La estocada final
LA CIENCIA CONTRA BUSH
› Por Sergio Di Nucci
Células madre, clonación, disolventes estudios demográficos o sanitarios: el lector conoce todo sobre la oposición de la administración del presidente George W. Bush contra la biología, la medicina o la sociología. Pero desde hace un tiempo, la política exterior norteamericana se ha infiltrado por uno de los resquicios más eficaces para influir sobre la investigación científica: los fondos imprescindibles para cualquier avance de base. Esta vez se trata de las publicaciones científicas y de su circulación. Desde finales de septiembre, un centenar de editores y de asociaciones científicas presentó en los tribunales una demanda contra el Tesoro norteamericano (el Ministerio de Economía de Washington).
Los editores científicos no están solos. Al lado de ellos se presentan el Pen American Center –irónicamente presidido por Salman Rushdie, el novelista británico condenado a muerte por una fatwa de los ayatolás iraníes– y la American Association of Publishers (AAP). En conjunto reclaman el levantamiento de las restricciones impuestas por los servicios del Departamento del Tesoro contra “la libre circulación de la información y de las ideas”. Lo que exigen es uno de los principios más originarios de las sociedades democráticas liberales. Queda a los tribunales federales de Nueva York pronunciar su veredicto sobre la cuestión.
TOP SECRET
Las quejas de las asociaciones científicas no son nuevas. Se remontan al otoño boreal del 2003. Fue entonces cuando la división del Tesoro encargada de velar por la aplicación de las sanciones comerciales contra los países bajo embargo comercial norteamericano (Office of Foreign Assets Control, OFAC) intimó a varias asociaciones que dejaran de editar y de publicar los resultados de investigaciones que provengan de países embargados. Según los expertos del Tesoro, la publicidad que ganaban tales contenidos era análoga a la comercialización de un servicio. ¿Qué significaba esto en concreto? Que si los editores querían publicar un trabajo de un médico cubano, un farmacólogo sudanés o un historiador iraní, antes debían pedir un permiso al Tesoro.
Algunas asociaciones, como el Institute of Electrical and Electronics Engineers (IEIEEE), aceptaron en un principio los lineamientos del Tesoro. Otras, siguiendo el ejemplo de la American Association for the Advancement of Science (AAAS) –editora de la prestigiosísima y orgullosísima revista Science–, se rehusaron desde un principio, por juzgarlos contradictorios con la primera enmienda de la Constitución norteamericana, garante de la libertad de expresión. Finalmente, la mayoría de las asociaciones se unió a esta posición.
DAÑOS Y PERJUICIOS
El 5 de abril, la OFAC había retirado sus exigencias, ante las amenazas de demandas judiciales. Pero la victoria de los editores científicos duró lo que la primavera. Durante el verano, los servicios del Tesoro lanzaron una serie de interdicciones, particularizando a ciertos universitarios y medios contra toda colaboración con países bajo embargo. Las revistas creían que se había restablecido su libertad de publicar según sus propios criterios, sin importar la nacionalidad de los investigadores. Ahora, el Tesoro busca prohibir la publicación de trabajos sobre el sismo de Bam(Irán), trabajos que muy entendiblemente fueron compuestos con la colaboración de científicos iraníes.
Los ejemplos se multiplican. La editorial de la Universidad de Alabama tuvo que interrumpir la publicación de dos obras de universitarios cubanos sobre arqueología e historia. La revista Mathematical Geology se vio forzada a anular la publicación de una nueva metodología de la previsión de sismos, porque era la obra de un geólogo iraní. La colaboración científica internacional, en especial en las ciencias habitualmente llamadas duras, es un hecho que investigadores y universitarios dan por sentado: es un axioma de la ciencia tal como se la entiende al menos desde la Ilustración. Ellos fueron los primeros en sufrir la injerencia de la OFAC, y los primeros en presentar sus demandas. En su presentación, apuntan un hecho obvio: que todo el negocio de la edición en su conjunto, tanto científica como literaria, puede caer así a depender de la OFAC.
Cuando la carrera presidencial norteamericana entró en su recta final, la revista científica británica Nature entrevistó a los dos candidatos sobre sus políticas en el tema ciencia. El tema del derecho de las publicaciones científicas a publicar por sí solas, sin la tutela del Tesoro, estuvo muy presente. Por cierto, el demócrata John F. Kerry aprovechó para fustigar, con retórica electoral, a la “administración Bush como una de las más anticientíficas de la historia norteamericana”. Más interesante fue la opinión de Bush, sobriamente republicana: “Es imposible detener la difusión de la ciencia”. Acaso el presidente sea menos celoso que el Tesoro o el Departamento de Defensa.
Ahora les toca decidir a los tribunales federales de Nueva York. Si les dan la razón a los editores científicos, terminará una amenaza, la única exterior, que se cierne sobre las publicaciones del país que más científicos internacionales divulga. Y el Tesoro deberá pagar un millón de dólares, repartidos entre muy diversas revistas y editoriales, por daños y perjuicios ya constatados.