DESPEDIDA
Cristina Fernández de Kirchner culminó una gestión de doce años que hizo de los derechos humanos una política de Estado, otorgando el derecho a una vida digna allí donde durante décadas sólo hubo desolación y pobreza. Con una potencia única, hizo temblar de deseo y odio a todo un país, al tiempo que se encargó de consolidar temas sensibles para los sectores más impensados, como el feminismo y el colectivo Lgttbiq, a través de la ampliación de derechos civiles, la educación sexual integral, el matrimonio igualitario, la Asignación Universal por Hijo y la identidad de género. Su postura refractaria en torno se la legalización del aborto legó acaso la deuda más amarga por la histórica oportunidad perdida, pero logró sobrevolar esos claroscuros como una estadista brillante y una entrañable militante peronista.
› Por María Pía López
La primera presidenta electa en la Argentina. Dos veces. Despertó apasionados entusiasmos y no menos airados odios. Fue el centro de una experiencia política cuyo sentido aún debemos desmenuzar. Estos tiempos, los que vienen también son momentos de narración, de tramar en la lengua una historia, un conjunto de palabras que permitan interpretar lo que sucedió y lo que acontece. Ella decidió inscribir en el léxico esa singularidad: se dijo presidenta y no presidente. Hubo burlas, incomodidades, críticas. A mí esa decisión me parecía ingenua y eficiente, como toda inscripción de un neologismo. Ingenua, porque no era el universal masculino el que estaba en juego, como el que se nombra en abogado o médico, sino la más neutral terminación en e, que no urgía el trazo corrector. Pero lo hizo, casi con voluntad lúdica y afirmativa: si hay algo tan nuevo como una mujer en la presidencia ¿por qué no reclamar que recaiga sobre ella una designación también inaugural?
Insistió con nombrar lo femenino, subrayar que ese universal trazado en la lengua y justificado en el latín, debía ser tajeado para dar lugar a modos más igualitarios, al reconocimiento de las diferencias. Cada discurso empezaba con los imposibles conjuntos de todas y todos. Nos acostumbramos, lo divertimos, hasta lo parodiamos, pero la insistencia fue dejando una huella: no se podía iniciar una exposición pública sin dudar acerca de la formulación adecuada. Osvaldo Baigorria, escritor feminista y activista contracultural, solía empezar las tertulias poéticas en el Museo del libro y de la lengua diciendo bienvenidas todas, en el que repicaba el hermosas perlongheriano. La voz presidencial, tañendo esas cuerdas, obligó a desnaturalizar la lengua, a considerar su condición histórica y metafórica. Porque si siempre es metáfora, como señalaba Antonio Gramsci, vamos olvidando esa condición hasta llegar al aplanamiento en la tautología: Cristina es así porque es mujer. Como afirmar que El Gráfico es una revista deportiva o que los méritos de Terrenal provienen de ser una obra de teatro.
Todo el tiempo procedemos a ese aplanamiento, lo hacemos para poder hablar, convertir lo dicho en trámite rápido o instrumento comprensible. Hasta que un loco, una afásica, un poeta o una presidenta, obligan a dudar. ¿Cómo se dice, cómo empiezo este discurso? Del mismo modo, las discusiones sobre los enunciados racistas y lo políticamente correcto, obligó a revisar los planos violentos y discriminatorios de la lengua, allí donde se hace anticipo de otra violencia o acostumbramiento que la hará tolerable.
La voz presidencial fue la agónica de las plazas, con esa quebradura en la que habitaba la memoria de la oradora anterior, la del renunciamiento y la multitud acongojada, y fue también la de una pedagogía televisada en las cadenas nacionales, y allí, en esas escenas sonaban otras memorias, más cercanas a la coloquialidad del espectáculo. Entre Eva y Susana: un arco de tonos. Fue la voz de la estadista que cultivaba la oratoria precisa en los foros internacionales y también la de la tía chistosa que inoportuna a los ministros. Voz como acordeón, sonante en distintas notas. Mientras Néstor Kirchner construía el sonido de una sinceridad balbuceante –y quizás no lo era, pero parecía, siempre, hablar con la mesura de los puntos suspensivos y sin olvidar la cuerda de la duda–; Cristina construyó una voz de autoridad, ejercitada en el ágora parlamentaria y en la polémica mediática, destinada a explicar o confrontar. Un político de territorio requiere el estilo del buen conversador: deja silencios, escucha, va percibiendo el flujo de la empatía. El de parlamento aprende a hacer uso de su turno de habla para argumentar y convencer. Quizás de sus trayectorias venían las diferencias entre los modos oratorios. O a la inversa, se habían dividido las funciones por sus formas de decir.
La primera presidenta electa se decía no feminista y parecía explicarlo desde el prejuicio, imaginando que serlo implicaba otros gustos y estéticas que los suyos. Su gobierno, sin embargo, no dejó de transitar los temas, valores y reclamos del feminismo: desde la ampliación de los derechos civiles hasta la educación sexual; o desde la AUH hasta el reconocimiento igualitario de las mujeres en el plano de la educación y la ciencia. Su catolicismo sí la hizo refractaria a considerar la legalización del aborto, dejando el gusto amargo en todo el movimiento de mujeres por una posibilidad perdida. Hizo labor feminista sin saber que lo era, creyendo que para serlo debía salir del esquema de pareja y familia en el que estaba a sus anchas.
