Según una frase atribuida a varios Premios Nobel, habría
cuatro clases de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Argentina
y Japón. Los dos últimos serían anómalos porque
Japón, sin gozar de ventajas comparativas, llegó a ser una potencia
mundial, y la Argentina hizo todo lo contrario.
La globalización ha hecho que esta fórmula “desarrollista”
suene hoy un tanto antigua, aunque la paradoja persiste. Cualquier taxista,
quiosquero u operador mediático acabará por explicarla diciendo
que Argentina y Japón son países “de ciencia ficción”.
Por cierto Japón, que contamina el mundo con dibujitos manga y levanta
enormes rascacielos en zonas sísmicas, tiene mucho de ciencia ficción.
Pero se diría que la Argentina ha transitado todos los géneros,
desde la utopía de los inmigrantes hasta las dictaduras distópicas,
para destacarse en el policial negro y el horror económico.
Es notable que el concepto “ciencia ficción” salte cada vez
que mencionan cosas como la tecnología de punta, el espacio o la manipulación
de la vida. Parecería indicar hasta qué punto la imagen del futuro
(tanto deseable como temible) ha sido configurada por el género.
Precursores y visionarios
No es habitual destacar la profunda influencia que ha ejercido durante todo
el siglo pasado una literatura que, sin dejar de ser despreciada por los teóricos,
gozó de una envidiable difusión.
Lo primero que nos sugiere esta circunstancia es que la ciencia ficción
ha sido una herramienta eficaz para la divulgación masiva de ideas científicas,
capaz tanto de alentar ilusiones de progreso indefinido, como de sembrar temores
sobre ese mismo progreso.
Sin embargo, el escritor de ciencia ficción suele aparecer ante la opinión
pública como una suerte de profeta, capaz de anticipar en años,
décadas o siglos los desarrollos que la tecnología, inexorablemente,
habrá de producir. Hoy creemos que no existe un determinismo tan estricto
en el progreso tecnológico, que aparece ligado a los factores políticos,
económicos o sociales.
Tampoco es necesario atribuirles facultades paranormales a los escritores de
ciencia ficción, que nunca pretendieron poseer la bola de cristal. De
hecho, han tenido muchos más fracasos que aciertos. Cualquiera de las
enciclopedias especializadas nos permite rescatar al ignoto escritor que previó
cada invención, a veces con lujo de detalles. Pero sus fracasos caen
en el olvido, como ocurre con las hipótesis científicas refutadas,
que sólo interesan a epistemólogos e historiadores.
Mucho de lo que la ciencia ficción “anticipó” se volvió
tecnología cuando alguien se puso a pensar que era algo posible de hacer
y otros pensaron que les convenía. Es por ese camino que el género
ha llegado a incorporar a nuestro lenguaje palabras como “televisión”
(Gernsback) “astronáutica” (Rosny), “robot” (Capek)
“robótica” (Asimov) y “ciberespacio” (Gibson).
Pero los aciertos son sólo una parte de la cuestión, si tenemos
en cuenta las predicciones fallidas. A veces ocurre que los autores con mejor
base científica resultan ser los más conservadores, y sus anticipaciones
envejecen en pocos años. En cambio, una creación poética
como el Marte de Bradbury sigue resultando sugestiva a pesar de que no tiene
nada que ver con lo que muestran las sondas espaciales.
La fórmula más acertada sigue siendo la de Stanislav Lem, quien
alguna vez dijo que se alimentaba de bibliografía científica,
pero sostuvo que del mismo modo que la vaca come pasto y es imposible encontrar
partículas verdes en la leche, en la buena ciencia ficción la
información está metabolizada.
Los profetas fallidos
Hoy sabemos que aquella bala espacial con la que Julio Verne pretendía
alcanzar la Luna hubiera matado a sus tripulantes al despegar y la antigravedad
de Wells sigue siendo un sueño, pero es notable la rapidez con que han
envejecido textos mucho más recientes.
Basta tratar de releer un gran éxito de hace medio siglo, Ciudades en
vuelo (1954) del microbiólogo James Blish. Fue una de las primeras de
esas trilogías que años después invadirían el mercado.
