Sáb 06.04.2002
futuro

Copérnico y el patacón

El fundador de la cosmología moderna estaba lejos de ser un “monetarista”. Copérnico pensaba que “aquellos países donde circula la buena moneda poseen obras de arte, excelentes artesanos y bienes en abundancia”. Para él la moneda era simplemente una condición del bienestar general y de la “lucha contra la pereza y la mendicidad”.

› Por Pablo Capanna

La temible Fiebre Verde, que provoca en los argentinos una irresistible compulsión a comprar dólares, parece haberse desatado con el ejemplo de nuestros dirigentes, que lograron escamotear sus propios dólares a tiempo. Para contener la propagación de la epidemia, nuestras sabias autoridades han creado el singular “corralito”, un cordón sanitario que nos mantiene alejados de nuestro dinero mientras dure el proceso de su licuación.
De este modo, a falta de otro circulante, hemos tenido que acostumbrarnos a los bonos o pseudomonedas. Cada provincia tiene la suya, aunque probablemente la más sólida sea ese “crédito” que emiten los clubes de trueque. Al menos cuenta con un tangible respaldo en empanadas o verduras de quinta, que pocos gobiernos suelen dar.
Junto a los escasos pesos y los fantasmales dólares, circulan bonos de nombre telúrico como patacones, quebrachos, porteños y huarpes. Otros tienen marcas más propias de medicamentos, como Lecor, Lecop y Petrom. Hasta los hay cacofónicos y tristones como Cecacor, Bonfe, Boncafor y Bocade. Sospechamos que pronto la escasez de próceres llevará a emitirlos con efigies de personajes dudosos o ignorados, como jugadores de fútbol o parientes del gobernador.
Para asombro del inspector que envió el FMI a juntar las basuras de la fiesta inolvidable, las seudomonedas circulan de un bolsillo a otro según las reglas del juego de las sillas musicales. El último que se quede con ellas perderá, pero sin duda eso habrá de ocurrir con otro gobierno, en un futuro que hoy parece remoto.
Por si faltaban problemas, muy pronto aparecieron los patacones falsos y hasta una tercera categoría, los patacones “escasamente confiables”, que el gobierno bonaerense ha tenido que salir a respaldar. Ocurre que la imprenta, ante el encarecimiento de los insumos importados, resolvió rebajar con solvente la tinta, haciéndolos un poco más pálidos y expuestos a la falsificación que otros de la misma serie, sin duda menos confiables que los de la serie anterior y mucho menos que la moneda nacional.
La cuestión filosófica que se plantea es: ¿cuál es la diferencia entre un patacón falso y uno verdadero, aparte de quien los haya emitido? ¿Alguno de los dos tiene algún respaldo efectivo? ¿Qué hará el poseedor de bonos decolorados? Obviamente tratará de sacárselos de encima y se dará por satisfecho si le dan el vuelto en una pseudomoneda más “segura”, siempre y cuando la acepte el almacenero. Luego procederá a gastar los patacones “seguros”, y guardará hasta último momento los pesos devaluados. En el caso de que tenga una abuela asturiana que cobra su pensión en dólares, la encerrará en un corralito blindado. De tal modo, el mercado acabará lleno de coloridos papeles de los que todos quieren desprenderse.
Aunque no sea habitual recordarlo, quien sabía algo de todo esto era Copérnico. El padre de la visión moderna del mundo también tuvo una faceta menos conocida como teórico de la economía y en su momento se ocupó de las seudomonedas.
Después de todo, si Umberto Eco escribió sobre Kant y el ornitorrinco, no es demasiado loco tratar de establecer alguna relación entre Copérnico y los patacones.

