LETRAS
Buscadora incansable de senderos donde la escritura abraza con pasión tantas experiencias artísticas como le sea posible, Cecilia Pavón, acaba de publicar Pequeño recuento sobre mis faltas, de la editorial chilena Overol. El libro, un objeto precioso de seis cuentos, se embarca en mundos nuevos que ella supo recargar con magia infinita.
› Por Marina Yuszczuk
Escribe mucho, pero siempre está pensando en el arte. En hacer una obra que consista en dos pulóveres anudados, uno amarillo y uno rosa, en caminar por calles sucias de Buenos Aires o asistir a lecturas de poesía para conocer a los poetas jóvenes. O en “Belleza y Felicidad”, el local que alguna vez tuvo con Fernanda Laguna, otra artista. Igual el territorio de Cecilia Pavón es la poesía, ya sea que se manifieste en la forma de cuentos o de textos menos estructurados donde el riesgo se siente: el riesgo de no saber lo que se está haciendo, el de estar siempre al borde de la nada o un poco más acá de la literatura, y quizás es en esos textos donde los descubrimientos se asoman con más fuerza. Como narradora es una especie de heredera minimalista y menos nerd de César Aira, que consumió en cantidades, pero a esa vocación por la fantasía y por la creatividad pura le suma una percepción sensitiva de la vida cotidiana en sus aspectos más pequeños que le viene estrictamente de una formación poética. Eso, y la atención al espacio de una chica que trabaja en su casa y cría un hijo y hace las tareas del hogar, por eso en una página de Once Sur (2013) anota: “Sobre mi casa llueven pétalos de flores”. Y en otra concluye, después de hablar de la sangre de un pájaro que mató el gato sobre el piso del living: “En fin, está atardeciendo y la luz del verano está en mi living como una señora silenciosa”.
La ciudad y sus recorridos, caminar sin rumbo, andar en colectivo o en bicicleta para sentir esa fusión extraña entre intimidad y anonimato (“Mi nombre está escrito frente a mí en letras de neón: / Hay un hotel con mi nombre” dice el poema homónimo) son parte de la búsqueda, de una inquietud que la llevó a escribir, bajo el deseo de seguir siendo siempre punk, estar siempre en la escuela. Por eso recibe ampliamente lo nuevo: los emails, internet, el cambio, el futuro, el arte contemporáneo (en “Los sueños no tienen copyright”, del libro del mismo nombre) y a los nuevos poetas, ya sea que prefieran el rap free style a la poesía, como en el texto que abre Pequeño recuento sobre mis faltas, la colección de relatos que acaba de publicar la editorial chilena Overol.
Pavón nació en 1973 en Mendoza pero las ganas de tener experiencias la llevaron a Buenos Aires. Ahí, aunque empezó la carrera de Letras en la UBA en la primera mitad de los noventa, la formación que verdaderamente importaba se dio en una serie de amistades: primero con Gabriela Bejerman, que también escribía pero que sobre todo amaba tanto como Cecilia las fiestas y la música electrónica. Después con Sergio de Loof, ese artista difícil de definir, diseñador de moda y gestor de espacios under como Bolivia, que creía con fuerza en la necesidad de abrir lugares no necesariamente vinculados al arte y con algún sustento económico donde los cruces, simplemente, pasaran. Y luego, por intermedio de Arturo Carrera que las presentó mientras Cecilia estaba asistiendo a su taller de poesía, con Fernanda Laguna, que por ese entonces se estaba haciendo un lugar como artista del Rojas. Era solamente el comienzo de una vida como escritora pero Pavón, acaso sin saberlo, ya había trazado las coordenadas que definirían su escritura y lo había hecho en la inespecificidad, en el cruce de distintas prácticas. Nada de codearse con puros escritores, nada de tener a la biblioteca como figura central.
Ahí, entre el gusto por las fiestas, los lugares que tienen que ver más con la idea de encuentro y de sociabilidad que con la de cultura, y un pie en el mundo de las artes plásticas, se pusieron las bases de lo que a partir de 1999 sería “Belleza y Felicidad”, pero que lo sería de una manera caótica, espontánea. Porque Pavón y Laguna, que ya se habían hecho amigas y se pasaban poemas, no tuvieron jamás la intención de abrir una galería de arte ni mucho menos un espacio dedicado a la literatura sino de tener un local, algo que hacer con sus ahorros en lugar de gastárselos en un viaje. Los alquileres estaban baratos por la recesión, así que no les costó conseguir una esquina de Almagro, en Acuña de Figueroa y Guardia Vieja, donde antes había funcionado una farmacia. Tampoco hizo falta mucho para montar “Belleza y Felicidad”: apenas decorar la vidriera con una tipografía elegante que anunciaba su nombre en dorado (a pesar de que todo lo demás permanecía desprolijo y algo roto), ordenar en otra habitación los acrílicos y materiales para artistas que Laguna vendía y colocar en un rincón una pequeña estantería que tenía a la venta los libros de poesía de las editoriales independientes de la época, como Siesta, Vox y Del Diego. Y encima de una mesa, algo que quiso ser el sustento económico de toda la empresa pero no duró demasiado, un montón de chucherías compradas en Once, saldos de bazares y regalerías que se ofrecían por un peso y le daban a toda la escena el aspecto de una instalación kitsch, aunque estuviera más cerca de un kiosco.
