pasada (hay que aclarar que aún no se había constituido la imagen
de la Naturaleza como algo bello, mucho más tardía, y se la percibía
como horrible y amenazadora). La explicación de Burnett, aunque atrajo
el interés y en cierto modo el entusiasmo de Newton, era aún prácticamente
bíblica, con su esfera perfecta recién creada, y el paraíso
terrenal apoyado en ella. En realidad, era de la misma estirpe que la fecha
que el obispo Ussher había dado por entonces para el inicio del mundo:
el año 4004 a.C. a las 6 de la tarde.
Pero por la misma época, Robert Hooke (¡cuándo no!) adelantaba
la idea de una corteza terrestre sujeta a continuas transformaciones a lo largo
del tiempo, y el filósofo y científico alemán Leibniz (1646-1716),
propuso una teoría según la cual el planeta entero había
estado cubierto, en sus orígenes, por una enorme capa de agua, que se
había ido retirando lentamente y dejando en descubierto la tierra firme.
Leibniz respetaba, sin embargo, la cronología bíblica (y expuso
su teoría en Protogea, publicada póstumamente en 1749).
Pero el que expuso una teoría aún más radical fue el escritor
francés Benoit de Maillet (1656-1738) quien, en un libro que circuló
clandestinamente para evitar la censura de la Iglesia, la presentó como
obra de un filósofo oriental llamado Telliamed (descubra el lector el
secreto del seudónimo). La teoría no hacía referencia alguna
a ningún diluvio reciente; por el contrario suponía que la Tierra
era inmensamente antigua. Telliamed argüía que los registros de
las crecidas del Nilo eran muy viejos y detallados y que hablaban más
bien de un descenso persistente de las aguas en los tiempos históricos.
Como haría Hubble doscientos años más tarde con la fuga
de las galaxias, Teillamed rebobinaba el fenómeno hacia atrás
en el tiempo, hasta llegar al momento en que las aguas estaban tan altas que
el planeta entero había estado cubierto. Cuando el descenso del agua
expuso la primera tierra firme, comenzó la erosión y los procesos
de sedimentación en los flancos de las montañas todavía
submarinas, que serían expuestas a medida que las aguas se retiraban.
El libro recién se publicó en 1748, pero las ideas de De Maillet
fueron tomadas por el naturalista francés G. L. Buffon (1707-1788), el
primero que rompió abierta y científicamente con la cronología
bíblica y calculó la edad de la Tierra en 70 mil años (cifra
fantástica para ese entonces). En realidad, lo que ocurría es
que el mito del diluvio, científicamente imposible, se resistía
a morir, y luchaba por su existencia. Y así, pasando por los mares bíblicos
de Leibniz y las aguas originarias y prehistóricas de De Maillet, se
transformaba en la bellísima teoría del océano en retirada.
(Continuará...)
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