La Ley de Gresham
Los economistas saben que cuando en un mismo sistema circulan dos clases de monedas de distinta calidad (ya sean aleaciones metálicas o billetes dediverso prestigio como el dólar y el peso), la gente tiende a atesorar la más fuerte y utiliza la otra para las transacciones corrientes. La “mala” moneda desplaza así a la “buena” del mercado.
Desde el siglo XIX se acostumbra a llamar “Ley de Gresham” a este principio, que se cree habría sido enunciado en 1558 por Sir Thomas Gresham, consejero de la reina Isabel I y fundador de la Bolsa de Londres.
En la Inglaterra isabelina circulaban monedas de oro y de plata con una equivalencia específica. Una onza de oro amonedado equivalía a cierta cantidad de monedas de plata. Pero si uno contaba con una onza de oro, con ella podía conseguir en el mercado una mayor cantidad de plata. Con lo cual nadie entregaba oro acuñado para fundir y en el mercado terminaban circulando las monedas de plata, más baratas pero generalmente adulteradas.
Los ingleses superaron el problema durante el siglo XVIII, cuando pusieron al frente de la Casa de Moneda a Sir Isaac Newton, el padre de la física clásica. Newton, quien quizás se había hecho acreedor al puesto por su fama de alquimista (los alquimistas se jactaban de producir oro) fue quien aconsejó establecer el patrón oro, no sin antes haber sobrevaluado el metal.
Pero a fines de ese siglo ya había hecho su aparición el papel moneda, que a Goethe le parecía un engendro diabólico. En la segunda parte del Fausto de Goethe, es Mefistófeles, un demonio, quien le aconseja emitir papeles al tesorero del emperador, dándoles como supuesto respaldo todos los eventuales tesoros que algún día pudieran encontrarse en el subsuelo del imperio. Aunque el emperador “barrunta una fechoría, una inmensa farsa”, de hecho todos son felices. El sastre cose, el tendero vende, el posadero escancia cerveza, los mercenarios cobran y toda la estancada economía se pone en movimiento gracias al patacón imperial. Nadie se preocupa por averiguar su valor en metálico, ni piensa en rescatarlo.

Un hombre múltiple
Cuando Gresham le aconsejaba a la reina Isabel que retirara las monedas acuñadas por su padre y volviera a fundirlas, ya hacía treinta años que Copérnico había enunciado el principio según el cual la mala moneda desplaza a la buena. El polaco ya lo había hecho en un tratado sobre la reforma monetaria escrito en alemán que presentó en 1522 a la Dieta de Prusia.
Ocurre que el hombre que cambió la imagen del mundo y puso en marcha la modernidad era un genio polivalente, como muchos intelectuales del Renacimiento. Copérnico fue médico, abogado, administrador, ingeniero militar y astrónomo aficionado, más teórico que práctico a juzgar por los escasos trabajos de observación (uno o dos por año) que le atribuye Arthur Koestler. También tradujo tediosos poemas del griego, diseñó un mapa de Prusia y hasta asesoró al Concilio Lateranense para la reforma del calendario, siempre manteniendo eso que hoy se llamaría “un perfil bajo”.
Copérnico vivió en un tiempo de cambios radicales y vertiginosos. Cuando tenía dieciocho años, Colón viajó a América. A los treinta estaba en Ferrara, bajo Lucrecia Borgia y anduvo por Roma para el Jubileo de 1500. Cuando Copérnico tenía cuarenta y cuatro, Lutero puso en marcha la Reforma. En el mismo año 1512 en que tímidamente dio a conocer su Commentariolus, el primer bosquejo del sistema heliocéntrico moderno, Miguel Angel pintaba el Juicio Universal. Copérnico también tuvo la suerte de ser contemporáneo de gente como Erasmo, Leonardo, Maquiavelo, Paracelso y Rabelais. Durante su vida, presenció algunas de las mutaciones que darían origen al capitalismo.
Gracias al tIo Lucas
Según los diccionarios, “canonjía” (el cargo de un canónigo) es sinónimo de “prebenda” o “empleo con poco trabajo y bastante provecho”.
A los veintidós años, Copérnico fue agraciado por su tío materno, el obispo Lucas Watzenrode, con un puesto de canónigo adscripto a la Catedral de Frombork (Frauenburg, en alemán), en su provincia natal de Warmia (Ermland), en Polonia. Contra lo que puede creerse, para ser canónigo no era necesario ser sacerdote, y no tenemos constancia de que Copérnico se haya ordenado jamás.
El cargo lo hacía acreedor a un buen sueldo y a escasas obligaciones, que recién se vería obligado a ejercer años más tarde. En cuanto comenzó a cobrar su dieta, el joven Nicolás se fue a Cracovia a cursar estudios superiores. Después de pasar cinco años allí, viajó a Italia, donde estuvo otros ocho años estudiando en las mejores universidades: Derecho en Bologna y Medicina en Padua. También hizo contacto con pequeños grupos neopitagóricos de tinte esotérico gracias a Filippo Buonaccorsi, un personaje que siguiendo la moda griega se hacía llamar Calímaco. Los neopitagóricos lo convencieron de que el divino Sol debía ocupar el centro del cosmos, por razones más filosóficas que astronómicas, pero le hicieron conocer el sistema heliocéntrico de Aristarco.
En todos esos años, Copérnico sólo realizó algunas escapadas a Frauenburg, más para cobrar y visitar a los amigos que para ocuparse de los deberes administrativos, lo cual lo hace aparecer ante nosotros como una suerte de ñoqui ilustrado. Por suerte, en lugar de gastar su prebenda en gozar de la buena vida y emprender viajes de placer, se dedicó a aprender todo lo que iba a necesitar para dar vuelta la visión del mundo que había predominado en los últimos dos milenios. Pocas becas fueron tan bien aprovechadas.

