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› Por Marta Dillon
“¿Al Parlamento? ¿Pero no pueden presentarse solo españoles?”. Cruz le replica dulcemente: “¿Y quién le dijo, mi amor, que yo no soy española? En España ya somos dos millones de migrantes con ciudadanía ¿no lo sabía?”. El diálogo está en la nota que destacamos, habla de la candidatura, en la cabeza de la lista de Podemos de Alicante, de Rita Bosaho, una mujer negra, española, cincuenta años cumplidos de los que ha pasado más de treinta lejos del lugar donde nació, en Guinea Ecuatorial. Esta enfermera que casi seguro entrará al Congreso es la primera que lucirá esas trenzas que engalanan su pelo de rulos apretados y su piel, su cuerpo, orgullosamente negro. Y será también una de las tantas de ese partido que no teme declararse feminista, que pone esa ideología por delante de cualquier otra, porque, dice “si estamos frente a un proceso de cambio en la forma de hacer política ese cambio es feminista y tenemos que apropiárnoslo”. Pero a pesar de su presencia, de su discurso claro, de sus años de compromiso político que empezaron, justamente “con mi propio proceso migratorio”, Rita es casi invisible en tanto española. Una invisibilidad que no es patrimonio de la península europea, justo ahí donde la multiculturalidad es una marca de identidad.
Aquí mismo en este sur, con los resultados del ballotage todavía desgranándose, el presidente Mauricio Macri habló de la supuesta identidad de nuestro país: “Este es uno de los países del mundo con más espíritu emprendedor. Hay una razón: que nuestros abuelos, nuestros padres, cruzaron un océano en barco (…) Y vinieron a nuestro país buscando una oportunidad, y se radicaron y construyeron una etapa maravillosa de la Argentina. Nos toca a nosotros continuar esa posta”. ¿Hablaría de sí mismo el presidente? ¿creerá que podemos, todos y todas, mirarnos en su espejo? Ese mito fundante de la Argentina parida por quienes llegaron de los barcos cruzando el Océano Atlántico podría describir apenas el estrecho territorio de la ciudad de Buenos Aires. Francisco Raúl Carnese, especialista en antropología biológica que estudió los marcadores antigénicos de donantes de sangre de la capital de este país y de los cordones suburbanos en 2003 descubrió que: “En la metrópoli el porcentaje de participación amerindia era del 5%, en el primer cordón se incrementaba al 11% y en el segundo al 33%.” Así trazaba, sin buscarlo completamente, la relación entre el color de la piel y la inclusión social y económica que es fácil de reconocer a ojo desnudo ¿o son blancas las empleadas domésticas, los recolectores de basura, las miles de personas que empezaron a arañar el empleo a través de programas como el Argentina Trabaja y que ahora están amenazados de volver a la desocupación?
Si a alguna migración le debemos la fuerza de trabajo en este país es a la que llega de los países limítrofes y sin embargo ahora mismo circula por las redes sociales la noticia del alambrado que se está construyendo entre La Quiaca, en Jujuy, y Villazón, del lado boliviano con la excusa siempre lista de controlar el narcotráfico, como si los negocios en ese sentido se detuvieran por cerco olímpico.
Y no se termina ahí el racismo en Argentina, en este país blanqueado en ese relato de origen que todavía se sostiene, en la negación constante de la población afrodescendiente que aunque consiguió visibilidad en los últimos años y logró colar en el calendario oficial un día específico –el 8 de noviembre– su existencia y su influencia es más negada que reconocida.
¿Es necesario seguir hablando de racismo cuando se sabe que las razas no existen? La respuesta fue un grito en Emergencias, el encuentro de organizaciones sociales y culturales de toda América Latina que acaba de suceder en Río de Janeiro, financiado por el ministerio de cultura brasileño y que estuvo atravesado por las voces feministas y cruzado a la vez por la necesidad de construir un feminismo negro, un feminismo mestizo, americano, popular; ese que queda subsumido en los discursos hegemónicos que siguen hablando de la mujer o de las mujeres sin detenerse en qué corporalidades, qué experiencias, qué genealogías diversas hay detrás de esa categoría –mujer(es)– en disputa. Un feminismo que por subalterno se entiende mejor en el diálogo con quienes se reconocen trabajadoras sexuales, con quienes estando en los territorios más desprotegidos saben que no se puede hablar de frenar la violencia contra las mujeres si no se ve de qué mujeres se habla, si no se aseguran derechos básicos para esas mujeres que permitan un empoderamiento real y no la mera atención de la urgencia.
“Tenemos derecho a ser iguales cuando la diferencia nos inferioriza, tenemos derecho a ser diferentes cuando la igualdad nos descategoriza”, dijo Stephanie Ribeiro en una de las rondas de conversaciones de Emergencias citando a alguien más, una joven negra de 28, estrella feminista que desde su página en Facebook es responsable de la diseminación del feminismo como esa plaga que transforma a quien es afectada, que siente que su vida no puede volver atrás y que defiende tanto el activismo en redes como el de la calle, la escuela o el territorio “porque de hecho, ser negra y estar en la calle, ya es una militancia”. ¿Pero no es en Brasil, su país, donde se buscan y se alaba constantemente a las mujeres negras? “Y es que no somos nada más que esos cuerpos semidesnudos supuestamente dispuestos siempre a dar placer, muñecas exóticas hechas para ser miradas y resulta que cuando contestamos las agresiones somos perras malcogidas”.
La noticia de una diputada negra y feminista en el Congreso español es tal y cruza fronteras, igual que cruza fronteras el racismo. Igual que cruza fronteras y se instala en nuestro territorio latinoamericano la necesidad de empezar a ennegrecer nuestro feminismo, a empezar a pensar de quiénes hablamos cuando hablamos de mujeres, de que cuerpos y que trayectorias están siendo objetos privilegiados de la violencia y empecemos a llenar de sentido las consignas que nos congregan para multiplicarlas, para que sean algo más que consignas.
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