EXPERIENCIAS
La historiadora Ana Miravalles, a cargo del archivo del Museo Taller Ferrowhite, en la zona portuaria de Ingeniero White, reconstruyó el universo de la actividad ferroviaria enhebrando cientos de relatos que atesoran sus obrerxs. De allí surge Los talleres invisibles. Una historia de los Talleres Ferroviarios Bahía Blanca Noroeste (edición del Museo, 2013), especie de arqueología del trabajo en Bahía Blanca, pero también travesía íntima y curiosa de Miravalles en un mundo casi por exclusión masculino.
› Por Marina Yuszczuk
Forma parte de un museo atípico, uno de los pocos en el país dedicados al trabajo y no tanto a aquello que se selecciona como las grandes gestas de la historia, con sus hombres notables como protagonistas, o al recorte deliberado de lo que se designa como “cultura”. Ferrowhite está ubicado en la zona portuaria de Ingeniero White, cerca de Bahía Blanca, y en su recinto se pueden encontrar herramientas que un visitante no podría ni nombrar, como si procedieran de un planeta desconocido: alcuza, bigornia, matrices de fundición, zapatos de freno, bielas, fresadoras. Elementos básicos que sostienen la cotidianidad de tantxs que viajaron y viajamos en tren, pero que quedan afuera del foco de atención mediático que casi siempre desplazó a las labores manuales y a los obreros. De todo esto se ocupa la historiadora Ana Miravalles, que está a cargo del archivo de Ferrowhite (Museo Taller), un espacio de trabajo en el que la actividad de los ferrocarriles que desde fines del siglo XIX llevaron la producción cerealera del sur de la provincia de Buenos Aires hasta los puertos de Ingeniero White y Galván se reconstruye principalmente desde los testimonios de algunos de los miles de obreros que le pusieron el cuerpo.
Ana se desempeña en el Museo desde que se inauguró en 2004, y las cientos de entrevistas que hizo desde entonces, junto con el relevamiento de materiales de archivo, dieron lugar a publicaciones como Las libretas de Geniale Giretti, especie de diario de un inmigrante italiano que trabajó en la zona de Ingeniero White y Bahía Blanca entre 1905 y 1907. Así, desde voces silenciadas por la historia, se revisan los mitos de origen de una Argentina que se quiso granero del mundo y crisol de razas. De allí surgió también un proyecto mucho más ambicioso como es Los talleres invisibles. Una historia de los Talleres Ferroviarios Bahía Blanca Noroeste, que el Museo publicó en 2013. A diferencia de otros libros de historia, este es uno que tiene olor, vida cotidiana además de trabajo, ruidos, y una proliferación de objetos y nombres como los de Aldo Temperini o José Magnani, los de aquellos que permitieron reconstruir a partir de sus testimonios (orales en su mayoría) las intensas jornadas de reparación y construcción de piezas de ferrocarriles en los galpones que albergaron a los Talleres Noroeste desde 1890 hasta 1996, año en que llegó el cierre como consecuencia del proceso privatizador de la década del 90. Todos los vagones y locomotoras de carga que funcionaban en la zona eran reparados ahí pero hoy muy pocos saben de qué son esas ruinas, paredones de ladrillos entre pastizales que pueden verse todavía en Bahía Blanca, a sólo unas cuadras de la cancha de Olimpo.
–Claro, la imaginación está en la raíz del placer por conocer la historia, de ella depende la capacidad de figurarse una realidad que es por definición inaprehensible y en este caso, trabaja contra el adjetivo “invisible” del título. Es verdad que en Los talleres invisibles resuena el nombre de Las ciudades invisibles de Italo Calvino, pero la invisibilización de los talleres fue, y es, literal. El libro podría leerse como el capítulo de una arqueología de la (no) representación del trabajo en Bahía Blanca. Esa negación abre paso a la pregunta: ¿Qué había ahí? ¿Cómo era ese lugar vedado? Ese fue el estímulo para intentar recomponer un orden muy complejo a partir, por ejemplo, del recuerdo de un simple olor. Después, gracias a los recursos del oficio (entrevistas, documentos, planos, fotografías, bases de datos), la imagen de todo ese mundo se fue volviendo cada vez más nítida. Lo que no podía verse detrás de los paredones fue apareciendo en el papel, y me gusta pensar que sigue completándose en la imaginación de los lectores del libro. Las entrevistas fueron muy valiosas para poner ante los ojos del lector eso que por tantos motivos estaba destinado a pasar desapercibido, porque lo que cuentan sus trabajadores permite prestar atención no solamente a los edificios ingleses sino también a las construcciones más nuevas, incluso a aquellas que, en su fragilidad, volvían un poco más amables las rutinas del taller, como las “covachas” para tomar mate o el “árbol” de la playa de reparaciones, al pie del que se hacían los asados en Navidad.
