El fundador de la cosmología moderna estaba lejos de ser un “monetarista”. Copérnico pensaba que “aquellos países donde circula la buena moneda poseen obras de arte, excelentes artesanos y bienes en abundancia”. Para él la moneda era simplemente una condición del bienestar general y de la “lucha contra la pereza y la mendicidad”.
› Por Pablo Capanna
La Ley de Gresham
Los economistas
saben que cuando en un mismo sistema circulan dos clases de monedas de distinta
calidad (ya sean aleaciones metálicas o billetes dediverso prestigio
como el dólar y el peso), la gente tiende a atesorar la más fuerte
y utiliza la otra para las transacciones corrientes. La “mala” moneda
desplaza así a la “buena” del mercado.
Desde el siglo XIX se acostumbra a llamar “Ley de Gresham” a este
principio, que se cree habría sido enunciado en 1558 por Sir Thomas Gresham,
consejero de la reina Isabel I y fundador de la Bolsa de Londres.
En la Inglaterra isabelina circulaban monedas de oro y de plata con una equivalencia
específica. Una onza de oro amonedado equivalía a cierta cantidad
de monedas de plata. Pero si uno contaba con una onza de oro, con ella podía
conseguir en el mercado una mayor cantidad de plata. Con lo cual nadie entregaba
oro acuñado para fundir y en el mercado terminaban circulando las monedas
de plata, más baratas pero generalmente adulteradas.
Los ingleses superaron el problema durante el siglo XVIII, cuando pusieron al
frente de la Casa de Moneda a Sir Isaac Newton, el padre de la física
clásica. Newton, quien quizás se había hecho acreedor al
puesto por su fama de alquimista (los alquimistas se jactaban de producir oro)
fue quien aconsejó establecer el patrón oro, no sin antes haber
sobrevaluado el metal.
Pero a fines de ese siglo ya había hecho su aparición el papel
moneda, que a Goethe le parecía un engendro diabólico. En la segunda
parte del Fausto de Goethe, es Mefistófeles, un demonio, quien le aconseja
emitir papeles al tesorero del emperador, dándoles como supuesto respaldo
todos los eventuales tesoros que algún día pudieran encontrarse
en el subsuelo del imperio. Aunque el emperador “barrunta una fechoría,
una inmensa farsa”, de hecho todos son felices. El sastre cose, el tendero
vende, el posadero escancia cerveza, los mercenarios cobran y toda la estancada
economía se pone en movimiento gracias al patacón imperial. Nadie
se preocupa por averiguar su valor en metálico, ni piensa en rescatarlo.
Un hombre múltiple
Cuando Gresham
le aconsejaba a la reina Isabel que retirara las monedas acuñadas por
su padre y volviera a fundirlas, ya hacía treinta años que Copérnico
había enunciado el principio según el cual la mala moneda desplaza
a la buena. El polaco ya lo había hecho en un tratado sobre la reforma
monetaria escrito en alemán que presentó en 1522 a la Dieta de
Prusia.
Ocurre que el hombre que cambió la imagen del mundo y puso en marcha
la modernidad era un genio polivalente, como muchos intelectuales del Renacimiento.
Copérnico fue médico, abogado, administrador, ingeniero militar
y astrónomo aficionado, más teórico que práctico
a juzgar por los escasos trabajos de observación (uno o dos por año)
que le atribuye Arthur Koestler. También tradujo tediosos poemas del
griego, diseñó un mapa de Prusia y hasta asesoró al Concilio
Lateranense para la reforma del calendario, siempre manteniendo eso que hoy
se llamaría “un perfil bajo”.
Copérnico vivió en un tiempo de cambios radicales y vertiginosos.
Cuando tenía dieciocho años, Colón viajó a América.
A los treinta estaba en Ferrara, bajo Lucrecia Borgia y anduvo por Roma para
el Jubileo de 1500. Cuando Copérnico tenía cuarenta y cuatro,
Lutero puso en marcha la Reforma. En el mismo año 1512 en que tímidamente
dio a conocer su Commentariolus, el primer bosquejo del sistema heliocéntrico
moderno, Miguel Angel pintaba el Juicio Universal. Copérnico también
tuvo la suerte de ser contemporáneo de gente como Erasmo, Leonardo, Maquiavelo,
Paracelso y Rabelais. Durante su vida, presenció algunas de las mutaciones
que darían origen al capitalismo.
