› Por Pablo Capanna
Un enorme apagón, de esos tan previsibles como imprevistos, tuvo en
suspenso hace unos meses a buena parte de los Estados Unidos y Canadá.
Pero considerando que se produjo cuando aún andaba rondando el fantasma
del 11 de septiembre, resultó bastante controlable. Esta vez, el colapso
fue atribuido a la caída de la venerable central de Niagara Falls, que
tiene más de un siglo de historia a cuestas.
La central del Niágara había nacido a fines del siglo XIX en la
mente de un niño serbio llamado Nikola Tesla, quien leyó en la
escuela una descripción de las cataratas y se imaginó una rueda
hidráulica que aprovechara su tremenda energía. Treinta años
más tarde, con el aval de Lord Kelvin y el dinero de Morgan, Rothschild
y Vanderbilt, él fue quien la construyó, y en pocos años
ya estaba llenando de luces la noche de Broadway. Pero Tesla también
fue el responsable de algunos grandes apagones, y con el tiempo llegó
a ser protagonista de una leyenda.
Nikola Tesla (1856-1943) había nacido en Smiljian (Croacia). Era hijo
de un pope ortodoxo que pensaba orientarlo al sacerdocio. Pero cuando a los
diecisiete años se enfermó de cólera, su padre le prometió
que si sobrevivía lo dejaría estudiar en el Politécnico
de Graz.
Era un chico bastante extraño. A Freud, que vivió no muy lejos
de allí, le habría interesado conocerlo.
Solía viajar mentalmente a países remotos, tanto de día
como de noche, y a menudo se le aparecían vívidas imágenes
y destellos de luz. Contaba todo, desde los pasos que daba hasta la capacidad
de los platos que le servían, tratando de encontrar siempre un número
divisible por tres. Aunque no llegó a ser rico, en su vejez desarrolló
las obsesiones típicas de los millonarios. Solía sentarse siempre
a la misma mesa del Hotel Waldorf Astoria y pedía 18 servilletas (múltiplo
de 3) para limpiar prolijamente cubiertos y vajilla. Temía a los microbios
todavía más que a las mujeres, y odiaba tener que darle la mano
a alguien. Comía sólo alimentos hervidos y se lavaba las manos
compulsivamente. Casi no dormía, trabajaba de noche y se orientaba en
la oscuridad como un murciélago. Solía hablar solo, especialmente
durante las tormentas eléctricas.
Pero también poseía esa facultad “eidética”
que Borges le atribuyó al memorioso Funes. No necesitaba hacer planos,
modelos ni prototipos: simplemente visualizaba sus inventos, y “sabía”
que funcionarían. En el Politécnico, nunca pudo convencer a los
profesores de que era capaz de resolver integrales mentalmente.
Con tales antecedentes, no sería difícil hacer un diagnóstico
severo. Y sin embargo, se trata del mismo hombre que nos dio la corriente alterna,
la radio y las redes de alta tensión. Se adelantó al radar, al
fax, a las telecomunicaciones, al aire acondicionado, a la luz fluorescente
y a los misiles teleguiados. Fue un precursor de la robótica, y en 1896
ya había diseñado un robot multifuncional. En 1928 hizo demostraciones
en el Madison Square Garden con un bote “teleautomático”
y diseñó un avión de despegue vertical. Según la
oficina estadounidense de patentes, inventó la radio, aunque el Nobel
lo obtuvo Marconi.
¡America!
Apenas salido del Politécnico, Tesla trabajó en empresas de electricidad
y telefonía de Hungría, Alemania y Francia. En París, conoció
a Batchelor, un íntimo colaborador de Edison, quien le escribió
una carta de presentación para su jefe (donde no vacilaba en calificarlo
de “genio”) y lo invitó a conocer los Estados Unidos.
Cuando iba a emprender viaje le robaron todo. El capitán del barco se
apiadó de él y en 1884 pudo llegar a Nueva York con 28 años
y unas monedas en el bolsillo.
Norteamérica le pareció estar “un siglo atrasada en cuanto
a civilización”. Era un hombre de formación científica,
y veía al autodidacta Edison como un empírico incurable, que “de
haber tenido que buscar una aguja en un pajar, hubiese examinado una brizna
tras otra, con la paciencia de una abeja”. Edison aseguraba que su talento
tenía un 99 por ciento de “transpiración”, pero Tesla
opinaba que “con un poco de teoría y cálculo, Edison se
hubiera ahorrado el 90 por ciento de sus esfuerzos”.
