Sáb 02.08.2003
futuro

101 monos

por Pablo Capanna

En el libro de gramática que usábamos hace medio siglo había un cuentito. O mejor dicho, “un apólogo destinado a inculcar en los párvulos la importancia de la puntuación”.
Tratábase de un andaluz que, al enterarse de que un pariente se disponía a viajar a Marruecos, le había mandado una esquela donde le encargaba que le consiguiera “3 o 4 monos”.
“Grande fue su sorpresa”, así decía el relato, cuando el otro se apareció con una tropilla de 304 monos, “causándole un mayúsculo dolor de cabeza”. La difícil situación del andaluz, aclaraba el autor, se hubiera evitado escribiendo “3 ó 4 monos”, para dejar bien en claro que entre las dos cifras no había un cero sino una letra “o”.
Sin llegar a esa cantidad de monos, hay quienes sostienen que bastaría con apenas cien de ellos para cambiar la conciencia colectiva y tal vezs el mundo entero.
La historia del “mono 101”, que supuestamente estaría respaldada por experiencias científicas, ya hace varias décadas que anda circulando. De ser cierta, bastaría con cambiar la conciencia de una mínima cantidad de gente para que pronto todos se pusieran a resolver los grandes problemas que aquejan al mundo, desde la contaminación hasta la guerra, pasando por el hambre y el desempleo. Con este principio, sería posible al fin crear un auténtico Eje del Bien.
El cuento ha pasado a ser una de esas muletillas que suelen usarse cuando uno quiere mostrarse ingenioso. No ha dejado de inspirar a la gente que organiza seminarios de concientización y autoayuda, un campo donde se ha hecho casi tan popular como aquel famoso vaso “medio lleno o medio vacío”, según se lo mire.
Se afirma que este nuevo paradigma permitiría superar la lógica democrática, que requiere un 51% de voluntades favorables para lograr algún cambio. Sería una suerte de versión posmoderna y light del viejo elitismo revolucionario, que ahora resultaría apta para hacernos más competitivos. Hay quien asegura que de ponerse en práctica esta idea, toda acción política se volvería “redundante y retrógrada”.
El conocido semiólogo riojano debe haberse inspirado en ella, cuando sentenció: “¡que otros se queden con el 22% , si uno cuenta con el Pueblo!”.
Desde sus comienzos como simple fábula, la historia del mono ha llegado a convertirse en un auténtico “meme”, de esos que Richard Dawkins se empeña en caracterizar como virus mentales. Pero su origen se puede rastrear mucho más atrás, hasta una experiencia científica realizada en Japón durante los años cincuenta.

Los macacos lavadores
La historia vio la luz por primera vez en el libro Lifetide (La marea de la vida) del zoólogo Lyall Watson, que apareció en 1979. Pero su principal promotor fue Ken Keyes, Jr., un psicólogo humanista que la glosó en su libro El centésimo mono (1982), del cual logró vender más de un millón de ejemplares. Más que Copérnico y Darwin juntos.
Se ha hecho habitual que cualquier creencia, por infundada que sea, busque hoy legitimarse en la ciencia, que sigue siendo la forma de conocimiento más prestigiosa. Por lo general, esto contribuye a borronear los límites entre conocimiento corroborado, especulación y seudociencia, en circunstancias que hacen sentirse indefenso a un público sometido al bombardeo de información. Según cuenta Keyes, en 1952 un grupo de etólogos japoneses acampaban en la isla de Koshima, dedicados a estudiar el comportamiento de una colonia de macacos. Para el caso, se trataba de esos Macaca fuscata que son reconocidos por su inteligencia y también por ese aire de swamis pensativos que los ha incorporado al casting de tantos documentales.
Los macacos japoneses se habían acostumbrado a una dieta de batatas crudas que a diario les suministraban los científicos. Un día, a un asistente se le volcó en la playa el contenido de una canasta de batatas. Sin detenerse a limpiarlas, se las ofreció a los monos rebozadas con arena como si fueran escalopes crudos.
Puesto que los monos, “a diferencia de algunos argentinos”, no acostumbran comer sílice, tuvieron que enfrentar el problema de cómo quitar la arena de los tubérculos. Fue entonces cuando a una hembra joven llamada Imo se le ocurrió ir a lavarlos en el mar, y al hacerlo descubrió que el agua salada los volvía más sabrosos. Pronto su madre y sus compañeros la imitaron, y se dice que para 1958 toda la comunidad había adquirido el hábito.
Hasta aquí, estaríamos en presencia de uno de esos mecanismos proto-culturales de transmisión del conocimiento que ya han sido bastante estudiados por los etólogos.
Pero Keyes iba más lejos. Según su relato, una vez que los monos alcanzaron cierta “masa crítica”, la técnica de lavar batatas apareció repentinamente en otras islas y hasta entre los macacos de Takasakiyama, que vivían lejos de la costa.
En cuanto hubo más de (digamos) cien monos que lo dominaban el comportamiento comenzó a transmitirse “de mente a mente”, por un misterioso proceso de difusión. Hubo quien habló de telepatía, de inconsciente colectivo, de “campos morfogenéticos” y de cosas más extrañas aún.