Blish explicaba la idea central de su libro (la antigravedad) con un copioso
formuleo matemático, bastante convincente para el lector no experto,
pero su edificio tenía insospechadas fallas estructurales. En los primeros
capítulos, se preocupaba por aclarar que en el planeta Júpiter
era imposible usar dispositivos electrónicos “porque las válvulas
no resistirían la presión ni la gravedad”.
Ya se conocían los transistores, pero Blish creía que para el
siglo XXII seguirían existiendo tanto las válvulas como la Unión
Soviética. Reservaba a los transistores para el futuro lejano, pero caía
en el ridículo al imaginar que en el futuro los cristales de germanio
serían tan valiosos como para convertirse en el patrón económico
y que la galaxia sería colonizada por buscadores de germanio y uranio.
Hacia el año 4000, sus astronautas seguían usando reglas de cálculo
y copiaban sus planos en un mimeógrafo, algo que ya comenzaba a ser reemplazado
por la fotocopia.
A la hora de ponerse audaz, Blish vaticinaba para nuestro tiempo la derrota
de todas las enfermedades infecciosas y hasta un “antibiótico”
que eliminaría las degenerativas, haciéndonos a todos inmortales,
con más optimismo que rigor.
Parecería que los aciertos de los escritores de ciencia ficción
han sido el resultado de una suerte de bombardeo de saturación. La enorme
cantidad de hipótesis (a veces lanzadas por científicos de profesión)
que se dispararon en los tiempos más felices del género, hacía
probable que alguna diera en el blanco.
Los padres fundadores
“Ciencia ficción” es un rótulo impuesto por los editores
de revistas estadounidenses en las primeras décadas del siglo XX. Tratándose
de una calificación comercial, es tan práctica como insuficiente
para dar cuenta de la variedad de autores y temáticas que abarca.
Si queremos rastrear las vinculaciones del género con la ciencia y la
tecnología convendría distinguir entre “ciencia ficción”
(un campo en el cual hay que incluir las ciencias sociales) y “tecnoficción”,
que abarcaría las llamadas “anticipaciones”.
Históricamente, se diría que el género estuvo a la zaga
de la ciencia, aunque en tiempos más recientes parece haberse producido
algún tipo de interacción, desde el momento que hay muchos científicos
entre sus lectores. La ciencia ficción especulaba en las fronteras de
la ciencia desu tiempo. Los autores de tecnoficción, en cambio, hacían
una suerte de “ciencia aplicada” imaginaria, y arriesgaban ideas
que a veces resultaban realizables.
Entre los antepasados del género estuvo Kepler, uno de los padres de
la ciencia moderna, cuyo Sueño astronómico (1616) fue uno de los
primeros viajes imaginarios a la Luna.
Cuando la electricidad irrumpió en los salones cultos del siglo XVIII
todavía era una suerte de “fuerza vital”. No bien Galvani
logró contraer las patas de una rana muerta con una carga eléctrica,
Mary Shelley imaginó su Frankenstein, un Golem que ya no estaba animado
por la Cábala sino por el poder de la electricidad.
Luego vino el auge de la ciencia aplicada, con Pasteur, Liebig y los Politécnicos.
Junto con ellos nació el positivismo. Su primer fruto fue la obra de
Jules Verne, tan pesimista en lo político como rendido admirador de los
inventores, capaces de viajar a la Luna y al centro de la Tierra, de volar y
andar bajo las olas. Fue la primera tecnoficción, pero sus “telefonoscopios”
y “ornitópteros” envejecieron rápidamente sin que
la pobreza literaria de Verne permitiera rescatarlos.
El otro padre fundador, H.G. Wells, fue mucho más especulativo que Verne
en cuanto a la física. Pero había sido discípulo de T.
H. Huxley y fue capaz de introducir en el género temas como la evolución,
la entropía y la crítica del darwinismo social, con su Máquina
del Tiempo de 1895.