Claro que como chica de Letras, Cecilia también había estado cerca de Delfina Muschietti y el ciclo de lecturas que sostuvo durante años en el Rojas, La voz del erizo. En ese ciclo conoció a varios de los que después ganaron por asalto lo que se conoció como “poesía de las noventa” porque la editaron ellos mismos: Romina Freschi, Marina Mariasch, Santiago Llach y Carlos Eliff, entre otros. Por esa época los devenires inesperados de la formación académica también la pusieron en contacto con los estudios de género y las teorías queer: Pavón viajó a Seattle con una beca para hacer una maestría, pero la vida en el campus se le hizo aburridísima y decidió cancelar a los diez meses una estadía que tenía que durar dos años. Cuando volvió a Argentina se trajo con ella una perspectiva nueva, directo desde el país donde ya se estudiaba a Judith Butler, y una mescolanza más intuitiva que teórica entre vanguardia, cosmopolitismo, contracultura y sexualidades alternativas que encontró en Belleza y Felicidad un terreno fértil, tercermundista y salvaje.
De esa primera etapa que fue puras fiestas y encuentros con amigos y bailar con la música electrónica quedan poemas que son la búsqueda incansable de experiencias, llámense drogas o amor, iluminación o poesía, algunos publicados en plaquetas fotocopiadas, otros en ¿Existe el amor a los animales? (Siesta, 2001) o Caramelos de Anís (Belleza y Felicidad, 2004) y reunidos en la primera parte de ese compilado de Editorial Mansalva que se llama Un hotel con mi nombre (2012). Además de atender el local, coordinar muestras de plástica y lecturas de poesía, Pavón y Laguna editaron bajo el sello Belleza y Felicidad más de setenta plaquetas de poesía y prosa que llevan la firma de Rosario Bléfari, Roberto Jacoby, Antolín, Ali Gua Gua de Kumbia Queers, César Aira, Sergio Bizzio, Washington Cucurto, Dani Umpi y muchos más. Después el paso del tiempo dio lugar a una vida donde el grupo se reemplazó por la soledad del trabajo en casa, la crianza, las epifanías nocturnas en un patio descuidado, pero aunque el entorno cambió, la disposición y el deseo por absorberlo todo siguen siendo los mismos. No es que los varones escriban con el cerebro y las mujeres con el cuerpo, pero hay algo profundamente femenino en una escritura atravesada por carteles que dicen “LA LITERATURA ACELERA LOS LATIDOS DE MI CORAZON” (Once Sur, 2013), o en ese otro poema que dice “Para mí la literatura es mi madre/ para mí la literatura es mi cuerpo” (Un hotel con mi nombre). Y sobre todo, en una obra que se reescribe y borronea, que está llena de dudas y alternativas y cosas que podrían ser de otra manera: tomada como un todo, la escritura de Cecilia Pavón está llena de iluminaciones mínimas y conjeturas, su sintaxis es la de las comas, los “peros” y las disyuntivas, los pensamientos y las impresiones organizadas en una corriente que fluye y se bifurca y se estanca: “A veces me siento tan lejos de la literatura que no sé lo que es” (Once Sur).
Quizás porque Pavón parte del cuerpo –y no de la literatura misma, no de una mirada educada, es decir convencional -es una de los pocos poetas a los que les gusta el mundo tal como es, que no arrastra esa nostalgia de una naturaleza perdida que otros pueden haber sacado de lecturas previas pero no de la experiencia: la ciudad con su basura, sus cosas tiradas, el caos y los ruidos aparece retratada una y otra vez en la poesía de Pavón, y la elección de un territorio como el barrio de Once para situar buena parte de sus cuentos y poemas es elocuente al respecto. Once Sur, que reúne unos trescientos textos surgidos como entradas de un blog que llevaba el mismo nombre, está lleno de visiones donde lo urbano se aprecia en el choque, la conjunción entre opuestos que los surrealistas se esforzaban por imaginar y en la escritura de Pavón es solamente el signo de la ciudad moderna: “Cosas que vi: en la calle Pichincha y Belgrano: una fotocopiadora de los años ochenta, enorme, amarillenta, cerrada y con un potus encima (..). Así es Buenos Aires para mí”.
Los cuentos de Pavón también suelen hacer foco en la experimentación tal como pueden realizarla la fantasía o el capricho: juntarse con amigas a disfrazarse de gordas y salir a bailar es una forma de ser otra tanto como hacerse monja y meterse en un convento, o contar partes de la propia vida a partir de las distintas carteras que se usaron, o empezar anotando las evoluciones de las nubes sobre la pampa y derivar hacia la muerte de un ser querido y la búsqueda de un cielo, siempre entrando al relato (y a la emoción) de formas inesperadas, siempre en diagonal, como si lo único que pudiera encontrase de otro modo es lo que ya sabemos.
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