NOVEDADES EN CIENCIA
Hace dos meses, en Japón, los asistentes a la Exposición de Prototipos de Robot 2005 se deslumbraron con Repliee Q1, una mujer que no era mujer: era ni más ni menos que el modelo más perfecto –más perfectamente humano– de androide creado hasta el momento aunque, vale decirlo, se lo notaba un poco “frío”. Y ahora, la solución: robots sensibles a la luz, al calor y al ultrasonido. Al menos ése es el objetivo de Takao Someya y de su equipo de la Universidad de Tokio (Japón), que diseñó una piel electrónica confeccionada con delgadas láminas de plástico superpuestas y con sensores dispuestos en red y capaces de distinguir temperaturas y presiones diversas.
Según asegura Someya, la piel creada se distingue por su elasticidad, de modo que se podrán cubrir por entero las extremidades del robot. Y claro, lograr que el robot “sienta” por igual, sea cual fuere la parte del cuerpo en contacto con el objeto (o con el calor, el frío o la presión). Las semejanzas con el hombre, entonces, no son tantas: basta pensar qué sería de uno si recibiera presiones con la misma fuerza en el antebrazo, por ejemplo, o en el cuello. El resto, por lo demás, puede aceptarse al menos como parecido: donde el robot tiene sensores electrónicos, el humano posee un conjunto de receptores –los corpúsculos de Meissner– que emiten señales nerviosas de mayor o menor intensidad.
Hasta el momento, los avances tecnológicos en el campo sensorial apuntaban casi exclusivamente a conseguir robots que reconocieran voces humanas; algo o alguien a quien poder darle órdenes sin recibir protestas a cambio. La capacidad del tacto posibilitará, se espera, que el robot identifique objetos por su propia cuenta, desde una bomba hasta delicados tejidos del cuerpo a escala milimétrica, desde la mano de un acompañante hasta sus golpes o sus caricias.
Nunca habían visto una flor, ni mucho menos flores pintadas sobre un lienzo y, sin embargo, hacia ellas fueron. Liberadas por un grupo de investigadores de la Universidad de Londres, prefirieron Van Gogh a Gauguin y el azul antes que otros colores que tenían delante, ya que eligieron en su mayoría posarse sobre los girasoles de la post-impresionista –casi expresionista– Los girasoles, obra del pintor holandés.
El experimento contaba con todos los ribetes conductistas. Abejas nunca expuestas a casi nada, un “espacio aéreo” bien delimitado para que volaran y cuatro pinturas –dos de ellas con motivos botánicos– que pudiesen funcionar a modo de pistas de aterrizaje. O que pudiesen ser ignoradas, claro.
Y ganó Van Gogh. Las abejas volaron hasta posarse mayoritariamente en las dos pinturas que tenían flores, Los girasoles y Vaso de flores –ésta de Paul Gauguin–, casi tres veces más de las que se posaron en las otras dos obras, Cerámica y Naturaleza muerta con jarra de cerveza, de Patrick Caulfield y Fernand Léger, respectivamente. Y entre las dos botánicas, prefirieron las de Van Gogh.
¿Gusto estético? Claro que no. “La abeja puede reconocer características florales, sus formas, aun cuando nunca antes haya visto una flor”, dijo Lars Chittka, uno de los miembros del equipo. Y los bichos eligieron Van Gogh no por sutiles preferencias post-impresionistas sino por cuestiones bastante menos pretenciosas: simplemente por el color azul, asociado a las flores que poseen un alto volumen de néctar. De hecho, las abejas que no se posaron sobre las flores lo hicieron en el mismísimo Vincent azulado con que Van Gogh firmó la obra.
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