HISTORIA DE LA CIENCIA: WILLIAM WHEWELL, HACEDOR DE PALABRAS
La importancia de llamarse científico
“Could I revive within me
Her symphony and song,
To such a deep delight ‘twould win me,
That with music loud and long,
I would build that dome in air,...”
Kubla Kahn, Samuel Coleridge
El mundo era tan nuevo, que la mayoría de las cosas carecían de nombre, y para referirse a ellas hacía falta señalarlas con el dedo.
Cien años de soledad,
Gabriel García Márquez.
› Por Esteban Magnani
Suele ser un privilegio de la sociedad elaborar el lenguaje mientras lo utiliza cotidianamente a escondidas de los estudiosos de la cultura. De estos nacimientos raramente queda registro. Cuando se intenta conocer el origen de alguna palabra se suele caer en las limitaciones de la etimología, que permite retroceder algunos siglos y decir que, por ejemplo, “agua” proviene del latín aqua. Quienes quedan insatisfechos pueden estirar un poco más las conjeturas y rastrear la raíz indoeuropea del latín. Pero los detallistas, los amantes del momento mágico en el que aparece algo que antes no existía, sufrirán de frustración; es que en cualquier caso nunca podrán conocer la verdadera fuente, la primera vez que alguien nombró al agua para que el resto de la comunidad adoptara la palabra, el sonido, dándole verdadera existencia y una vida de lentas metamorfosis.
Pero hay excepciones, palabras jóvenes, entre ese mar de términos con raíces que se pierden en los tiempos. Son las que señalan elementos nuevos que nunca habían necesitado ser nombrados y que a veces surgen difusamente de la sociedad que necesita palabras para poder hablar de ellas (como “trucho” o “ñoqui”). En otras ocasiones, en cambio, alguien genera una criatura nueva y se arroga el derecho de bautizarla. Es, hasta cierto punto, el caso de la palabra “científico” (scientist), que hasta cuenta con fecha de nacimiento y un padre algo particular.
El orfebre de palabras
El inglés William Whewell (1794-1866) fue un verdadero filósofo natural. Era del tipo de científico característico del siglo XVIII versado en numerosas temáticas, una especie que tendería a desaparecer junto con la llegada de la especialización. Desde un origen modesto, hijo de un carpintero, llegó a ser miembro de la Royal Society y se transformó en un erudito capaz de disquisiciones filosóficas, pero también de sumar en campos diversos que hoy se ubicarían dentro de las matemáticas, la física, o la química. Whewell era además el discípulo de Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) un poeta-filósofo famoso por sus excentricidades y que escribió algunos poemas memorables (y muy difíciles de traducir haciéndoles justicia) como La balada del viejo marinero o Kubla Khan. Justamente este último poema (un fragmento encabeza esta nota), lo soñó tras leer sobre el emperador mongol. Al despertar, lo transcribió sin pausa, según el mismo contó, hasta que fue interrumpido y el poema que flotaba en su cabeza se perdió irremediablemente (Coleridge utilizaba láudano, que contiene opio, lo que explica, hasta cierto punto, sueños tan creativos y precisos). Whewell y Coleridge, junto a otros grandes hombres de su tiempo, estaban preocupados por la creciente especialización de la ciencia que, creían, tendía a limitar el aporte de las mayorías en la búsqueda de la verdad. Veían acercarse una etapa en la que la ciencia sería patrimonio de un puñado de instituciones, sobre todo de la Royal Society, que se establecerían en jueces de la “verdad” por medio de subsidios, publicaciones y demás. Entonces el poeta/filósofo Coleridge encargó al científico/filósofo Whewell que diera un nombre a lo que habitualmente se llamaba “hombre de ciencia” (man of science) o filósofo natural (natural philosopher) y que estuviera acorde con este criterio de amplitud que ellos deseaban.
Así las cosas, Whewell propuso la palabra “científico” para designar a cualquier hombre que se abocara a la búsqueda de la verdad. De más está decir que el término perduró, pero que su sentido fue cambiado hasta denotar a un especialista bastante alejado del común de las personas: suele ocurrir que una vez en el mundo las obras se rebelan a sus creadores.
De cualquier manera, no fue éste el único trabajo que Whewell tuvo como orfebre lingüístico: como quien encarga un mueble a medida, el físico y químico Michael Faraday (1791-1867) le pidió nombres para sus criaturas eléctricas, a las que Whewell bautizó como “cátodo”, “ánodo” e “ión”. Whewell fue también un científico respetado, un firme defensor del inductivismo como fuente de saberes definitivos y opositor a los primeros anticipos de la teoría evolucionista. Murió al caer de un caballo.
Las palabras y las cosas
La cuestión de la terminología no es un problema menor para la ciencia. En el lenguaje científico mismo está encerrado lo que hay, lo que se puede decir, lo posible; es una herramienta necesaria para, justamente, seguir investigando lo que hay. En el caso de la palabra “científico”, el sentido varió respecto de la idea que le dio origen. Lo mismo les ocurrió a otras muchas palabras, como “éter”, por ejemplo, que fue cambiando de significado según las necesidades de cada época de explicar lo que no se entendía y que terminó, en nuestros días, con el modesto significado de nombrar al cloruro de etilo.
Y cabe aquí marcar una sutil diferencia (que traza una de las fronteras entre ciencias sociales y naturales): en el caso del “cátodo” o el “árbol”, por ejemplo, la “cosa”, a grandes rasgos, existía desde antes de ser nombrada. Es cierto que se puede decir que “árbol” es un recorte arbitrario ya que podría existir una palabra para “árbol con tierra” o sólo palabras para la raíz, el tronco y las ramas por separado, pero ninguna para lo que consideramos la unidad “árbol” (sería un ejercicio parecido al que propone Jorge Luis Borges en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius); en todo caso estas palabras se referirían a algo que existe en el mundo.
Más improbable, en cambio, es creer que el científico, es decir el contenido de la palabra “científico”, la res “científico”, tenía existencia antes de haber sido nombrado por primera vez (¿Newton fue un “científico” en el sentido de Whewell?). Cuando se discute lo que existe en la cultura, la dinámica de lo que hay adquiere un tono casi bíblico que recuerda la vieja frase –de hecho, la primera frase– atribuida al supuesto hacedor de todas las cosas, incluido el lenguaje: “En el principio fue el verbo”.