–El libro deriva de mi trabajo en Ferrowhite. Ahí empecé haciendo entrevistas a ferroviarios, y sus historias generaron en mí el deseo de mostrar a otros ese mundo que, perteneciendo a un pasado tan reciente, parecía tan lejano. Pero mis razones profundas siguen siendo un poco un misterio. Hace algunos años leí el libro de Calvino y me impactaron dos frases: “de una ciudad no gozas de sus siete o setenta y siete maravillas sino de la respuesta que da a una pregunta tuya (o de la pregunta que te formula, obligándote a buscar una respuesta)”; y esta otra “El que habla, habla, y pareciera que cuenta siempre lo mismo, pero el que escucha retiene solamente las palabras que espera. Lo que dirige, lo que ordena el relato no es la voz de quien cuenta sino el oído del que escucha”. Ahora me pregunto cuál habrá sido mi pregunta inicial, por qué mi oído estuvo dispuesto a escuchar a estos ferroviarios durante todos esos años. Porque de entrada todo jugaba en contra de esa posibilidad, por una cuestión de género, de edad y de formación: yo, una mujer de alrededor de 40 años que venía de una experiencia académica, me metí en ese mundo casi exclusivamente masculino. Creo que fue justamente esa distancia la que generó las ganas de conocer.
–Una permanece unida a esta historia por el dolor. La historia de los talleres y de los ferroviarios que trabajaron en ellos es difícil. La bronca de muchos entrevistados por los despidos o los retiros “voluntarios”, su pena por ver los edificios en los que trabajaron arrasados, mi propia indignación ante el silencio en el que permanecieron ocultos, me llevaron en un punto a querer aprender todo. Pregúntenme qué se hacía en la herrería a las seis de la mañana, qué era caldear, cómo funcionaba el almacén local, cuántos pares montados se podían tornear en una hora con el torno polaco... La posibilidad de poner en palabras esta historia tuvo cierto efecto terapéutico que tiene que ver justamente con trascender la dimensión biográfica individual. Confrontar las experiencias personales en un relato común da como resultado una historia de la que no están ausentes las tensiones, pero que permite que los propios recuerdos se transformen en otra cosa: en historia de la ciudad, del ferrocarril, de la economía regional o nacional, del trabajo, es decir, en una herramienta para conocernos mejor como personas y como sociedad.
–Creo que el olvido definitivo de los talleres implicaría un empobrecimiento drástico, tanto del pasado compartido como de nuestra capacidad para imaginar un futuro mejor. Esa historia es vital porque continúa convocando cuestiones pendientes, como pensar el rol que cumple nuestro sistema de transportes en el desarrollo económico del país y en el mejoramiento de la vida de sus habitantes, a más de 20 años de las privatizaciones. Y un interrogante más urgente tiene que ver con qué lugar tiene la industria ferroviaria nacional, su capacidad instalada aún existente, en los actuales planes estatales de reacondicionamiento de las líneas de trenes. En este sentido la historia de los talleres, antes que la elegía por un mundo perdido, es un llamado a la acción. Por eso sigo con Calvino. En Las ciudades invisibles, Marco Polo le dice a Kublai Kan que “cada ciudad recibe su forma a partir del desierto al que se opone”. Podemos ver los talleres como el cadáver de un gigante recortado contra la luz de un pasado que, ligado a la juventud de quienes lo evocan, puede parecer un sueño idealizado que terminó por convertirse en una pesadilla. Pero también podemos verlos como un desafío para la ciudad que vive, sigue creciendo y afrontando nuevas necesidades.
–Es cierto, el trabajo, y quienes lo sostienen, tienden a quedar ocultos en las cosas que el propio trabajo produce. El museo va un poco a contramano de esta tendencia reponiendo en sus salas no sólo los objetos del pasado ferroviario o portuario sino la figura de sus trabajadores en acción. En Ferrowhite está aquella vieja máquina de coser, y también Ida Muhamed, que te cuenta cómo era perder las huellas digitales fabricando tres mil bolsas de arpillera por día, mientras te ceba un mate y compagina los números del té bingo que prepara para este fin de semana. Si aceptás el mate y te quedás con ella, puede que al rato te ponga a trabajar también a vos. Ferrowhite es un lugar en el que, mil y un conflictos mediante, una comunidad, o parte de esa comunidad, cuenta su historia a la vez que organiza su día a día, un museo en el que aprendí que tanto el mundo del trabajo como el trabajo del historiador son casi siempre algo más que lo que habitualmente entendemos por eso. Como escribimos en una de las paredes del taller que hoy ocupa el museo, “Un trabajador nunca es sólo un trabajador” –lo que hace por un salario– “sino también lo que desea y lo que teme, qué come y cómo baila, las cosas por las que brinda y aquellas por las que lucha”.
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