Gracias al tIo Lucas
Según los diccionarios, “canonjía” (el cargo de un canónigo)
es sinónimo de “prebenda” o “empleo con poco trabajo y
bastante provecho”.
A los veintidós años, Copérnico fue agraciado por su tío
materno, el obispo Lucas Watzenrode, con un puesto de canónigo adscripto
a la Catedral de Frombork (Frauenburg, en alemán), en su provincia natal
de Warmia (Ermland), en Polonia. Contra lo que puede creerse, para ser canónigo
no era necesario ser sacerdote, y no tenemos constancia de que Copérnico
se haya ordenado jamás.
El cargo lo hacía acreedor a un buen sueldo y a escasas obligaciones,
que recién se vería obligado a ejercer años más
tarde. En cuanto comenzó a cobrar su dieta, el joven Nicolás se
fue a Cracovia a cursar estudios superiores. Después de pasar cinco años
allí, viajó a Italia, donde estuvo otros ocho años estudiando
en las mejores universidades: Derecho en Bologna y Medicina en Padua. También
hizo contacto con pequeños grupos neopitagóricos de tinte esotérico
gracias a Filippo Buonaccorsi, un personaje que siguiendo la moda griega se
hacía llamar Calímaco. Los neopitagóricos lo convencieron
de que el divino Sol debía ocupar el centro del cosmos, por razones más
filosóficas que astronómicas, pero le hicieron conocer el sistema
heliocéntrico de Aristarco.
En todos esos años, Copérnico sólo realizó algunas
escapadas a Frauenburg, más para cobrar y visitar a los amigos que para
ocuparse de los deberes administrativos, lo cual lo hace aparecer ante nosotros
como una suerte de ñoqui ilustrado. Por suerte, en lugar de gastar su
prebenda en gozar de la buena vida y emprender viajes de placer, se dedicó
a aprender todo lo que iba a necesitar para dar vuelta la visión del
mundo que había predominado en los últimos dos milenios. Pocas
becas fueron tan bien aprovechadas.
Los caballeros teutonicos
En tiempos de Copérnico, Polonia era el país más extenso
de Europa y puede decirse que atravesaba una etapa de prosperidad. Con la caída
de Constantinopla, el comercio internacional se había retraído
del Mediterráneo. Los puertos del Mar Báltico, entre ellos ese
Gdansk que siglos más tarde haría famoso Lech Walesa, comenzaban
a ser un nuevo polo comercial. Era un mercado donde ya operaban los mercaderes
holandeses, que acababan de forzar el monopolio de los alemanes de la Liga Hanseática.
Mientras el mundo mediterráneo, más avanzado, comenzaba a orientarse
hacia las manufacturas, la producción agrícola de Polonia y Lituania
vivía su mejor momento y se abría a nuevos mercados, como el de
Rusia.
La diócesis de Warmia era un territorio polaco, pero estaba rodeado como
una pinza por tierras sometidas al dominio de los caballeros teutónicos.
Los teutónicos eran los últimos sobrevivientes de aquellas órdenes
guerreras nacidas en tiempos de las Cruzadas, que en otros países como
España o Francia habían sido asimiladas o aniquiladas por la monarquía.
La Orden Teutónica, en cambio, había degenerado hasta convertirse
en una suerte de temible mafia que defendía los intereses de poderosas
familias alemanas.
En Rusia, sólo el caudillo Alexander Nevski había sido capaz de
frenar su expansión en el siglo XIII. En ese clásico del cine
que le dedicó Eisenstein y al cual le puso música Prokofiev, los
vemos hundirse en el lago helado, sin que sus máscaras robóticas
dejen escapar ni una mirada.
La guerra copernicana
A la vuelta
de sus largos viajes de estudio, Copérnico fue nombrado administrador
general de todas las posesiones del Capítulo de Warmia y decidió
ponerse a trabajar, haciendo un poco de todo. Así fue el médico
de sus colegas del Capítulo; organizó el asentamiento de granjeros
en laregión y, actuando como ingeniero militar, dirigió la construcción
de bastiones de artillería.
También le fue encargada la misión de sanear la moneda, ya que
los teutónicos (tan inescrupulosos en la paz como en la guerra) acuñaban
piezas de baja calidad que estaban desplazando a la moneda polaca, de metal
más noble.