León Rozitchner, hace una década, se preguntó por el odio que despertaba Cristina Fernández. Pensó que se debía al estilo de mujer que ponía en juego, capaz de despertar deseo y envidia en aquellos que comparaban esa potencia de pura femineidad con sus esposas. En Perón entre la sangre y el tiempo, el filósofo había recorrido el arquetipo de la pareja fundadora como modelo para la construcción de una subjetividad conservadora, familiera, que culminaba afirmando la subordinación de la mujer. Como un pobre gorrión se pensó Eva, sobrevolando alrededor de la estela de la conducción política del líder. Por el revés, Cristina afirma su palabra autónoma y, en una entrevista con Sandra Russo, se apropia de la escritura del discurso dicho por su marido. De aquel que había construido su propio linaje político al declararse hijo de las Madres de Plaza de Mayo. En la continuidad entre las madres que hicieron el más profundo tajo al terror estatal y la mujer política que preside, el ensayista vislumbra la promesa más fuerte de la época, la de una nueva fraternidad: “Es nuestra Presidenta –¿para muchos, acaso, una ‘madre política’?– que, sobre la estela de nuestras Madres, ha asumido un modelo fraternal distinto en su ser mujer política. Por eso es que quizás tanta gente ve en ella lo que ninguna otra mujer en nuestra escena actual (ni tampoco casi ningún hombre) ha sido capaz de suscitar en nuestra última historia.”
Su escena política predilecta parecía la del acto público: el contacto con los ciudadanos y militantes, la cercanía cada vez más corporal y afectiva. Los patios de la Casa Rosada se convirtieron, con los años, en espacio privilegiado. El entusiasmo de las militancias era el aire en el que la presidenta construía sus intervenciones más espontáneas. El acto se desdoblaba en tres escenas, cada una con un tono diferente: lo que sucedía adentro del Salón, cuyo auditorio se componía de rostros conocidos y de una representación de los afectados por las medidas anunciadas; las interlocuciones por videoconferencia –ahí la conversación era socarrona y apurada con los protagonistas de cada una de las inauguraciones–; y los patios posteriores en los que la presidenta iba saludando a los jóvenes militantes. Si en la primera escena importaba la representatividad o la fama de los asistentes; en la última lo central es el anonimato: el militante, como el soldado desconocido, se convierte en alguien sobre el que cualquiera se proyecta.
María Moreno narró un contrapunteo ocurrido en uno de los actos: “En esa veta caballeresca fue el ‘si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar’. Y ella fue finísima. Antes de que los semiólogos de la contra empezaran con el sonajero de las asociaciones –sí, sí, yo tengo mi propio sonajero– y tiraran del ‘No se va a armar nada porque nadie me va a tocar’ y lo llevaran hasta un sentido de intocabilidad, ella hizo una segunda frase que desarmaba el mensaje combativo–guardabosques con el ‘quédense tranquilos que el único que me tocaba ya no está más’. Al erotizar el verbo ‘tocar’ no sólo se descontaba de la imagen de la viuda atada de por vida a su tragedia hasta no poder siquiera usar el humor –esa arma potentísima de supervivencia como bien lo saben los judíos y los gays– sino que levantaba a Néstor Kirchner de la imagen sublimada y solemne de los muertos para evocarlo con la familiaridad del amante y el cachondeo del compañero –‘el único que me tocaba’– es decir, en su carne.” Y ahí coincide con Rozitchner: algo de insoportable tiene una mujer, para los conservadurismos nacionales, que no cultiva el poder desde la asepsia del trajecito sastre –como lo hicieron Bachelet o Dilma– ni desde la supresión espiritualista del cuerpo –como imaginó Perón cuando anunciaba volver casi desencarnado–, sino desde una presencia y una imagen que no evita la sensualidad. Algo de insoportable que se expresa en el yegua como agresión. Porque si la palabrilla sirve para afirmar que una mina está fuerte pero también que lo suyo no era la bondad cristiana, arrojada sobre Cristina solapa la belleza –como si no la nombrara– bajo la maldad.
Hubo insultos, injurias, despechos, amores. Nunca la lengua fue tan pródiga en proyectiles ni las imágenes que circulaban tan dañinas. Habría que revisar, pero ni Eva recibió tanto: quizás porque era otra la densidad mediática o menores las libertades para hacerlo. Cristina fue blanco predilecto pero también santa tutelar de imágenes amorosas. La intensidad de esas pasiones se complementa hasta resultar en dos regímenes de creencia y afectividad, opuestos e incomprensibles entre sí. Respondió a eso asumiendo un estilo de intervención que suprimía las mediaciones: vio en las redes sociales la posibilidad de saltear las empresas comunicacionales y también la idea de un jefe de prensa que modere, cuide o razone en términos de estrategias. Decidió que su intervención obedecería a una mezcla de razón política y sensibilidad personal. El twitter fue la herramienta, no para respetar lo menguado de su regla –los 140 caracteres– ni lo cínico de su estilo dominante, sino para traficar en fragmentitos un discurso más extenso, que recuerda su oralidad presidencial y, como ocurre en ella, mezcla zonas personales y cuestiones políticas.