Una conspiración acuariana
Para la época en que hizo su sensacional anuncio, Ken Keyes ya era un reconocido gurú del Potencial Humano, el movimiento inspirado por Maslow, Rogers y Bateson que desde Esalen echó a rodar toda la New Age. Revistas serias como Brain/Mind Bullettin se hicieron eco de su libro, y hasta se hizo una película: El centésimo mono, producida por Elda Hartley en 1982.
En aquella ocasión, Science Digest acuñó un título original: “el mono cuántico”. Cuando ya todos se habían acostumbrado a la metáfora nuclear (la “masa crítica”) la tentación de recurrir a la física cuántica ya se hacía irresistible.
Lyall Watson, cuya idea Keyes se había limitado a desarrollar, era un zoólogo de profesión, aunque en sus ratos libres había escrito varios libros de ocultismo.
Interrogado años después, Watson no encontró mejor excusa que aclarar que lo suyo no había sido más que una metáfora. Pero en su entusiasmo se le escapó una frase poco afortunada: “Cuando un mito es compartido por muchos, se vuelve verdadero”. Una fórmula inquietante, que parecería oscilar peligrosamente entre Goebbels y el Teorema de Thomas.
Puesto a explicar, Watson sostuvo que la conciencia grupal se había formado espontáneamente entre los monos, “de la misma manera que crecen los cristales en una solución saturada.” El factor desencadenante había sido aquí un cortocircuito neurológico entre el cerebro reptílico y el sistema límbico de los simios (o quizás entre el fenotipo y el genotipo) que había provocado no sólo un súbito destello de inteligencia, sino también su propagación instantánea. La historia tuvo tanto éxito que hasta el escéptico Carl Sagan se hizo eco de ella, con lujo de detalles, en un pasaje de Los dragones del Edén (1977). Aunque, puesto que en el mismo libro Sagan conjeturaba que el cultivo de marihuana era lo que había dado origen a la agricultura, se me ocurre pensar que quizás en esos momentos estaría atravesando un estado alterado de conciencia.

Los monos cuánticos
Desde entonces, las interpretaciones del “salto de conciencia” en los macacos se han multiplicado hasta la metástasis. Ni siquiera faltan quienes sostienen que el fenómeno comenzó en 1952, precisamente porque ese fue un año prolífico en avistamientos de ovnis: obviamente, en esta amplia convocatoria no podían estar ausentes los ET.
En 1980, el manifiesto inaugural de la New Age (La conspiración de Acuario de Marilyn Ferguson) adoptó el mismo principio. Marilyn anunciaba una mutación de la conciencia colectiva, que se produciría en cuanto las redes segmentadas (“SPINs”) que conformaban su organización alcanzaran cierta complejidad. La interconexión entre los adeptos de la meditación, las medicinas alternativas, el potencial humano y los esoteristas de diverso cuño, sería capaz de poner en marcha un cambio global de conciencia apenas se alcanzara la necesaria masa crítica. Y eso que todavía no se hablaba de Internet...
Rupert Sheldrake, otro de los gurúes del movimiento, quiso ofrecer una explicación más “rigurosa” en su libro Una nueva ciencia de la vida (1982). Sheldrake, que no era etólogo ni psicólogo cognitivo (su mayor antecedente era haber enseñado fisiología vegetal en Cambridge), lanzó la hipótesis del “campo morfogenético”, una nueva versión del vitalismo que había sido abandonado a comienzos del siglo.
Entre sus ejemplos favoritos estaban esas aves marinas inglesas que un buen día habían aprendido a destapar botellas de leche, o a dejar caer moluscos sobre el camino costero para que los autos les ahorraran el trabajo de destriparlas.
Del mismo modo que el pájaro 101 había efectuado el salto cuántico, los humanos también podían lograrlo. Sheldrake sostuvo con toda convicción que una vez que unos cuantos lectores han resuelto el crucigrama del diario, se establece un campo mental que facilita enormemente la solución a todos aquellos otros que atacan el enigma unos días más tarde.
¡¡Falso!! Mi experiencia personal indica que varios días después de que los chicos de 4º B, los profesores de matemática y hasta Angélica Gorodischer han resuelto limpiamente los acertijos del Comisario Inspector Díaz Cornejo, a mí me siguen costando tanto trabajo como a Bush ganar el Nobel de la Paz.
Sheldrake sin duda también debía tener una explicación para el “Efecto Maharishi”, del cual se hablaba mucho en esos años. De hecho, en definitiva se trataba del mismo simio con nuevas facultades, ahora bendecidas por la parapsicología.
El Maharishi Mahesh Yogui, que había ganado fama y fortuna como gurú de los Beatles, fundó a fines de los setenta en Seelisberg (Suiza) un laboratorio dedicado a investigar los poderes de la Meditación Trascendental. Dispuesto a darle brillo, se las ingenió para conseguir que lo visitaran y dictaran conferencias allí importantes físicos como Josephson o Prigogine. Sus folletos abundaban en jerga seudocientífica. Una vez más, uno se topaba con las inevitables referencias a la física cuántica, al “efecto túnel”, los superconductores, la termodinámica y hasta los agujeros negros.
Según informaba un boletín del Gobierno Mundial del Maharishi, había alcanzado con que apenas el 1% de los habitantes de Los Angeles aprendieraa meditar para que comenzaran a bajar los índices de criminalidad en el condado de San Bernardino, un método que, de ser efectivo, hubiera sido menos cruento que la mano dura. Desde 1978 los adeptos de la Meditación Trascendental se habían abocado a resolver los conflictos del Medio Oriente, aunque por el momento sin demasiado éxito.
El proyecto más ambicioso del Maharishi consistía en concentrar huestes de meditadores en las fronteras de China, para debilitar al régimen comunista saturando las conciencias con haces de buenas ondas mentales.
Al evaluar la experiencia, veinte años más tarde, se diría que alguna falla de polarización debe haberse producido en el campo psíquico, porque los chinos se hicieron capitalistas sin renunciar al totalitarismo y lograron el milagro de combinar lo peor de los dos sistemas.

