Sáb 02.10.2004
futuro

LOS MIL Y UN APORTES DE MARIN MERSENNE

Los números del monje

Hay grandes científicos que son, más que descubridores, catalizadores. Logran que el conocimiento progrese y se difunda, que los pensadores se conecten entre sí, que las nuevas ideas atraviesen las fronteras. Tal es el caso del polifacético baroque man y monje francés Marin Mersenne (15881648), un típico representante de la Revolución Científica del siglo XVII, amigo de Descartes, Fermat, Galileo, Gassendi, Pascal y tantas otras figuras, que incursionó en todos los campos y en todos ellos hizo su aporte personal. No fue el riel ni la locomotora de aquella revolución, pero sí el combustible.

› Por Pablo Capanna

Durante el último mes de mayo, la computadora del señor Josh Findley descubrió un raro ejemplar de número primo, de la especie llamada “Primos de Mersenne”. Se trata de un rollizo ejemplar, que mide más de siete millones de dígitos de un extremo al otro. Es el cuadragésimo primero que se encuentra, pero no parece ser el último, si pensamos que el Nº 40 había sido hallado apenas seis meses antes, dándole a Michael Shafer una efímera gloria.
Los números de Mersenne son números primos generados por la fórmula Mn=2p-1, donde el exponente “p” a su vez es un número primo, lo cual los hace bastante raros. Se dice que hay un número infinito de ellos, pero no ha sido posible demostrarlo.
Entre los cazadores de primos mersennianos estuvieron figuras como Fermat y Euler. En 1811, Peter Barlow juraba que el Nº 31 sería el último. Pensaba que eran algo más curioso que útil, y que ya nadie se preocuparía por seguir buscándolos. Luego vinieron las computadoras, y los programas para mantenerlas entretenidas buscando cosas como señales extraterrestres o números primos. Los éxitos recientes ocurrieron después de 1996, tras la convocatoria de la red Gimps (Gran Búsqueda de Primos de Mersenne por Internet). Se habla de cuantiosos premios, que ya no están al alcance de cualquiera.

EL FRAILE MINIMO
Estas preocupaciones, que la mayoría de los mortales considerará ociosas, no fueron las únicas ni las principales entre las muchas que tuvo el monje Marin Mersenne (1588-1648).
El francés Mersenne, un personaje a quien apenas es costumbre mencionar como uno de los amigos de Descartes, resulta ser una figura fascinante si pensamos que, sin haber sido nunca protagonista, desempeñó un papel decisivo en el origen de la ciencia moderna.
En la Luna hay un cráter con su nombre. Si nos preguntamos qué hizo para ganárselo, nos encontraremos ante otra de esas increíbles figuras del Renacimiento y del Barroco. Tuvo una gama tan amplia de intereses que, a la luz de los criterios actuales de híper-especialización, lo haría un mero dilettante. Sobre todo porque ni siquiera se había doctorado, como cualquiera puede hacer ahora.
Mersenne fue contemporáneo de Descartes y de Galileo. Vivió en plena revolución científica, cuando todo estaba por hacerse, los campos no estaban cercados, y se toleraba que alguien fuera matemático, físico, musicólogo, filósofo y teólogo a la vez, o que se metiera en temas tan acotados como la neumática, la acústica, la mecánica y la lingüística.
Hijo de campesinos pobres, Mersenne fue becado por los jesuitas para estudiar en el Colegio de La Flèche. Siendo niño se hizo amigo de Descartes, una relación que duraría toda su vida. Pasó dos años en la Sorbona y entró a los Mínimos, una orden mendicante más austera que los franciscanos (eran estrictos vegetarianos), que siempre se mantuvo alejada de las intrigas del poder papal.
Enseñó teología y filosofía en Nevers hasta su regreso a París en 1619. Desde entonces, salvo algún breve viaje, vivió en el convento de la Anunciada que tenían los Mínimos cerca de Place Royale. Por su celda desfilaron los nombres más célebres de la ciencia de un siglo rico encientíficos talentosos. Cuando murió, en su cuarto se encontraron 78 cartas firmadas por las mayores figuras de la época. Por su parte, él había entregado su cuerpo a los anatomistas.
Mersenne no sólo incursionó en casi todas las ciencias; no dejó de hacer aportes en ninguna. Fue una especie de webmaster del siglo XVII, el administrador de una vasta red europea de científicos. Los servicios de correo eran muy eficientes para los recursos de entonces: la compañía Thurn & Taxis movilizaba a 20.000 carteros a caballo por los caminos europeos. Y Mersenne los hizo rendir al máximo. Desde su celda conventual de París puso en circulación el conocimiento por toda Europa, convirtiéndose en uno de los principales animadores de la comunidad científica.
Mersenne fundó en Francia el equivalente de aquel “colegio invisible” que en Inglaterra coordinaba John Collins, el bibliotecario de la Royal Society. Las reuniones de la comunidad que él denominaba “República de las Letras” se iniciaron en 1662 y continuaron hasta su muerte. Sobre esa base, el ministro Colbert fundaría en 1699 la Academia de Ciencias francesa.