La ciencia en la ficción
La teoría atómica también atrajo a los escritores de ciencia
ficción desde sus comienzos y el modelo atómico “planetario”
de Rutherford les sirvió a muchos de excusa para imaginar aventuras de
capa y espada en mundos de tamaño subatómico. A partir de las
geometrías no euclidianas y la relatividad algunos se sintieron autorizados
a concebir mundos “paralelos” que se desplegaban en otras dimensiones.
El positivismo verniano renació en los Estados Unidos con Hugo Gernsback,
un inventor y editor de revistas de radio y electricidad. El fue quien impregnó
al género del espíritu de Edison y Tesla, de cuya mano llegaba
la segunda revolución industrial.
En esos tiempos Edison encarnaba el “sueño americano” y Lenin
definía su programa como “los soviets más la energía
eléctrica”. Ford ponía a los Estados Unidos sobre ruedas
y Marinetti, inspirador del fascismo, alababa la velocidad y el vértigo.
Todos parecían compartir ese futuro imaginario que proponía la
ciencia ficción, aunque obviamente diferían en cuanto a los medios.
Durante la Depresión, la ciencia ficción orientada por Gernsback
se hizo eco de las ideas de la Tecnocracia, un movimiento político autoritario
que proponía establecer una dictadura de ingenieros en los Estados Unidos.
Para ese tiempo, un tercio de los lectores de ciencia ficción eran científicos
o ingenieros, y algunos la leían porque “en los cuentos, los experimentos
nunca fallan”.
La Edad de Oro
A fines de los treinta, John W. Campbell (1910-1971), un ingeniero que había
sido alumno de Norbert Wiener en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets,
Estados Unidos), le dio un viraje decisivo al género, poniendo un gran
énfasis en la coherencia lógica, la seriedad científica
y la credibilidad de las tramas, y fue el primero en darle espacio a las ciencias
sociales. A su sombra, crecieron Asimov, Heinlein, Blish, Weinbaum, Anderson,
Miller, Pohl, Sturgeon, Simak y otros clásicos.
La llamada Edad de Oro del género duró desde la bomba atómica
(1945) hasta el Sputnik (1957). Campbell le impuso sus obsesiones personales
(la guerra nuclear y la parapsicología), la hizo más crítica
respecto de latecnología, y la abrió a las nuevas “modas”
de la divulgación científica, como sería la antimateria
en los años sesenta.
Luego vinieron las nuevas cosmologías, los agujeros negros, los “túneles
de gusano” y las naves “taquiónicas”. Pero cuando los
temas eran tan ambiciosos, a menudo los recursos literarios resultaban insuficientes.
En una novela del veterano físico Poul Anderson (Tau Zero, 1970) unos
privilegiados astronautas lograban presenciar el colapso final del universo,
sin reparar en que en ese caso no sólo ellos sino también el espacio
mismo colapsaría.
En los ochenta, la corriente cyberpunk introdujo el tema de la realidad virtual,
exitosamente combinado con elementos de policial negro. Para entonces, el avance
de la tecnología de efectos especiales ya permitía incursionar
exitosamente en el cine, y acabaría por darle el triunfo el espíritu
circense de Hollywood. La última novedad parecen ser las Teorías
del Todo, como ocurre en El instante Aleph, de Greg Egan (2000).
La corriente que actualmente se erige en baluarte del rigor científico
suele contar en sus filas a investigadores y divulgadores, pero sus productos
dejan bastante que desear frente a los buenos libros de divulgación.
Cuando uno lee la serie Marte rojo, Marte verde y Marte azul, de Kim Stanley
Robinson, sabiendo que el autor trabajó durante años para la NASA,
comienza a dudar si no estará leyendo un proyecto de ingeniería.
La tecnoficción y el imaginario
La crítica universitaria, que comenzó a ocuparse tardíamente
de la ciencia ficción y acostumbra explicar la literatura a partir de
la literatura, no suele investigar la influencia que el género pudo haber
ejercido en procesos tan importantes como el poder nuclear y la carrera espacial.
En lugar de considerar a los escritores de ciencia ficción como visionarios
capaces de anticipar el futuro, habría que verlos como sembradores de
ideas y promotores de proyectos que la tecnología asumirá en cuanto
el poder se interese en ellas.
