VISTO Y LEIDO
La permanente, primer libro de Marta Lopetegui, recupera un universo desprestigiado y casi ausente de la literatura nacional: la vida de jóvenes militantes de izquierda de los años 70.
› Por Daniel Gigena
“Era la vida de otros, cercanos, pero otros, que le pasaba como en cuadros. Era mucha información, chiquita, nimia, pero ese registro le dio un pudor enorme. La confirmación de lo presentido.” En el final de “La casa grande”, uno de los relatos de La permanente, se insinúa el estilo de escritura que prevalece en este pequeño libro, otra de las sorpresas locales, inesperadas y estimulantes, de 2015. Compuesto por informaciones sucintas que forman redes que a su vez abarcan causas y proyectos colectivos, el primer libro de Marta Lopetegui (Buenos Aires, 1955), quien apenas había publicado dos crónicas en una antología preparada por Hebe Uhart, reúne textos que guardan semejanzas y diferencias con el cuento, la anécdota, las memorias de juventud y de militancia, la reescritura de recuerdos ajenos, incluso también el arte de la semblanza fúnebre.
Los relatos de Lopetegui parecen escritos para ser dichos al oído de un compañero que recién se inicia en la lucha, a quien las narradoras deben explicarle que una célula, en los años 70, poco tenía que ver con el ADN o que en ese entonces era conveniente ignorar el nombre verdadero de los encargados de la dirección política.
En el extraordinario relato “Cruz diablo” se detalla la preparación del “minuto conspirativo” entre compañeros: “Si estábamos en un bar podía entrar la policía, separarte y preguntar el nombre de la persona que estaba con vos, como mínimo tenías que saber el nombre que diría el otro, que tendría un documento con ese nombre, podías no saber el apellido si la historia del minuto lo permitía. Si el minuto era: somos primos, tenías que saber el apellido y un montón de cosas más; nunca éramos primos, servía ecir por ejemplo que nos conocimos en un baile la semana pasada”.
Quizás por su trabajo, vinculado a la confección de ropa, los recursos utilizados por la autora se asemejan a moldes: párrafos completos de un texto que reaparecen en otro, circunstancias o personajes secundarios que cobrarán relieve más adelante, escenas repetidas cuyo efecto cambia con el paso de los años (una reunión de compañeros, treinta años después, es “un cuadro artliano”), corte, costura y ajuste de biografías de compañeros “quemados”, desaparecidos, delatores. El tejido, otra figura clásica para representar la escritura, aparece como motivo de uno de los relatos más emotivos del conjunto, “Santa Clara”, donde Lopetegui rinde homenaje a una pareja de compañeros desaparecidos en 1978. “Uso un lenguaje entre coloquial y circunspecto porque es el que he armado con los años; es como una lengua de tanteo, esperando que el otro hable, diga y yo pueda saber cómo decir lo que tengo que decir. No sé si lo que escribo son crónicas, cuentos sin terminar o anécdotas apenas hilvanadas –dice Lopetegui–. No sé y me parece que poco importa, es necesario guardar registro con lo que se puede.”
El humor en apariencia casual y distraído de las voces narrativas (que la lectura tiende a condensar en la figura de la autora por un efecto masivo, aunque no siempre sea así) es otro de los aciertos del libro.
“Es muy difícil definir cuáles son los ejes de estas crónicas, tampoco tendría respuesta si me preguntan cuáles son los ejes de mi vida –comenta Lopetegui–. Hemos hecho lo que hemos podido. Tengo la certeza de que haber sido militante de base de una organización de izquierda en los años 70 me determinó en muchas cuestiones. No éramos un grupo armado con armas. Éramos jóvenes que interpretábamos la realidad a contrapelo y dispuestos a dejar de lado nuestro proyecto individual o mejor dicho a convertir nuestro proyecto individual en una utopía colectiva. La expresión ‘años de plomo’ se ha instalado con todo derecho histórico. Ha sido un largo otoño, después del golpe todo se puso gris.”
La permanente y otros relatos
Marta Lopetegui
Blatt & Ríos
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