UN HOMBRE MULTIPLE
A menudo, la historia de la ciencia se escribe como si fuera una tabla de fechas, nombres y descubrimientos. Parecería poco más que un registro de patentes, que sólo fuera capaz de retener a los primeros que hicieron o descubrieron algo. Las figuras como Mersenne suelen ser soslayadas.
Aparte de los números primos y las cicloides por los cuales se lo suele recordar, se diría que Mersenne estuvo en todos los frentes, pero casi siempre en segundo plano, aunque su presencia fue tan central como para merecer un reconocimiento más amplio. Fue él quien le propuso a Christiaan Huygens incorporar el péndulo en los relojes, una idea que ya había tenido Galileo.
En 1644 Torricelli le escribió a su amigo Ricci una carta donde resumía sus ideas sobre la presión atmosférica. Este le envió una copia a Mersenne, quien se encargó de hacerla circular, dándosela a conocer entre otros a Pascal. Al año siguiente, Mersenne fue a Italia y tras hablar con Torricelli, se le ocurrió medir la presión a distintas alturas sobre el nivel del mar. Planeó escalar el monte Puy de Dôme, pero desistió de hacerlo porque un amigo que tenía allá se mudó en esos días. Quien escaló la montaña en 1648 fue Blas Pascal, en una de las experiencias más recordadas de la historia de la ciencia, y para su ascensión hizo base precisamente en el convento de los Hermanos Mínimos.
Conforme con su papel de actor de reparto, cuando decidió ocuparse de óptica diseñó y publicó en 1636 varios proyectos de telescopios reflectores, que otros realizaron con éxito. También alentó el proyecto de Athanasius Kircher que aprovechaba la red de misioneros jesuitas para el estudio del magnetismo terrestre y los eclipses lunares.
Intervino activamente en la polémica en torno del vacío, y participó en el debate en el cual disputaron Leibniz, Descartes y Bernoulli acerca de lo que Leibniz llamaba “fuerzas vivas”. Hoy diríamos que era la prehistoria del concepto de energía, que tardaría más de un siglo en surgir. El monje diseñó un instrumento llamado “balanza de Mersenne” destinado a “medir las fuerzas que animan a los cuerpos en movimiento”; un aparato que por un tiempo anduvo por los laboratorios de física.
Ya hemos visto un Mersenne matemático y uno físico. Todavía nos falta el musicólogo. Esta fue la disciplina donde quizás hizo los mayores aportes, con su Armonía universal (1636). Allí estudió las vibraciones de las cuerdas y enunció tres leyes que son la base de la acústica musical moderna. Diseñó y construyó un clavicordio, y desarrolló, basándose enconceptos de Vincenzo Galilei, el padre de Galileo, una técnica de afinación que se haría célebre gracias al “clave bien temperado” de Bach.
Estas digresiones entre el arte y la ciencia o entre las diferentes ciencias, que hoy resultan poco serias a la luz de la epistemología restrictiva y la administración de los presupuestos de investigación tenían entonces pleno sentido. En el siglo XVII todavía se hablaba de “matemática mixta” o “impura” para referirse a un área donde coincidían la matemática, la acústica, la óptica o la mecánica. No olvidemos que tanto Mersenne como Newton se interesaron por la analogía entre el color y el sonido y ambos soñaron con componer una música de colores.

