RESCATES
Shelley Winters
1920 – 2006
› Por Marisa Avigliano
Se llamaba Shirley Schrift cuando vivía en su natal East St. Louis, Illinois, y también cuando su padre (un inmigrante judío austríaco) decidió probar suerte en Brooklyn. La suerte no fue buena, largos meses de prisión para el señor Schrift y tiempos de pobreza para el resto de la familia. Los años, las candilejas y una voluntad lírica –su peripecia amatoria con Dylan Thomas hace reválida– la convirtieron en Shelley Winters (honores para el poeta Shelley coronado con el apellido de su madre). Perpetua en otras mujeres, Shelley Winters es la bomba sexy de piel nácar de los años cuarenta y cincuenta, la villana que desalineaba al jefe O’Hara en el Batman televisivo de Adam West, la nadadora inmolada de La aventura del Poseidón, la mamá de Ana Frank (Winters ganó el Oscar como mejor actriz de reparto por su Petronella van Daan), Lola, la chica del salón, en Winchester ‘73 y la patética grasosa y grosera –como le gustaba recordarla a Cabrera Infante– Charlotte Haze, mueca necia de la boca y mamá de Lolita (Sue Lyon, la chica de tobillos de antílope) en la prodigiosa película de Kubrick. Mamá de Anna, mamá de Lolita, dos madres capaces de completar solas el álbum del emblema maternal.
Durante sesenta años -hizo más de ciento veinte películas- Shelley Winters fue estrella de cine, teatro y televisión. Cuando la pantalla empezó a olvidarla, la feminista demócrata que siempre estaba luchando contra los ataques sexistas escandalizaba a quien la entrevistara (con el pelo siempre corto sólo cambiaba el color y la magnitud del rulo, y moviendo con gracia los caftanes que disimularan los kilos que ya no quería mostrar) con anécdotas y veredictos sobre Charles Laughton, Monty Clift o Errol Flynn. Las palabras en su lengua siempre fueron más voluptuosas que su voluptuoso cuerpo, sobre todo si en el relato de la noche recordaba a su amiga (y con quien compartió casa en los años cuarenta) Marilyn Monroe o recreaba las furias compartidas con su segundo marido, Vittorio Gassman, padre de su única hija. Tuvo romances con cada uno de los actores con los que trabajó (o eso dicen), la divertía el chisme y aquella remera de moda que buscando gloria decía “Yo no me acosté con Shelley Winters”. Cuatro maridos y sólo dos amores: Paul Mayer y Burt Lancaster. Se casó con el primero, no pudo con el segundo. Adoraba los sabores de la cocina y solía hablar de hombres como platos de comida, si Sean Connery era un cordero asado, Brando apenas una ensalada. Se peleó con Anna Magnani, Ava Gardner y Lauren Baccal por Tony Franciosa, el marido número tres. Con el cuarto, Gerry De Ford, la casaron en el Centro de Rehabilitación de Beverly Hills diez horas antes de morir.
Un cortejo de detalles aparece en cada una de sus poses antes y después de aquella primera mirada ahogada en Un lugar en el sol (1951), en la osadía temprana de aparecer castaña y vestida con ropa grande para conseguir el rol que su pelo rubio y escote habitual le negaban en manos de productores de visión mezquina, en su seducción para estar cerca de Janis Joplin, en la belleza arrolladora que no tenía y hacía creer que sí a cualquier precio, ya en el set, en un escenario de Broadway, en una entrevista o inundándose de arrumacos en los dos tomos de su autobiografía. Shelley Winters hubiera sido capaz de barrer las migas anzuelo de Lolita para poder quedarse con Humbert Humbert si Nabokov, James Mason o Kubrick se hubieran distraído. “A mejor villano, mejor película”, repetía Shelley citando a Hitchcock y perdiendo esa vez la batalla.
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