Los caballeros teutonicos
En tiempos de Copérnico, Polonia era el país más extenso de Europa y puede decirse que atravesaba una etapa de prosperidad. Con la caída de Constantinopla, el comercio internacional se había retraído del Mediterráneo. Los puertos del Mar Báltico, entre ellos ese Gdansk que siglos más tarde haría famoso Lech Walesa, comenzaban a ser un nuevo polo comercial. Era un mercado donde ya operaban los mercaderes holandeses, que acababan de forzar el monopolio de los alemanes de la Liga Hanseática.
Mientras el mundo mediterráneo, más avanzado, comenzaba a orientarse hacia las manufacturas, la producción agrícola de Polonia y Lituania vivía su mejor momento y se abría a nuevos mercados, como el de Rusia.
La diócesis de Warmia era un territorio polaco, pero estaba rodeado como una pinza por tierras sometidas al dominio de los caballeros teutónicos.
Los teutónicos eran los últimos sobrevivientes de aquellas órdenes guerreras nacidas en tiempos de las Cruzadas, que en otros países como España o Francia habían sido asimiladas o aniquiladas por la monarquía. La Orden Teutónica, en cambio, había degenerado hasta convertirse en una suerte de temible mafia que defendía los intereses de poderosas familias alemanas.
En Rusia, sólo el caudillo Alexander Nevski había sido capaz de frenar su expansión en el siglo XIII. En ese clásico del cine que le dedicó Eisenstein y al cual le puso música Prokofiev, los vemos hundirse en el lago helado, sin que sus máscaras robóticas dejen escapar ni una mirada.

La guerra copernicana
A la vuelta de sus largos viajes de estudio, Copérnico fue nombrado administrador general de todas las posesiones del Capítulo de Warmia y decidió ponerse a trabajar, haciendo un poco de todo. Así fue el médico de sus colegas del Capítulo; organizó el asentamiento de granjeros en laregión y, actuando como ingeniero militar, dirigió la construcción de bastiones de artillería.
También le fue encargada la misión de sanear la moneda, ya que los teutónicos (tan inescrupulosos en la paz como en la guerra) acuñaban piezas de baja calidad que estaban desplazando a la moneda polaca, de metal más noble.
A Copérnico le tocó intervenir en la última de varias guerras contra la Orden (1511-1521), como resultado de la cual Warmia vio reducirse a la mitad su población, pero el poder de los teutónicos se derrumbó estrepitosamente. Tanto en este caso, como en el de la cosmología, a Copérnico le tocó clausurar el ciclo medieval.
La guerra se inició con la sublevación de nobles y burgueses que enfrentaron el poderío teutónico. En uno de los primeros combates, los alemanes destruyeron la casa de Copérnico en Frombork y lo obligaron a refugiarse en la ciudad de Olsztyn, que se había convertido en el principal foco de resistencia. Fue Copérnico quien emplazó los cañones, dirigió la defensa y contrató a mercenarios polacos para defender la ciudad.
Derrotados los teutónicos, le tocó negociar la paz con el Gran Maestre de los Teutónicos. Por fin, tras una conversación privada que tuvo con Lutero, el jefe de los caballeros renunció a sus votos religiosos, se sometió al rey polaco y se conformó con ser el príncipe de un vasto territorio.
En esta época de intensa actuación pública, nació en Copérnico esa preocupación por la moneda que supo cultivar al margen de su interés por las esferas y los ecuantes planetarios.