LA REPuBLICA DE LAS LETRAS
Mersenne fue amigo y consejero de Descartes desde la época en que habían sido compañeros de colegio. El fue quien abrió la discusión sobre sus Meditaciones, incluyendo las objeciones de Hobbes, Arnauld y Gassendi y las suyas propias, con una metodología inédita. Fue él quien le presentó a Descartes al joven Blas Pascal y lo visitó en Holanda. Editó no sólo a Euclides y Arquímedes sino a Fermat, Galileo y Gassendi, que también se contaban entre sus amigos. Gracias a él, Galileo comenzó a ser conocido fuera de Italia.
Desde su celda de L’Annonciade, Mersenne manejaba una extendida red de corresponsales que tenía sus nodos en los círculos provinciales de Rouen y Bordeaux, en Aix-en Provence, donde estaba el humanista Peiresc, y en Roma, con Athanasius Kircher. Tan sólo entre los años 1617 y 1637 acumuló 338 cartas sobre temas científicos, en francés, en latín y otras lenguas. Entre sus corresponsales estaban Descartes, Pascal, Huygens, Galileo, Torricelli, Roberval, Beeckman, van Helmont, Hobbes y Campanella, varios de ellos cuestionados por la censura eclesiástica. De este intercambio surgió el Journal des Savants que, junto con las Philosophical Transactions de la Royal Society (ambas aparecieron en 1665) fueron las primeras revistas científicas.

EL AMIGO DE LA CIENCIA
De este modo, ese fraile mínimo con tan formidable avidez de conocimiento llegó a ser el vínculo entre los científicos de su tiempo. Vivió para presenciar el escándalo del juicio a Galileo y así como no dejó nunca de ser un devoto cristiano ni de pensar que la Biblia podía conciliarse con la ciencia, hizo un gran papel en el cambio de paradigma.
Todo esto puede sonar un tanto extraño, si consideramos que fue uno de los pocos que se pasaron del bando aristotélico al mecanicista, precisamente cuando Galileo era condenado por el Santo Oficio. El proceso de su rehabilitación tardaría un siglo en iniciarse, gracias al físico jesuita Boscovich, y tres siglos más en concretarse.
En Francia, la situación se había puesto especialmente difícil después de 1610, con el asesinato de Enrique IV, el rey que había tenido una política liberal y tolerante hacia protestantes, herejes y “libertinos”. La inestabilidad política había provocado un endurecimiento que llevó a la hoguera a varios acusados de ateísmo (y hasta de anti-aristotelismo) incluyendo la persecución a los jesuitas disidentes.
Aristóteles había sido convertido en un fetiche que respaldaba todo, desde las instituciones y el poder hasta la religión. Cuestionarlo se había vuelto políticamente subversivo. El astrólogo y matemático Morin, con quien tuvo que tratar Mersenne, escribía que “no hay nada más sedicioso ni pernicioso que una doctrina nueva”. Para complicar las cosas, en esos años la creencia popular en la brujería alcanzó niveles de pandemia, desatando tanto la crueldad inquisitorial como una generalizada paranoia en la sociedad. Era tentador asociar la brujería con la magia “culta” queentonces auspiciaban los intelectuales empapados de hermetismo y cábala, tanto más para alguien que era tan racionalista como Descartes.
Hay que recordar que las primeras obras de Mersenne fueron filosóficas, y de contenido bastante conservador. En sus primeros tratados, Cuestiones sobre el Génesis (1623) y La impiedad de los deístas (1624) incluía a Galileo, Kepler y Gilbert entre los “filósofos” cuestionados, junto a los herméticos como Bruno, Telesio y Campanella. Para entonces, Mersenne sólo conocía la obra astronómica de Galileo.
En la siguiente obra, La verdad de las ciencias (1625) ya se atrevía a señalarle errores a Aristóteles.
El cambio se produjo en 1627, cuando Elia Diodati, amigo de Galileo y Mersenne regresó de Italia con los textos del pisano. Al estudiarlos, Mersenne se persuadió de la validez de la nueva ciencia y entendió que la Iglesia había cometido un grueso error, aunque se cuidó de decirlo. Publicó La mecánica de Galileo (1634) poco tiempo después de que el italiano fuera condenado y los Nuevos pensamientos de Galileo en 1638. Incluyó varios teoremas de Galileo en su Armonía universal, pero tuvo la astucia de presentarlo como “el matemático e ingeniero del Duque de Florencia”, simulando ignorancia.
Mersenne también era copernicano pero se cuidaba de proclamarlo. Así y todo, en 1647 circuló un panfleto firmado por un tal Valerio Magni que lo acusaba de “ateísmo”. Eran tiempos difíciles, más para un racionalista.