Pese a todo, Tesla aseguraba que su encuentro con Edison había sido un
evento maravilloso en su vida. Por lo menos le valió su primer empleo
en el laboratorio de Menlo Park. Edison, financiado por el banquero J. P. Morgan,
apostaba por la corriente continua, aunque sus líneas de distribución
dejaban mucho que desear en cuanto a seguridad. Los accidentes eran tan comunes
que la gente se estaba acostumbrando a eludir los shocks: los Dodgers, el equipo
de béisbol, debía su nombre a la habilidad que habían desarrollado
los habitantes de Brooklyn para esquivar las descargas eléctricas.
El Mago de Menlo Park le prometió que si perfeccionaba sus motores de
corriente continua le pagaría cincuenta mil dólares. El serbio
prefería la corriente alterna, pero se puso a trabajar a un ritmo inhumano,
de 10.30 a 5 de la mañana. Cuando logró su cometido y se presentó
a cobrar, Edison le contestó que “cuando llegara a ser un norteamericano
cabal, estaría en condiciones de apreciar una buena broma yanqui”.
Quizás Henry Ford, que abandonó a Edison en esa época,
también habrá sido víctima de algún chiste, pero
como gozaba del humor norteamericano le fue bastante mejor.
A Tesla, en cambio, no le quedó otra alternativa que irse. Fundó
su propia empresa, la Tesla Electric Co., que dejó algunas ganancias.
Pero los inversores se quedaron con todo y se vio obligado a cerrar.
Vuelto a cero, consiguió trabajo como peón y estuvo un año
cavando zanjas. Tuvo un golpe de suerte cuando su capataz le presentó
a A. K. Brown, de la Western Union, quien rehabilitó la Tesla Co. y financió
sus estudios para desarrollar motores de corriente alterna.
En 1887 entró en escena George Westinghouse, que fabricaba frenos para
locomotoras. Westinghouse le compró la patente del motor eléctrico
en sesenta mil dólares (cinco mil en efectivo y el resto en acciones)
y le aseguró que ganaría $ 2,50 por cada HP de electricidad vendido,
pero nunca cumplió.
AC/DC: el negocio de la energía
En esos años se desencadenó la “guerra de las corrientes”
entre Edison (continua) y Westinghouse (alterna), donde todos jugaron sucio.
Westinghouse plagió patentes de Edison, pero éste inventó
la silla eléctrica y anduvo electrocutando a perros y gatos para demostrar
que la corriente alterna era peligrosa. Hasta logró imponerla para ejecutar
a las personas.
Con la Feria Mundial de Chicago de 1893, Tesla tuvo su gran oportunidad. Cuando
Westinghouse presentó un presupuesto por la mitad de lo que pedía
General Electric (Edison) la obra le fue adjudicada, y Tesla pudo exhibir sus
generadores, dínamos y motores.
Más tarde, cuando se trató de construir la central del Niágara,
la guerra de las corrientes pareció recrudecer, pero el contrato volvió
a ser para Westinghouse en cuanto una autoridad científica como Lord
Kelvin optó por la tecnología de Tesla. La obra se levantó
entre 1893 y 1896, y entre los inversores estaban J. P. Morgan, J. J. Astor,
Rothschild y Vanderbilt.
Morgan, que hasta entonces había apostado por Edison, olió el
negocio y trató de apoderarse de las patentes de Tesla. Intentó
hundir a Westinghouse mediante maniobras bursátiles que hicieron caer
sus acciones, para obligarlo a venderle las patentes. Fue entonces que Tesla,
movido por la ética y cierta lealtad hacia su empleador, rescindió
el contrato y salvó a la empresa de la voracidad de Morgan, aunque él
quedó en una difícil situación económica.
La paternidad de los inventos
En esos años eran varios los investigadores que intentaban controlar
esas ondas de radio que había descubierto Hertz, desde el ruso Alexander
Popov hasta el italiano Guglielmo Marconi. Fue este último, del cual
Tesla decía irónicamente que estaba usando catorce patentes suyas,
quien en 1901 logró transmitir una señal a través del Canal
de la Mancha.