A Copérnico le tocó intervenir en la última de varias guerras
contra la Orden (1511-1521), como resultado de la cual Warmia vio reducirse
a la mitad su población, pero el poder de los teutónicos se derrumbó
estrepitosamente. Tanto en este caso, como en el de la cosmología, a
Copérnico le tocó clausurar el ciclo medieval.
La guerra se inició con la sublevación de nobles y burgueses que
enfrentaron el poderío teutónico. En uno de los primeros combates,
los alemanes destruyeron la casa de Copérnico en Frombork y lo obligaron
a refugiarse en la ciudad de Olsztyn, que se había convertido en el principal
foco de resistencia. Fue Copérnico quien emplazó los cañones,
dirigió la defensa y contrató a mercenarios polacos para defender
la ciudad.
Derrotados los teutónicos, le tocó negociar la paz con el Gran
Maestre de los Teutónicos. Por fin, tras una conversación privada
que tuvo con Lutero, el jefe de los caballeros renunció a sus votos religiosos,
se sometió al rey polaco y se conformó con ser el príncipe
de un vasto territorio.
En esta época de intensa actuación pública, nació
en Copérnico esa preocupación por la moneda que supo cultivar
al margen de su interés por las esferas y los ecuantes planetarios.
Moneda sana
A comienzos
de la Edad Moderna, el envilecimiento de la moneda era un recurso fiscal habitual
para los reyes. Se lo practicaba rebajando el contenido de las monedas, especialmente
las de plata, que eran las que más circulaban. Por algo seguimos llamándole
“plata” al dinero y vivimos a orillas del Río de la Plata,
que recibió su nombre en ese tiempo.
Fundiendo y mezclando la plata de las monedas con metales menos nobles para
volver a acuñarlas, el fisco se apoderaba de cierta cantidad de plata
pura, sin contar con la que quedaba en las manos de los funcionarios y empleados
de las casas de moneda, quienes hacían su propio negocio reteniendo buena
parte de ella.
Esta práctica constituía una forma de devaluación. Las
monedas más “sanas” se fugaban al exterior y aquellas cuyo
valor nominal todos sabían que era ficticio terminaban circulando en
el mercado. Recordemos algo mucho más cercano a nosotros. A fines de
los ochenta, en la Argentina de la hiperinflación se llegaron a contrabandear
monedas a Brasil para fabricar arandelas, porque el metal de que estaban hechas
había llegado a valer más que su devaluada denominación.
En tiempos de Copérnico, la producción ya comenzaba a orientarse
hacia el mercado y el comercio exterior ya no sólo abarcaba bienes suntuarios
como paños, especias o pieles sino commodities como trigo, madera o hierro.
Por esta circunstancia, desde el poder se comenzó a darle más
importancia al sistema monetario.
Cuando intentaba ponerles freno a las prácticas de los caballeros teutónicos,
que acuñaban monedas envilecidas, Copérnico enunció el
principio que luego sería atribuido a Gresham. Con eso se hizo teórico
tanto de la “moneda sana” como del mercantilismo. La “riqueza
nacional” comenzó a expresarse en las reservas de oro y plata, y
el oro americano hizo a España inmensamente rica.
Pero el fundador de la cosmología moderna estaba lejos de ser un “monetarista”.
Pensaba que “aquellos países donde circula la buena moneda poseen
obras de arte, excelentes artesanos y bienes en abundancia”. Entendía
que la moneda era simplemente una condición de la “abundancia de
bienes” (el bienestar general) y de la “lucha contra la pereza y la
mendicidad”. A esto último, nosotros lo llamamos “empleo”.
Siempre hay alguien antes
De todos modos,
como nunca fue posible patentar las ideas, tampoco puede decirse que Copérnico
haya sido el primer teórico de la moneda sana. Un siglo antes otro físico,
Nicolás de Oresme (1325-1382), había escrito un tratado sobre
la moneda que luego serviría de inspiración para la reforma monetaria
de Carlos V.
Pero el otro Nicolás, el medieval, no sólo se había adelantado
al Copérnico economista. También había sido precursor del
Copérnico cosmólogo, cuando sostuvo que, por lo menos en teoría,
el sistema heliocéntrico era admisible como explicación de los
fenómenos celestes y debía ser tomado muy en serio.
Para quienes hoy dudan de que la economía sea una ciencia, notemos que
en esta historia acabamos de tropezarnos nada menos que con Nicole Oresme, Copérnico
y Sir Isaac Newton, tres pilares del pensamiento científico.
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