Sáb 28.12.2002
futuro

LO QUE SE LE ESCAPO A GALILEO

Galileo y Neptuno

Por Mariano Ribas

Para Galileo, la noche del 28 de diciembre de 1612 pudo haber sido una más. Tal como lo venía haciendo desde hacía casi tres años, el padre de la astronomía moderna estaba observando al planeta Júpiter y a sus inquietas lunas, dibujando cuidadosamente sus posiciones en un pequeño libro de notas. Pero su rústico telescopio mostraba algo más: cerca del planeta gigante y sus fieles escoltas, había un débil punto de luz azulado. Galileo pensó que se trataba de una estrella de fondo y así lo registró en sus anotaciones. Sin embargo, esa débil y lejana lucecita no era otra cosa que Neptuno. Galileo nunca lo supo, pero en cierto modo se adelantó en más de dos siglos al descubrimiento oficial del octavo planeta de nuestro Sistema Solar.

Espiando a Jupiter
El fortuito encuentro entre Galileo y Neptuno tiene mucho que ver con Júpiter. El 7 de enero de 1610, apenas unos meses después de construir una versión mejorada del revolucionario invento holandés, Galileo apuntó su telescopio hacia Júpiter. El planeta era apenas una esferita de color blanco. Pero lo verdaderamente curioso eran las “estrellas” que lo acompañaban, formando una línea recta. Al principio, Galileo pensó que se trataba de meras estrellas de fondo. La noche después, volvió a Júpiter, esperando que el planeta hubiese dejado atrás al singular trío. Pero no sólo no lo habían dejado, sino que, además, había aparecido otra “estrella”. Durante la semana siguiente, Galileo presenció el espectáculo de la gravedad en acción: los cuatro objetos siempre acompañaban a Júpiter y se movían a su alrededor. Las “lunas galileanas” (tal como se las conoce) fueron uno de los más grandes descubrimientos de la historia de la astronomía. Y un poderoso espaldarazo para la teoría heliocéntrica de Copérnico: había cosas que no giraban alrededor de la Tierra.

Encuentro de gigantes
No eran estrellas de fondo, eran las cuatro grandes lunas de Júpiter (Io, Europa, Ganímedes y Calisto). Galileo publicó estas sensacionales observaciones en su libro Sidereus Nuncius, que apareció en Venecia en 1610. Pasaron las semanas, los meses y los años, y Galileo no les perdió el rastro: sus diarios de notas dan cuenta de un trabajo paciente y meticuloso.
Mientras Galileo mejoraba sus telescopios y refinaba su técnica observacional (podía predecir con precisión las posiciones futuras de las lunas jovianas), la geometría planetaria estaba a punto de producir un singular encuentro aparente: una perfecta conjunción entre Júpiter y un planeta hasta entonces jamás observado por ser humano alguno. A fines de 1612, Júpiter y Neptuno coincidieron en una misma línea visualdesde la Tierra. Y a las 3.45 de la madrugada del 28 de diciembre, el astrónomo italiano fue un desprevenido testigo del fenómeno. Mientras observaba al planeta y sus lunas, y dibujaba su posición, notó otro objeto en el mismo campo visual: estaba por debajo y a la izquierda de la familia joviana (a una distancia equivalente a de unos 20 diámetros de Júpiter). En sus notas, Galileo la identificó como una “estrella fija”. Luego, hizo otra observación y volvió a registrar su presencia. Cálculos mediante, o con la ayuda de un sencillo programa de computadora que simule las posiciones planetarias, hoy podemos estar seguros que esa estrella era, en realidad, Neptuno. Galileo lo había visto por primera vez, pero nunca lo supo que era un planeta.

Reencuentro y despedida
Un mes más tarde, y luego de un intervalo donde predominó el mal tiempo, Galileo volvió a la carga con Júpiter y sus lunas. Para entonces, el lento Neptuno (cuya órbita alrededor del Sol es de casi 165 años) apenas había cambiado de posición. Pero a esta altura una verdadera estrella (hoy catalogada como SAO 119234) se había sumado a la escena, apareciendo en el mismo campo visual. Y el 28 de enero, Galileo notó algo sumamente extraño: “más allá de la estrella fija a, le seguía otra en la misma línea, que también fue observada la noche anterior, aunque entonces parecían estar más juntas”, escribió. Las dos “estrellas fijas” (una de ellas, Neptuno) parecían haberse acercado entre sí. Y eso era rarísimo tratándose de estrellas (que no varían su posición relativa). Neptuno se había movido, poco, muy poco, pero Galileo lo notó. Fue la última vez que Júpiter, Neptuno y la estrella encajaron en el estrecho campo visual de su telescopio. Quizás por ello, Galileo abandonó a Neptuno. Como astrónomos que le siguieron (como Lalande, en 1795, o Herschel, en 1830), nunca supo que lo había encontrado.

Una paradoja irresistible
En 1845, el francés Urbain J.J. Leverrier y el inglés J. C. Adams calcularon en forma independiente la posición del hasta entonces desconocido Neptuno, tomando como referencia el anómalo comportamiento orbital de Urano (que había sido descubierto en 1786). Y al año siguiente, y con los datos aportados por Leverrier, el joven astrónomo alemán J. Galle sacó del anonimato al gigantesco mundo azulado.
Al echar una mirada al pasado, nos damos cuenta de cuán cerca estuvo Galileo de descubrir a Neptuno. Y al mismo tiempo, podría haber ocurrido algo verdaderamente insólito: si Galileo no le hubiese perdido el rastro, el octavo planeta del Sistema Solar habría sido descubierto antes que el séptimo (Urano). Una paradoja verdaderamente irresistible.

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