¿Cómo empezó todo?
Esta historia no nació con Watson y Keyes. Ellos apenas fueron los que pusieron en movimiento la bola de nieve, manipulando cierta información científica válida.
La fuente primaria de toda la leyenda se encuentra en el artículo que publicó en 1965 Masao Kawai, uno de los zoólogos japoneses que había dirigido el proyecto en Koshima.
Según el informe del Dr. Kawai, la experiencia había comenzado en 1952 con una población de 20 monos. Para 1962, cuando se la dio por terminada, la colonia contaba con 59 simios. Pero según consigna el informe original, solo dos de ellos habían aprendido a lavar batatas durante el año 1958.
En 1984 un filósofo de la Universidad de Hawaii llamado Ron Amundsen se propuso entrevistar al Dr. Kawai para averiguar qué había de cierto en la historia de los macacos. Aunque ya habían pasado veinte años, el japonés seguía sumamente molesto con las derivaciones que había tenido su experiencia.
La entrevista no alcanzó a producirse porque Kawai estaba a punto de viajar al Africa, pero el japonés accedió a contestar un cuestionario escrito que le hizo llegar Amundsen, con la condición de que esa sería la manera de dar por terminada la cuestión.
Kawai admitía que lo que había observado no era nada nuevo en materia de propagación pre-cultural y consideraba altamente probable que muchos otros simios hubieran hecho antes o después descubrimientos similares. Pero no dejaba de repetir que en Koshima el fenómeno se había registrado una sola vez.
Lo que más indignaba al primatólogo japonés era la historia de la telepatía. Contra todo lo que podía esperarse de un exponente del Oriente misterioso, Kawai no dudaba en afirmar que la interpretación parapsicológica había sido una fantasía introducida por los autores occidentales. Su equipo sólo había hecho honesta investigación científica, con resultados que reconocía como poco vistosos.

¿Un mito a medida?
Como metáfora, toda esta historia apócrifa de los monos quizá pudo haber sido tan útil en algún momento como aquella que traía mi viejo libro de gramática. Pero al parecer la especulación fue demasiado lejos y en cuanto se comenzó a justificarla como “mito” cayó irremediablemente en la ambigüedad.
Si queremos hablar de un “meme” “una suerte de “idea-fuerza” que se asimila acríticamente, en todo caso la historia del Mono 101 sería una suerte de meme corrupto, “algo que está entre el nazismo y Beavis &Butthead”, según escribió Geoff Olson pensando en otros mitos del siglo XX.
Maureen O’Hara, una psicóloga humanista que procede de la misma corriente de la que venían Wilson y Keyes pero está muy alarmada por los estragos que la ideología New Age ha hecho en su disciplina, ha cuestionado precisamente el hecho de que alguien piense en atribuirle el carácter de “mito” a esta historia, a pesar de toda la difusión que ha tenido.
Según O’Hara, un auténtico mito es una creación simbólica colectiva que le ofrece un sentido a la vida de quienes participan de ella. Esto vale tanto si hablamos de Orfeo y Eurídice como de Gilda y Rodrigo, y para el caso no importa que el mito dure tres mil años o seis meses. En casos como el del Mono 101, estaríamos hablando de un mito deliberadamente construido, un fenómeno más parecido a los recursos publicitarios o a los efectos mediáticos. Si es que para persuadirnos esta historia necesita apoyarse en la autoridad de la ciencia (aun cuando los científicos no se hagan cargo de ella), será porque que su carga de sentido es muy precaria. Como hubiera podido decir el viejo Occam, no es cuestión de andar multiplicando innecesariamente los mitos.
En cuanto a la supuesta fecundidad de la metáfora para entender el mundo real, basta recordar que en diciembre del 2001 en Argentina hubo muchísimos primates que golpeando sus cacharros compartieron el deseo (mítico) de “que se fueran todos”. ¿Qué pasó luego? Se diría que no se alcanzó la masa crítica, ya que muchos macacos siguieron en circulación, y hubo que esperar mucho tiempo para que la vieja y vilipendiada lógica del juego democrático permitiera sacar del juego al más astuto de los gorilas.

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