Sáb 19.06.2004
futuro

HISTORIA DE LA CIENCIA: EL DECRETO QUE PROHIBIO A ARISTOTELES

El lamento de los ángeles

Por Leonardo Moledo y Esteban Magnani

Esta es la historia de un decreto: por cierto, no uno de aquellos a los que diez años de menemismo nos acostumbraron duramente y cuyas consecuencias estamos pagando, sino de un decreto del siglo XIII, dirigido nada menos que contra Aristóteles.
Puede resultar raro, ya que generalmente se vincula a Aristóteles con la ciencia medieval y pregalileana (lo cual es parcialmente cierto), y de hecho, las grandes polémicas de Galileo sobre el movimiento de la Tierra y de los proyectiles estaban dirigidas contra los aristotélicos a ultranza. Pero la verdad suele ser más compleja que la realidad; la realidad es confusa, inerte, rara vez habla y ni siquiera a través de sus representantes. El asunto es que la suerte del aristotelismo fue enrevesada; y el que habría de ser llamado simplemente “El Filósofo” permaneció en la oscuridad durante largo tiempo: Occidente lo recuperó a través del trabajo de los árabes, y el renacimiento de Aristóteles en el siglo XIII fue resistido por la Iglesia.
El 7 de marzo de 1277, Esteban Tempier, obispo de París, se levantó muy temprano para celebrar las misas de maitines y laúdes. Estaba un poco angustiado. Durante toda una semana había estado dando vueltas alrededor de una misma idea: no podía permitir que en la Universidad de París siguieran propagándose ideas falsas que confundían a los bien pensantes. La idea maduró. El frío del fin de un invierno particularmente árido y duro lo golpeó cuando dio su paseo de las nueve de la mañana. La idea se aceleró. Tomó la pluma y firmó un decreto, conocido como “Condenaciones” porque justamente condenaba la enseñanza de las tesis aristotélicas que se oponían a la doctrina ortodoxa de la Iglesia.
Tempier condenó 219 proposiciones, de las cuales 28 se referían de modo explícito a la ciencia natural. Las cinco más importantes fueron las siguientes: 1) La idea de eternidad del mundo (impedía el acto creador de Dios); 2) La idea del determinismo total (impedía el pecado); 3) La influencia decisiva de los astros sobre las acciones humanas (contra la astrología, en definitiva una creencia pagana); 4) La doctrina del Gran Año, según la cual cada 36000 años la historia vuelve a repetirse en forma idéntica (que también excluye a Dios); 5) La teoría de la doble verdad (Filosofía y Teología separadas).
Pero en general, lo que molestaba a nuestro buen obispo era, por un lado, la limitación que la naturaleza podía poner a la omnipotencia divina: por ejemplo, la proposición 34 de las “Condenadas” afirmaba “que la causa primera (o sea, Dios) no podría hacer más que un mundo”. Esta conclusión, que desempeña una importante función en la física aristotélica, resultaba inaceptable para la fe cristiana en un Dios todopoderoso que ha creado el mundo de modo libre. Algo parecido sucedía con la proposición 49, según la cual “Dios no podría mover el cielo con un movimiento rectilíneo, ya que, en ese caso, dejaría un vacío”. El problema que generaba esta afirmación no era que don Esteban estuviera de acuerdo con la existencia del vacío sino en el hecho de que hubiera algo que Dios fuera incapaz de hacer.
Y por otro lado, la separación entre naturaleza, razón y voluntad divinas. Al fin y al cabo, el sistema de Aristóteles, por erróneo que fuera, era un intento –el más sistemático y completo que se hizo en la antigüedad– por dar una explicación científica y naturalista del mundo, sin la intervención divina que el obispo Tempier consideraba indispensable, ya que, para él, el mundo se conocía por la fe, y no mediante la razón, o lo que siglos más tarde se llamaría ciencia positiva. Desde ya, la condena no sirvió para nada –como suele suceder con estetipo de cosas– y pronto Aristóteles fue leído y enseñado en las universidades. Pero sí contribuyó a propagandizar la obra aristotélica y a instalarlo en el clima de estudios de los siglos XIII, XIV y XV. En ese sentido, una prohibición contribuyó a que la ciencia a avanzara sobre la religión y sobre la teología, hasta el punto de que el historiador de la ciencia Pierre Duhem –siempre ansioso por mostrar que la ciencia moderna tiene una continuidad absoluta con la medieval– afirmó que si hubiese de señalarse una fecha concreta para el origen de la ciencia moderna, sería la del día en que está fechado el decreto del obispo Tempier.
El 7 de marzo de 1277 por la tarde, Esteban Tempier, obispo de París, sintió un increíble regocijo. “Probablemente –pensó– de todas las cosas que he hecho en mi vida, la historia sólo me recordará por esto.” Y fue verdad. Esa misma noche, antes de dormirse, creyó oir el lamento de los ángeles, el fluir de los arcángeles, el canto de los querubines, los tronos y las dominaciones y el continuo girar de los círculos angélicos.

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