Tesla había sido el primero en concebir la ionosfera, donde rebotan las
señales de radio, y estaba bastante adelantado en el tema, a pesar de
que por entonces andaba empeñado en otro proyecto. Pero Marconi contaba
con una patente británica y en Estados Unidos Edison y Carnegie invertían
en su empresa, de modo que la Oficina de Patentes le otorgó los derechos
de la radio, y en 1911 la Academia sueca le dio el Premio Nobel.
La cuestión de quién había inventado la radio se mantuvo
abierta hasta que la Suprema Corte norteamericana le adjudicó la patente
a Tesla en 1943, con la intención de frenar una demanda de Marconi, que
a la sazón estaba trabajando para Mussolini. Un ejemplo más de
lo difícil que resulta establecer –más allá de las
patentes– la verdadera paternidad de los inventos.
Señales del espacio exterior
Cuando Marconi transmitía con éxito el primer mensaje radial,
Tesla estaba metido en lo que sería el sueño de su vida: la transmisión
de energía sin cables. Pensaba que la paz mundial iba a depender de la
energía y de las comunicaciones.
Ya en 1890 andaba dando exhibiciones donde encendía lamparitas sin cables,
usando su cuerpo como conductor.
Años más tarde, consiguió un aporte de John Jacob Astor
II, heredero del monopolio de las pieles. Astor ya había apostado al
Niágara y confiaba en el sueño de Tesla. El serbio se había
hecho amigo de Mark Twain y de un sobrino de Astor que llevaba el mismo nombre.
Su amigo habría de morir en el “Titanic” no sin antes escribir
algunas novelas de ciencia ficción y construir el Hotel Waldorf Astoria,
donde Tesla viviría en sus últimos años.
Con los treinta mil dólares que le dio Astor (mucho dinero, en ese tiempo),
Tesla se fue a Colorado Springs. Instaló una estación experimental
en Pikes Peak, donde hizo levantar un enorme mástil coronado por una
descomunal bola de cobre. Con él pensaba enviar energía al subsuelo.
En lugar de mandar ondas al espacio, como Marconi, Tesla quería usar
la Tierra como conductor. Su física era errónea; seguía
creyendo en el éter, y años después despotricó contra
Einstein. Para él, la energía no estaba en la materia sino en
el espacio interatómico: todavía confiaba en el éter, una
entidad que pronto habría de esfumarse para siempre, víctima del
experimento de Michelson y Morley y de la Relatividad.
Tesla no logró lo que se proponía, pero hay que reconocer que
obtuvo resultados bastante espectaculares. Logró encender 200 lámparas
a 40 km y lanzar rayos de 40 m desde su antena. La tierra tembló, en
El Paso se quemó una dínamo y se produjo uno de los primeros apagones
de la historia. Una de esas noches, Tesla recibió una señal de
radio procedente del espacio exterior, y pensó que había hecho
contacto con los extraterrestres. Es probable que haya sido el primero en descubrir
las posibilidades de la radioastronomía, que tardó varias décadas
en desarrollarse.
La locura del millón de dolares
En 1901 Tesla volvió a la carga con su idea fija: crear “un sistema
de comunicaciones que convirtiera a la Tierra en un inmenso cerebro”.
Con el dinero de J. P. Morgan levantó otro laboratorio en Wardenclyffe,
un lugar apartado de Long Island. Sus ruinas, que aún hoy siguen siendo
de difícil acceso, con el andar del tiempo han dado lugar a toda una
leyenda urbana, donde se mezclan el “experimento Filadelfia” con
los Hombres de Negro.
Esta vez levantó una torre de más de 50 metros, que sostenía
una esfera de acero de 55 toneladas. Para evitar los terremotos, la asentó
sobre 16 caños que se hundían en el subsuelo. Los resultados no
deben de haber sido satisfactorios, porque abandonó las obras después
que Marconi logró transmitir su primer mensaje de radio.
El Rayo de la Muerte
Tesla se declaraba pacifista y enemigo del racismo. En 1919 escribió
que “liberar la energía del átomo puede no ser una bendición
sino un desastre para la humanidad”. Confiaba en que el desarrollo del
transporte aéreo y de las comunicaciones lograría evitar la guerra.
