› Por Federico Kukso
Tal vez sea su parentesco semántico con la deidad egipcia. Tal vez sea el atractivo intrínseco que emana de toda sigla habida y por haber (como ocurre con ADN, ONU, OMS, CNN o, para algunos, EE.UU.). Tal vez sea el aura romántica (y algo melancólica) que lo envuelve, como la que rodea al que busca exhaustivamente pero no encuentra. Lo cierto es que el proyecto Seti –y el cúmulo de esperanzas y frustraciones que despierta– tiene el don de encandilar: no importa los años que hayan pasado desde su puesta en funcionamiento; no importa su desaparición mediática, su silenciosa existencia, allí, en Arecibo, Puerto Rico, sigue abierta aquella monumental oreja, la gigantesca antena parabólica de 305 m de diámetro, rastrillando día y noche frecuencias que atraviesan sin problemas nubes de gas, de polvo, atmósferas y galaxias. Pero no sólo escucha, también habla: lo hizo por primera vez hace más de tres décadas, justo en su inauguración, en 1974. Fue entonces que Frank Drake tuvo el honor de emitir un mensaje de 2 minutos en dirección al cúmulo de estrellas M13. La “carta” estaba codificada: 1679 bits de información con las coordenadas de nuestra ubicación en el Sistema Solar, un recetario de fórmulas químicas y una especie de identikit de cómo nos vemos. Aunque no lo admite públicamente, Drake aún aguarda respuesta. Sin duda, es una buena prueba de resistencia para su paciencia: se le avecinan 50 mil años de espera.
Entre el pesimismo que acarrea siempre la frustración y el optimismo probabilístico que esconde la fórmula de Drake, los científicos anidados en la Universidad de Berkeley (instituto en el que procesan las señales procedentes del espacio) se aferran al empuje que la tecnología promete dar de acá a 50 años. Porque el problema no es tanto recibir la señal sino hallarla en la astronómicamente descomunal maraña de datos que recibe cada segundo, cada hora, cada día. Seth Shostak, uno de los astrónomos top del Instituto Seti, presume que el poder de computación seguirá multiplicándose por dos cada 18 meses –ley de Moore dixit– hasta más o menos mediados de 2015, como lo ha venido haciendo desde hace 40 años, permitiendo así dar con ella.
Por ahora el silencio es total. Aunque eso no determina que no haya habido falsas alarmas: como la que estalló el 15 de agosto de 1977 a las 23.16 cuando un tal Jerry Ehman, voluntario del proyecto, observó en los instrumentos de recepción del radiotelescopio Big Ear de Ohio, Estados Unidos, una señal 30 veces más intensa que el ruido de fondo. Fue su “¡Eureka!” personal, aunque en vez de gritar como lo hizo Arquímedes en su bañera, Ehman lo hizo redondeando en el papel el pico de la señal con un llamativo “¡Wow!” en el margen. Fueron 75 segundos y se presume que la señal vino de alguna parte de la constelación de Sagitario. Nadie lo podrá confirmar: la señal hasta ahora nunca se repitió. Desde entonces, lo único que hace Ehman es mirar al cielo, con los ojos fijos y las orejas abiertas. El mensaje puede estar en camino, viajando entre nébulas, soles y planetas.
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