Sáb 24.03.2007
futuro

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¿A quién le importa?

› Por Juan Pablo Bertazza


El medio ambiente no le importa a nadie
Sergio Federovisky

Planeta.
266 páginas

Hay un viejo y un tanto exasperante proverbio chino que reza: “Si tenés un problema y no tiene solución, ¿para qué te preocupás?, y si tiene solución, ¿para qué te preocupás?”. Con su libro El medio ambiente no le importa a nadie –rotunda afirmación con que hace más de dos años tituló una nota de tapa de este suplemento–, Sergio Federovisky, además de generarles más de un dolor de cabeza a varias esferas del poder, logra, con una obra clara y al mismo tiempo compleja, un objetivo que envidiarían muchas obras de arte: incomodar al público.

Y como si a semejante título le hiciera falta todavía una mayor demostración de arrojo, viene con un subtítulo a tono: “Bestialidades ecológicas en la Argentina. Del Riachuelo a las papeleras”. Ahora bien, ¿qué quiere decir exactamente esta denuncia lampiña de lengua y qué tiene que ver con el proverbio chino del comienzo? Sergio Federovisky, quien cuenta con la rara virtud de conjugar prestigio académico (graduado en ciencias biológicas, columnista del programa de TV, Informe Central) empieza por sacar a escena una recordada frase del general Perón: “Cuando uno no quiere resolver un problema debe armar una comisión que se ocupe de él”; complejizando más de la cuenta al viejo proverbio chino. Si los ecocidios que vienen azotando a nuestro país desde tiempos del Virreinato, tienen responsables eso quiere decir también que podrían llegar a tener solución.

El título plantea algo aún más desalentador que la falta de soluciones, una complejidad de raíz: el hecho de que el medio ambiente no le importe a nadie. Federovisky parece decir que los gravísimos problemas ecológicos que padecemos tienen solución técnica y real, pero que con eso no se resuelve el problema. Es que los problemas del medio ambiente no se terminan sólo con el conocimiento ni con la concientización de la sociedad, sino que requieren un elemento adicional e indispensable a la hora de decidir y realizar acciones que, generalmente, obstruyen intereses económicos que muchos prefieren tenerlos a favor. Ya lo dice el autor: “La tecnología moderna y eficaz no consigue impedir que un río se contamine aun cuando existen los recursos como para lograrlo. Todos y cada uno de los problemas ambientales modernos y tradicionales tienen solución técnica; no tienen el cuello de botella del conocimiento”.

¿Y entonces? Al calor y el olor y el color de una confluencia insoportable de catástrofes ecológicas, Federovisky repasa magistralmente desde la sempiterna contaminación del MatanzaRiachuelo hasta el rompecabezas de las papeleras de Fray Bentos, pasando por otros problemas cuyas consecuencias no salieron todavía a la luz como el indiscriminado cultivo de soja e incluso el derrame de una verdadera bomba de tiempo “armada” por una conocida cadena petrolera en pleno centro porteño. Todos los asuntos son tratados con la ironía y la violencia merecidas, por tratarse de problemas de pareja magnitud, ya que en medio ambiente se anula aquella diferencia que hacía Aristóteles entre lo actual y lo potencial. Por eso mismo, la ley 25.675 de la Constitución Nacional (podría hacerse una competencia de leyes menos leídas por las autoridades competentes) determina que en justicia ambiental, a diferencia de la justicia habitual, no rige aquello de que todos son inocentes hasta tanto se demuestre lo contrario, sino el principio de precaución. Lo que implica, como dice Federovisky, que “no hace falta esperar la llegada del cadáver para determinar que hubo un crimen”.

Podría hacerse incluso un paralelismo entre algunos problemas de medio ambiente y aquellas estrellas de las cuales, aunque en verdad ya no existen, todavía nos sigue llegando su luz: como sucede con los cultivos de soja, muchos de los campos que hoy vemos a lo largo de la Argentina pueden ser sólo una resaca de algo que, en unos años, ya no existirá más.

Por eso, tomando una idea de Ignacio Lewkowicz, según la cual “un poder se define por su capacidad de producir realidad”, Federovisky plantea que, así como Marx postulaba que luego de Hegel la filosofía debía concentrarse en cambiar la realidad, ahora la ecología –área de estudio creada por Ernst Häeckel en 1869– debería “pasar de describir el vínculo entre factores bióticos y abióticos a meter las manos en el lodo para transformar la relación anómala de la sociedad y la naturaleza”.

Pero como Federovisky también se propone evitar el tono apocalíptico de muchas organizaciones ecologistas, encuentra espacio además para rescatar tres importantes reacciones que, eso sí, no tienen como protagonista a los funcionarios sino a los civiles: la lucha de la población de Esquel contra los devastadores proyectos mineros, los hasta hoy constantes reclamos de los ciudadanos de Gualeguaychú contra las pasteras y, por último, las protestas de los vecinos de Caballito contra el boom inmobiliario.

Otra vez la acción, para desmentir una vez más que la concientización y la educación no bastan para combatir los problemas ecológicos. Para demostrar una vez más que la solución verdadera la tienen y la pierden algunos funcionarios firmando un documento que complica exponencialmente la lucha contra las papeleras, o algunas publicaciones que esconden la toxicidad del 90% de los productos lácteos para no perder a su máximo anunciante. En definitiva, lo más grave del medio ambiente –ese medio por el que nadie deja de perseguir sus fines– es que muchos de sus problemas tienen solución. Y eso es, precisamente, el mayor problema. Lo más preocupante.

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