A lo sumo, los futuros combates podrían llegar a convertirse en “un
mero espectáculo de máquinas que luchan entre sí”.
Cuando ya tenía 84 años, el 22 de septiembre de 1940, el New York
Times publicó un artículo sensacionalista donde le atribuía
haber inventado una “telefuerza” que protegería a los Estados
Unidos para siempre. Se trataba de un verdadero Rayo de la Muerte “de
una millonésima de cm2” capaz de proyectar “partículas
eléctricas microscópicas” (sic) que fundirían los
motores de los aviones enemigos en un radio de 250 millas.
Anticipándose cuarenta años a Ronald Reagan, el diario aseguraba
que con el rayo de Tesla se crearía una verdadera “Muralla China
invisible”, y argumentaba que una inversión de dos millones de
dólares era poco, considerando lo que estaba pasando en Europa. Además,
añadía con cierta paranoia, existía la posibilidad de que
un escuadrón de terroristas suicidas volaran el Canal de Panamá.
En ese caso el rayo no hubiera servido de mucho.
Ocurría que desde 1937 Tesla venía especulando con un rayo de
partículas, y hasta los rusos se habían interesado en sus experiencias.
Algunos piensan que el láser de partículas desarrollado por Estados
Unidos y la Unión Soviética en tiempos de la guerra fría
se basó en ideas de Tesla. La Iniciativa de Defensa Estratégica
de Ronald Reagan (quien antes de ser presidente había actuado en una
película donde había un rayo capaz de derribar aviones) reposaba
en esa superarma.
De hecho, cuando Tesla murió, el FBI allanó su departamento y
secuestró todos sus papeles, haciendo desaparecer un misterioso cuaderno
de notas. Lo que quedó fue rescatado por su sobrino Sava Kovanovich,
quien lo despachó a un museo de Belgrado. Sava aseguraba haber viajado
en un auto Pierce Arrow modificado por su tío, que sólo tenía
una antena y un motor, obviamente de corriente alterna. También dijo
que Lee De Forest, un hombre cercano a Edison, se había mostrado interesado.
Con el andar de los años, los documentos perdidos de Tesla han sido desclasificados
y se pueden consultar en la Red. Aunque siempre queda la duda de que si no fueran
obsoletos todavía estarían guardados bajo siete llaves. El mito
se alimenta de esas cosas.
La leyenda continúa
Escarbando entre los detritos que la marea de Internet arroja a nuestras pantallas,
se pueden encontrar algunas curiosidades que dan cuenta de la leyenda de los
“inventos perdidos de Tesla”.
Muchos le atribuyen la invención de la cámara Kirlian; hay quien
ofrece los planos de un receptor de energía gratis, o explica la influencia
de la “filosofía védica” sobre Tesla.
Los más delirantes son los ufólogos, que le atribuyen la antigravedad
y venden informes apócrifos de los mensajes que recibió del espacio,
junto a una película censurada de Orson Welles. Hasta juran que viajó
a Marte en 1903.
Se diría que el propio Tesla tuvo alguna responsabilidad en estas fantasías,
por su costumbre de hacer sensacionales anuncios: alguna vez aseguró
que era capaz de partir la Tierra como una manzana, que tenía una válvula
sensible a los fantasmas y que se había pasado años tratando de
descifrar el enigma de la muerte.
Pero para que no nos quedemos tan tranquilos achacándole todas las chifladuras,
recordemos que en su Autobiografía cuenta que el detector de fantasmas
le había sido pedido por un grupo de ingenieros de Ford, a quienes echó
de su oficina.
Por su parte, el “cuerdo” Edison también aseguró que
estaba poniendo a punto un aparato para comunicarse con el más allá,
y que contaba en su arsenal con varias armas eléctricas capaces de destruir
ciudades enteras. También Marconi anduvo un tiempo tratando de convencer
al Duce de que poseía un rayo capaz de derribar aviones en vuelo.
Si vamos a ser justos con Tesla, tendríamos que recordar que ése
era el clima cultural de su tiempo, y el excéntrico y genial electricista
no estaba exento. Para citar una vez más al recordado semiólogo
riojano: “¡No lo saquen de contexto!”
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