¿Hay ahí un modo femenino de intervención? Digo, en ese pliegue entre lo íntimo y privado y lo colectivo y estatal, ¿no aparece un modo-mujer de producirlo? En uno de sus últimos twitteos en ejercicio de la presidencia, narra el conflicto con el presidente electo por el lugar y la ceremonia de entrega de los atributos presidenciales. Como si no fuera ya bastante con tener que recibir el bastón de mando de manos femeninas, el hombre teme a los abucheos, a la comparación y a la disparidad. Cristina narra la conversación para declarar un nuevo estado de cosas: “acá se acabó mi amor”, “no soy su acompañante”, “le aclaré que no era su fiesta de cumpleaños”. Los dichos se recortan sobre la construcción pública de la imagen de la esposa de Macri: elegante, casi una geisha, educada para sonreír, empresaria exitosa y sospechada de ilegalidad. La pareja que gobernó los doce años se amasó en la complicidad política. Una puede imaginar las conversaciones cotidianas, oscilando entre la compulsa de lealtades, los problemas a resolver en una gobernación o la presidencia, la discusión sobre los temas parlamentarios, la lista de compras, los problemas con los chicos. Cuando Cristina habla o escribe en twitter reproduce ese vaivén: habla a compañeros y ciudadanos sobre hipótesis o situaciones políticas, pero también sobre sus hijos y nietos. En la discusión que mencioné y que ella relata dice: no se le grita a una mujer. En el año de la movilización Ni una menos, la afirmación es potente. No se la mata, no se la golpea, no se le grita: agita la defensa de género pero también una ética de las relaciones que está exangüe. Aun a una mujer con poder, no se le levanta la voz.
El kirchnerismo surgió en el 2003 como lector de la crisis, hermeneuta astuto que supo leer en el desastre los signos de una oportunidad: refundar los pactos, producir políticas reparatorias, desnivelar a favor del mundo popular la balanza estatal, crear para las instituciones públicas una nueva legitimidad, surgida de los juicios al terrorismo de Estado. En el 2008, se hizo política del conflicto, pasando del orden de las reparaciones a la lógica de los derechos y se encararon los más arriesgados proyectos de transformación: desde las retenciones agrarias hasta la ley de medios. Se reinventó allí como identidad política, rostro de la confrontación y de la agitación social. En el 2010 con la fiesta del Bicentenario y el duelo por la muerte de Néstor Kirchner se presentó en su rostro de multitudinaria amalgama callejera. Palimpsesto es la época misma, porque cada situación iba dejando actores, sujetos y prácticas. La alianza con los organismos de derechos humanos y los movimientos sociales viene del 2003; el surgimiento de grupos que abonaron la identidad kirchnerista se hizo evidente desde 2008; las fiestas populares muchos más amplias y los ritos callejeros quedaron del 2010.
La elección del 2011 sería momento de la concentración y articulación, hasta volverse casi monolítico el lugar de enunciación: Cristina era la que decía, afirmaba, orientaba. Por abajo, soldados. Enfrente, adversarios. ¿Pidió ella esa obediencia o fue surgiendo por las propias dinámicas políticas, el miedo a que las palabras más libres fueran capturadas, la ociosidad del que espera que otras u otros dirijan, la confianza ciega en los liderazgos o la extendida creencia de que una jefa ve más allá que el resto y mucho más si está a la izquierda de la sociedad?
Ella lideró un movimiento que soñaba metáforas bélicas mientras cultivaba un discurso del amor. Ambas cosas eran ciertas, porque el kichnerismo desplegó el discurso agonístico de la pelea mientras gobernaba en el sentido de generar mediaciones entre las partes conflictivas del antagonismo social. La novedad de lo que ocurrió requerirá muchas narraciones y tejidos, críticas y reflexiones. Quizás la huella más honda no se vea a primera vista y tenga que ver con la inscripción de un tipo de poder y de enunciación que habilita modos más libres de hablar y de sentir. Dije, el año de la movilización de Ni una menos, pero también es el año en que el kirchnerismo mientras perdía las elecciones conjugaba una fuerza social inédita que mezclaba en sus mismas formas expresivas y organizativas lo político, lo íntimo y lo festivo, el año en que cada ocasión de encuentro fue aprovechada para el reconocimiento común. Es decir, el año en que mientras la fuerza que gobernó el Estado empezaba su retirada, parecía más viva que nunca en los cuerpos de sus entusiastas. A eso se le pone un nombre más bien feo, o muy feo, el de empoderados. Feo pero por ahora nombra algo fundamental: que cada quien anda con el bastón de mando en su mochila, aunque ella se lo tenga que entregar, en algún lugar desconocido de la Mancha, al presidente electo. Y eso, entre tantas preocupaciones y tristezas, nos despierta una sonrisa de complicidad y un cosquilleo amoroso en los cuerpos.
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