ASTRONOMIA Y GEOLOGIA CON TOQUES KANTIANOS
Ideas galácticas
› Por Federico Kukso
A medio camino entre Las Revoluciones de las Esferas Celestes de Copérnico (1543) y Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento de Einstein (1905), un ligero ensayo dedicado al emperador Federico el Grande se publicaba en Prusia (hoy Alemania). Era 1755 y el texto irrumpía con la misma fuerza con la que un terremoto en noviembre de ese año azotaba a Lisboa, dejando un tendal de 40 mil muertos. Su autor era un tal Immanuel Kant, por entonces un no muy conocido filósofo de 31 años que no escatimó al rebozar con ambición y desparpajo el texto que llevó como rótulo Historia natural universal y teoría de los cielos: un ensayo sobre la constitución y el origen mecánico de todo el universo de acuerdo a los principios de Newton. Desgraciadamente, ni el ímpetu del joven pensador ni el empuje de su obra –que bien podría tildarse de anticipación– fueron suficientes como para evitar que su editor se declarase en bancarrota y que el libro hiciera agua. De cualquier manera, el golpe kantiano había sido galáctico. Y pocos lo sabían.
Islas estelares
En un tranquilo y soleado día königsbergeano a mediados de la década del cincuenta (de los cincuenta de 1750), el treintañero Kant leyó en un diario una reseña titulada Una teoría original o una nueva hipótesis sobre el Universo del astrónomo inglés Thomas Wright (1711-1786) en la que argüía que el Sol, como el resto de los planetas del sistema solar, revoloteaba alrededor de alguna clase de “centro universal de gravitación”. Según parece, al joven filósofo la idea le abrió más interrogantes que respuestas y, fiel a su estilo, se puso a pensarla. No faltó mucho para que cazase la pluma, la zambullera en el tintero y comenzara a construir desde las raíces su propia imagen del cosmos.
Galileo, con su telescopio, había resuelto la estrecha franja blanca que cruzaba el cielo con el nombre de Vía Láctea, y demostrado así que casi las estrellas, lejos de distribuirse uniformemente en la bóveda oscura se concentraban allí. Doscientos años después de Copérnico la creencia común era que ese grupejo de soles como el nuestro era todo el universo, una estructura única y central (y en cierto modo absoluta), que incluía inexplicables nubes elípticas (las nebulosas). ¡Ah, el viejo antropocentrismo maltrecho que anhelaba centralidad!
Y entonces, Kant lanzó una hipótesis audaz: sugirió a partir de razonamientos puramente lógicos que en realidad esas nubes difusas de naturaleza misteriosa podrían ser otras galaxias, otras Vías Lácteas a la deriva, aisladas de la nuestra por grandes extensiones de espacio vacío, donde las estrellas (otras estrellas) se agruparían en formaciones parecidas a grandes discos, y las llamó universos-isla. La Vía Láctea, desde ya, era sólo un universo-isla entre muchos.
En palabras de Kant: “La analogía con el sistema estelar en que nos hallamos, su forma que es exactamente la que debe ser según nuestra teoría, la debilidad de la luz que presupone una distancia infinita, todo ello coincide para que consideremos estas figuras elípticas como otros tantos mundos, o por decirlo así, otras tantas Vías Lácteas”.
Pero ahí no termina todo. Kant pensó también cómo, en el océano cósmico donde navegaba la isla “láctea”, se debió haber “armado” el sistema solar: una nebulosa en rotación, en la que el sol ocupaba el centro, y se habrían formado los planetas por sucesivas condensaciones y por el efecto combinado de la gravedad y la rotación.
Por impresionante que parezca, a nadie le importó ni un poco lo que pensaba ese tal Kant. Su editor perdió todo y ni siquiera Federico el Grande recibió su libro autografiado. En 1791, a los 67 años y con sus tres monumentales Críticas bajo el brazo, Kant volvió a la carga y consintió que le publicaran algunos pasajes de su tratado de 1755. La reedición, sin embargo, no fue un gran best-seller que digamos y tuvo que aguardar hasta la mitad del siglo XIX para que alguien descajoneara el ensayo y se tomase el paciente trabajo de ver qué era lo que el filósofo tenía que decir sobre ciencia. Y a comienzo del siglo XX, las ideas kantianas resurgieron con todo el esplendor: para 1908, ya se habían catalogado y descripto alrededor de 15 mil nebulosas y en 1924 Edwin Hubble por fin puso fin a la controversia al mostrar que uno de los cúmulos más impresionantes, Andrómeda, quedaba fuera –y muy lejos– de la Vía Láctea.
Cuando pase el temblor
Galaxias, nebulosas, estrellas y planetas no fueron los únicos objetos que le robaron la atención al multifacético hombrecito de Königsberg. A fines de 1755 toda Europa se conmovió ante la fuerza de la naturaleza que dijo presente cuando a las 9.30 del 1 de noviembre un terremoto hizo desastres en Lisboa. El temblor, además de dejar decenas de miles de muertos y destrucciones materiales por doquier, sacudió el campo intelectual de la época al poner (momentáneamente) en crisis concepciones optimistas y el providencialismo superficial que de a poco entraba en retirada.
Los grandes cerebros de la época imaginaban que la energía sísmica se propagaba como las partículas se mueven en el aire cuando son empujadas por los vientos. Sin embargo, había una suerte de vacío conceptual: las ondas sísmicas que viajan a través de un medio sólido desconcertaban a los científicos que no podían explicar sus efectos a larga distancia del epicentro terrestre y de las fallas tectónicas. Entonces, ¿cómo sucedía todo eso? En su ensayo Los terremotos publicado en 1756, Kant hace trizas la creencia de que los movimientos de los planetas eran causa y origen de movimientos sísmicos, y la suplanta por otra idea un poco más refinada: las “cuevas”, que desde la antigüedad se creía que adornaban el interior de la tierra y que corrían paralelamente a montañas y ríos de la superficie, servirían, a su entender, de arterias por donde vientos y otros fuegos internos se mueven a gusto. Por eso, Kant aconsejaba a cuanto arquitecto que pasase por Königsberg nunca construir casas y calles en forma paralela a montañas y ríos; si no, que aprendan de lo que pasó en Lisboa sólo por haber sido edificada al lado del río Tejo.
Más allá de todos sus gruesos errores en lo que tenía que ver con las ciencias de la tierra, el espíritu kantiano no fue manchado. Después de todo, el impacto del pensamiento de Kant posterior hizo estragos en la filosofía y la ciencia entera. Y algún que otro bache bien se le puede perdonar.