La obra de Milstein
Por L. M. y M. D. A.
A pesar de que ya se ha escrito profusamente sobre él y se lo ha recordado con admiración, Futuro no podía evitar un brevísimo homenaje a uno de los tres premios Nobel en ciencia de la Argentina (junto a Bernardo Houssay y Federico Leloir). Quién sabe cuándo vendrá el cuarto...
Nació en Argentina
y murió en Inglaterra. Fue doctor en Química y le dieron el premio
Nobel de Medicina en 1984. La historia de César Milstein, fallecido el
domingo pasado, es una historia con la contradicciones propias de quien ejerce
dos profesiones peligrosas: ser científico y ser argentino. En realidad,
Milstein no es exactamente un premio Nobel argentino, como lo fueron sin ninguna
duda Houssay y Leloir, y el hecho es todo un diagnóstico sobre la decadencia
ostensible hoy de nuestro país. Echado por la dictadura que
derrocó a Frondizi (que de paso desmanteló el Instituto Malbrán),
emigró definitivamente a Inglaterra (donde ya había estado investigando
en 1957) en busca de un país más sensato y menos suicida, que
más tarde le ofreció la ciudadanía británica. O
sea que, aunque mantuvo permanentes lazos con su país de origen, y venía
continuamente, empujado por la nostalgia y el deseo de ayudar, la trayectoria
de Milstein es básicamente británica: el mérito de los
descubrimientos y los premios científicos es de los países que
ofrecen los medios y el entorno para lograrlos y no de los que los obligan a
emigrar y les ofrecen la calidad de lavaplatos como ideal. Expulsar a un futuro
premio Nobel es todo un síntoma, o mejor, un perfecto diagnóstico.
Concretamente, lo que consiguió Milstein (junto a su colega George Köehler,
también premiado) fue la fabricación artificial de líneas
de anticuerpos puros (monoclonales) que pueden actuar ante la amenaza
específica de una enfermedad y ser dirigidos contra un blanco específico,
del mismo modo que los misiles. Aunque no resultaron finalmente, y como se especuló
al principio, un arma decisiva contra el cáncer, el descubrimiento/invento
de Milstein sirve hoy, por ejemplo, para el diagnóstico del cáncer
y para los más comunes diagnósticos de embarazo. También
permitió clasificar algunos linfocitos que resultan importantes para
los tratamientos antisida. Además, por si fuera poco, esa línea
de investigación milsteana también ha prosperado en el campo de
la producción de vacunas y en biotecnología.
Los juegos de Nash
por Federico Kukso
John Forbes Nash no sólo
consiguió un Premio Nobel en 1994 si bien de economía,
sino que ahora lo completó con un rosario de Oscar. Una mente brillante,
reciente ganadora del Oscar como mejor película, no escapa a las tergiversaciones
sobre la vida de personajes notables que constituyen un lugar común en
la industria cinematográfica hollywoodense. Sin embargo, entre digresiones
y omisiones, lo peor es no explicitar la idea que le valió el premio
de premios: su análisis pionero del equilibrio en la teoría de
los juegos no cooperativos.
La Teoría de juegos adquirió status matemático en 1944,
con la publicación de Teoría del Juego y del comportamiento económico,
por parte del matemático John von Neumann y el economista Oskar Morgenstern,
que centraban su análisis en los juegos de suma cero, que hacen que un
jugador gane sólo si el otro pierde y no es posible cooperación
alguna.
En 1950, a sus 21 años, Nash desarrolló una teoría matemática
para conflictos en los que intervienen más de dos partes a partir de
la distinción entre juegos cooperativos y no cooperativos, en función
de la posibilidad de negociación y mostró que, aun en escenarios
increíblemente complicados, puede haber puntos de equilibrio, situaciones
en las que, si los demás no modifican su comportamiento (cosa que no
se sabe si harán) el jugador no puede mejorar su situación mediante
un cambio de estrategia. Es un equilibrio de Nash: no quiere decir,
en absoluto, que sea el punto óptimo ni mucho menos, sino una situación
estable en la que nadie puede mejorar, por lo menos por su cuenta. El espectáculo
Argentina proporciona un ejemplo aproximado: un jugador tiene dos estrategias
posibles; a saber, comprar dólares o quedarse en pesos. Si se queda en
pesos (y dado que no sabe si todos los demás se quedarán en pesos,
o si algunos se quedarán en pesos y otros comprarán dólares,
o si todos comprarán dólares, haciendo aumentar la divisa), el
jugador tiene ocasión de mejorar su posición, o por lo menos de
no empeorarla comprando dólares él también. Esto es, no
ha llegado a un equilibrio, porque puede cambiar su estrategia y salir ganando.
Pero si su estrategia es comprar dólares mientras, no tiene manera de
mejorar su posición cambiando su estrategia (pasarse a pesos), ya que
corre el riesgo de perder. Y entonces sí está en una posición
de equilibrio. Como todos los jugadores razonan de la misma manera, el resultado
es un equilibrio general (todos compran), empujando el dólar hacia arriba
y empujando al conjunto alegremente hacia el abismo. El tratamiento de este
tipo de escenarios, y otros más complicados con varios puntos de equilibrio,
confirman lo brillante de la mente del Nobel y Oscar, y, de paso, la poca materia
gris de quienes armaron el ejemplo argentino. Demasiado para ilustrar una película.
Casi una perversión.
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