Ocurre que el satélite artificial fue ideado por Arthur Clarke y John
Peirce. La radioastronomía (E.E. Smith), la televisión, el radar
y el corazón artificial (Gernsback), la ingeniería genética
(Williamson), las resinas epoxi, los plásticos y los semiconductores
aparecieron en las páginas de las revistas de ciencia ficción
mucho antes que en las científicas. También la robótica,
que hoy estudian los ingenieros, fue una ciencia imaginada por Isaac Asimov
hace medio siglo.
Puede que la ciencia ficción haya sido la menos perceptible y la más
persistente de las ideologías, que alentó el deseo de innovación
tecnológica indefinida y puso en circulación objetivos que en
su momento parecían inalcanzables, hasta generar la voluntad de alcanzarlos.
Hoy podría ser el último soporte de la ideología del progreso
indefinido, y no es casual que en las últimas décadas se haya
vuelto tan tímida en cuanto a imaginar un futuro mejor.
Treinta años antes de Hiroshima, la energía atómica ya
desempeñaba un papel protagónico en los relatos de H.G. Wells,
Alexander Bogdanov o Karel Capek. Los físicos que hicieron la Bomba leían
(y hasta escribían) ciencia ficción, y sus anticipaciones estaban
en muchos relatos de la época, a punto de despertar la desconfianza del
FBI. Leo Szilard, autor de aquella carta que persuadió a Roosevelt de
la necesidad de construir la Bomba, escribía ciencia ficción,
y entre los lectores estaban Edward Teller, el físico que impulsaría
la bomba de hidrógeno norteamericana, y el propio presidente Truman.
Hasta el movimiento antinuclear posterior le debió mucho a las obsesiones
de Campbell, quien hizo cuanto estuvo a su alcance para despertar la conciencia
del peligro. Luego, vino la carrera espacial, el proyecto kennedyano de distensión
política que realizaba todas las fantasías de la ciencia ficción:
Hannah Arendt fue una de las primeras intelectuales en darse cuenta, en el prólogo
de La condición humana. La “conquista del espacio” era el
metarrelato de la ciencia ficción y la NASA fue su instrumento.
Campbell estaba en lo cierto cuando reunió a sus colaboradores para festejar
la llegada de Armstrong a la Luna y les dijo: “Nosotros lo hicimos, por
pocos centavos la página”. También los rusos rescataban
entonces a Konstantin Tsiolkovski, que había escrito ciencia ficción,
y el astronauta Yuri Gagarin confesaría ser un lector adicto.
Hacia los años ochenta, comenzaron a confluir los proyectos espaciales
y los bélicos con la Iniciativa de Defensa Estratégica de Reagan,
conocida como Star Wars. Detrás de ella estuvo un lobby civil de la ciencia
ficción, liderado por Jerry Pournelle, Larry Niven y el veterano Robert
Heinlein.
Con algunas contadas excepciones, la ciencia ficción no previó
la computadora personal e Internet, la gran revolución tecnológica
de las últimas décadas. Pero fue William Gibson, un escritor del
género sin otra formación que una Licenciatura en Letras, quien
acuñó el concepto de realidad virtual y puso en circulación
una exitosa palabra, “ciberespacio”. En cuanto a los robots, circulaban
en la ciencia ficción cincuenta años antes de que Toyota comenzara
a fabricarlos.
Los sueños de la razon
La ciencia ficción ha sobrevivido al colapso del progresismo moderno,
aunque ha dejado de generar ideas inquietantes, para reflejar las tendencias
del mercado o convertirse en expresión del desencanto.
En cuanto comenzaron a hacerse realidad sus fantasías tecnológicas,
los medios parecieron darle vía libre a sus expectativas mesiánicas
y a sus extravagancias que han dado origen a varias seudociencias.
Algunos de los mitos que seducen al hombre de hoy provienen de un imaginario
de ciencia ficción que ha comenzado a invadir la realidad. La consumación
de la ciencia ficción como industria ha venido a adjudicarle el papel
de una ideología: todavía somos capaces de imaginar la tecnología
del futuro, pero parece que hubiéramos renunciado a pensar un futuro
más justo.
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