Moneda sana
A comienzos de la Edad Moderna, el envilecimiento de la moneda era un recurso fiscal habitual para los reyes. Se lo practicaba rebajando el contenido de las monedas, especialmente las de plata, que eran las que más circulaban. Por algo seguimos llamándole “plata” al dinero y vivimos a orillas del Río de la Plata, que recibió su nombre en ese tiempo.
Fundiendo y mezclando la plata de las monedas con metales menos nobles para volver a acuñarlas, el fisco se apoderaba de cierta cantidad de plata pura, sin contar con la que quedaba en las manos de los funcionarios y empleados de las casas de moneda, quienes hacían su propio negocio reteniendo buena parte de ella.
Esta práctica constituía una forma de devaluación. Las monedas más “sanas” se fugaban al exterior y aquellas cuyo valor nominal todos sabían que era ficticio terminaban circulando en el mercado. Recordemos algo mucho más cercano a nosotros. A fines de los ochenta, en la Argentina de la hiperinflación se llegaron a contrabandear monedas a Brasil para fabricar arandelas, porque el metal de que estaban hechas había llegado a valer más que su devaluada denominación.
En tiempos de Copérnico, la producción ya comenzaba a orientarse hacia el mercado y el comercio exterior ya no sólo abarcaba bienes suntuarios como paños, especias o pieles sino commodities como trigo, madera o hierro. Por esta circunstancia, desde el poder se comenzó a darle más importancia al sistema monetario.
Cuando intentaba ponerles freno a las prácticas de los caballeros teutónicos, que acuñaban monedas envilecidas, Copérnico enunció el principio que luego sería atribuido a Gresham. Con eso se hizo teórico tanto de la “moneda sana” como del mercantilismo. La “riqueza nacional” comenzó a expresarse en las reservas de oro y plata, y el oro americano hizo a España inmensamente rica.
Pero el fundador de la cosmología moderna estaba lejos de ser un “monetarista”. Pensaba que “aquellos países donde circula la buena moneda poseen obras de arte, excelentes artesanos y bienes en abundancia”. Entendía que la moneda era simplemente una condición de la “abundancia de bienes” (el bienestar general) y de la “lucha contra la pereza y la mendicidad”. A esto último, nosotros lo llamamos “empleo”.

Siempre hay alguien antes
De todos modos, como nunca fue posible patentar las ideas, tampoco puede decirse que Copérnico haya sido el primer teórico de la moneda sana. Un siglo antes otro físico, Nicolás de Oresme (1325-1382), había escrito un tratado sobre la moneda que luego serviría de inspiración para la reforma monetaria de Carlos V.
Pero el otro Nicolás, el medieval, no sólo se había adelantado al Copérnico economista. También había sido precursor del Copérnico cosmólogo, cuando sostuvo que, por lo menos en teoría, el sistema heliocéntrico era admisible como explicación de los fenómenos celestes y debía ser tomado muy en serio.
Para quienes hoy dudan de que la economía sea una ciencia, notemos que en esta historia acabamos de tropezarnos nada menos que con Nicole Oresme, Copérnico y Sir Isaac Newton, tres pilares del pensamiento científico.

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