LA BUSQUEDA DEL CONSENSO
Si “pontífice” es el que construye puentes, se diría que Mersenne fue un pontífice para la nueva ciencia, siempre más preocupado por el consenso que por la confrontación. Si su amigo Descartes se propuso construir un sistema filosófico alternativo al aristotelismo, Mersenne decidió ignorar a Aristóteles, considerándolo irrelevante para la física. Quizá fue él quien le aconsejó a Descartes negociar con la Sorbona la publicación de las Meditaciones para evitar otro caso Galileo. Había llegado a entender a tiempo que toda esa confusión entre ciencia, filosofía, religión y política era decididamente absurda, que la ciencia necesitaba autonomía y libertad para desarrollarse, y que mezclar el discurso de la fe con el método experimental era tan peligroso para la ciencia como para la religión.
Sin embargo, si hay algo con lo cual hasta el fin de sus días Mersenne siguió siendo implacable fue con el hermetismo renacentista que encarnaban Bruno, Cardano, Paracelso, Dee, Fludd y los Rosacruces, aun a pesar de la simpatía de Descartes por estos últimos.
Mersenne pensaba que los animistas que se proponían propiciar al Alma del mundo eran enemigos de la racionalidad. Estaba decididamente del lado de Descartes, y se oponía tanto al naturalismo (que veía como neo-aristotélico) como a la magia neoplatónica.
Mersenne creía que el coqueteo de los filósofos con la magia iba en contra de esa racionalidad que consideraba tan necesaria para pacificar un mundo turbulento. Era intransigente con aquellos que equiparaban las obras de Hermes Trismegisto con la Biblia.
La historia le dio la razón en eso, cuando Casaubon demostró que los libros de Hermes eran apócrifos, y cuando se vio que la matemática era más confiable que las invocaciones mágicas. Pero también mostró que muchos de sus temores eran infundados, si consideramos que hasta aquellos pensadores “mágicos” (especialmente los Rosacruces) también hicieron valiosos aportes a la ciencia. Como los caminos de la historia no son lineales, la síntesis la haría Newton, un hombre que fue capaz de ser tanto alquimista esotérico como físico riguroso.
Mersenne no era un revolucionario ni un “libertino”, aunque no dejó de frecuentarlos. Siguió siendo bastante conservador en teología, pero se diocuenta de que el nuevo paradigma mecanicista era más fecundo que el aristotélico, y se puso de su lado.
La historia de este monje devoto que se consideraba más amigo de la verdad que del dogma escolástico y cultivó las más variadas ciencias es una clave para entender el desarrollo de la ciencia y de la modernidad, aunque pueda parecer paradójica.
Pero la paradoja sólo existirá para aquellos perezosos que pintan la historia con brocha gorda, prejuzgando que entonces la gente era menos compleja de lo que es ahora. Ayer como hoy, el comportamiento de los actores en un conflicto de tal magnitud no siempre resulta fácil de desentrañar.
Con el tiempo, las simplificaciones tienden a imponerse porque son más fáciles de resumir en los manuales. Pero los motivos del siglo XVII eran tan políticos como los de ahora. Si entonces los conflictos de poder se disfrazaban de religión, hoy suelen vestirse de ideología, cuando no se amparan en el vacío ideológico. Los hombres que crearon la ciencia moderna no eran ateos: por lo menos no lo eran Copérnico, Galileo, Descartes, Kepler o Newton. Tampoco todos los hombres de la Iglesia eran oscurantistas, ni había dos bandos definidos. En todo caso, había tres, si consideramos a los herméticos.
Lo más trágico de este tiempo fue utilizar al aristotelismo como instrumento de opresión, traicionando al Aristóteles histórico, que fue un espíritu abierto. Pero cosas peores se han visto en el ilustrado siglo XX.

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