MUESTRAS
La artista chilena Voluspa Jarpa propone en su obra en siete pasos, En nuestra pequeña visión de por acá, que se expone en el Malba, reconstruir la imagen de América latina a partir de la desclasificación de los archivos de la CIA durante el gobierno de Bill Clinton sobre su accionar en esta región en las décadas del 70 y 80.
› Por Cristina Civale
Es mejor no saber nada del proceso creativo de En nuestra pequeña región de por acá, la obra de sitio específico creada por la artista chilena Voluspa Jarpa, nacida en Rancagua en 1971. Sería mejor no tentarse con leer el texto de sala antes de sumergirse en la experiencia de la apreciación de lo que la artista ofrece: siete obras en distinto soporte y en diferente formato narrando fragmentariamente una historia muy precisa. Una obra que se muestra desmembrada para que quien la recorra pueda armar el relato completo, al que cada fragmento aporta un sentido cada vez más denso y sorprendente. Y a la vez que suma un nuevo dato también da cuenta de un proceso de creación y trabajo. Es un viaje que nos adentra en el terror sin que tengamos miedo. Hasta aquí sólo adelantaré que lo que se cuenta son los efectos de la Guerra Fría en América Latina, una guerra que capitaneada por los Estados Unidos y su economía neoliberal diseminó dictaduras, hambre, desapariciones y luto en la región. Quien lea esta nota no podrá ya asistir, completamente inocente, a ver al trabajo tan inteligentemente urdido por Jarpa. La artista afirma que lo que le importa de una obra es el proceso de aprendizaje al que la somete más que el proceso de producción para acabar el objeto que se llama obra. Y eso propone a los visitantes de Malba en esta intervención explosiva que tiene lugar en la Sala 1 del Museo.
A lo que apuesta Jarpa con esta obra en siete pasos es a reconstruir la imagen de América latina a partir de la desclasificación realizada durante el gobierno de Clinton de los archivos de la CIA sobre su accionar en América latina, en los años donde por dinero decidieron masacrarnos. Los archivos fueron publicados en su momento en un sitio en Internet y fueron de acceso público hasta la llegada del gobierno de Bush, que sólo permitió su consulta dentro de los Estados Unidos.
Jarpa comenzó descargando primero los referidos a Chile, creyendo que los archivos darían mucho que hablar en su país. Pero no sucedió nada. Apenas dos libros que cayeron en el olvido dieron cuenta de ese material. Miles de documentos con tachaduras y borroneos. Archivos que fueron secretos y que en sus rayones negros todavía enfatizaban que el secreto no sería totalmente revelado. Jarpa, que empezó siendo pintora y luego pasó a la instalación ya que la pintura acotaba su deseo obsesivo de narrar, cuando encontró semejante material se preguntó cómo podría hacer arte con él, sería posible o no podría hacer absolutamente nada. La tensión de encontrar una respuesta le duró hasta que supo que podría hacer algo si la inquietud que sentía ante ese hallazgo se la transmitía a los otros. Con esa idea se sintió liberada y lista para intentar hacer arte con unos documentos en hojas A5, escritos en inglés y llenos de tachaduras.
Lo primero que encuentra el visitante que llega al museo a ver su obra, son unas largas tiras de papel que se extienden desde techo hasta el piso, tiras colocadas unas junto a otras, tiras que parten del piso y hacen olas sobre objetos de metal que se enredan en las escaleras. En un plano general, en una visión de conjunto, parece que nos encontramos ante una obra de arte conceptual no excesivamente original, pero todo cambia cuando nos acercamos a los papeles que son copias de los verdaderos documentos. Son parte de los archivos de la CIA desclasificados. En cada hoja se puede leer con claridad o bien la palabra “Secret” o “Unclassified”, ambas estampadas con un sello. Y si nos detenemos un momento más podemos llegar a leer, por ejemplo, el documento emitido por la embajada británica en Chile el 11 de septiembre de 1973, cuando el ejército derrocó a Salvador Allende, o la situación de Argentina en 1975 según un informante anónimo o conversaciones de Henry Kissinger con algún aliado traidor de la región, y literalmente miles de historias más. El plano detalle cambia la perspectiva de la obra y nos lleva a su corazón sangrante. Nos encontramos a los pies del horror de los 70 y parte de los 80. Se pueden seguir leyendo las tiras durante días, pero se logra avanzar, el visitante se topa con tres paredes azules de las que cuelgan 47 retratos de hombres de mediana edad, detrás de micrófonos, como dirigiéndose a una audiencia a través de algún discurso. De ellos sólo se dice a qué país pertenecen y se agrega un año. No son fotografías, son litografías hechas sobre cobre. No se tarda nada en percibir que esos hombres están muertos en el año que el retrato indica. “No coloqué sus nombres junto a los retratos –explica Jarpa– porque ellos fueron representantes de su pueblo, fueron más allá de sí mismos”.
Al girar a la izquierda la percepción se comprueba. Desde videoproyectores con forma de metralla se emiten las imágenes de los estadistas muertos: presidentes, ministros, jueces, legisladores, cardenales. Estamos en tiempo presente en el pasado de la barbarie. Uno de los retratados es el presidente brasileño Joao Goulart, un izquierdista depuesto por las fuerzas armadas de su país con el apoyo de los Estados Unidos; oficialmente habría muerto de un infarto en su exilio en la Argentina pero que se sospecha que habría sido envenenado en 1976 en el marco del Plan Cóndor. También se encuentra Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia de Colombia muerto en 1989, en un hecho que fue relacionado con el narcotráfico. Jarpa sospecha que tiene el sello de la CIA. Otros representados son el presidente guatemalteco Juan Jacobo Arbenz, depuesto en 1954 por un golpe de Estado dirigido por la CIA; el poeta chileno Pablo Neruda, cuya misteriosa muerte en 1973 todavía despierta dudas, y el obispo Enrique Angelelli, dedicado a los más pobres y quien murió en lo que los militares intentaron hacer pasar por un accidente de tráfico.
En otra sala contigua a los 47 retratos, se colocan ordenadamente los archivos que cuentan las historias de las muertes de esos hombres, ahí sí, distinguidos con nombre y apellido. En carpetas grises se archivan los casos de los que se sabe con certeza que fueron asesinados. En carpetas rojas se archivan los casos dudosos y que aún están en estudio.
En otra de las paredes de esa misma sala, un mural en carbonilla de 9 metros por 2 narra, también en fragmentos, sepelios tumultuosos de los líderes asesinados o sospechados de haberlo sido rodeados por sus pueblos. Un papel calco escribe en una letra pequeña uno tras otros el nombre de esos hombres elegidos por Jarpa para contar el plan de exterminio.
Como un corte fuerte, se ve a continuación un video donde la misma artista trata de aprender inglés. Lo hace usando como material los archivos que dispararon esta obra, lo hace con un profesor algo tirano que la humilla ante sus equivocaciones. En el micromundo de la vida cotidiana de la artista, la historia del sometimiento se repite. Es otra escala, pero es la misma matriz de la misma historia.
En la sala que podría marcar el final del recorrido o su reinicio, una sala algo perdida tras una cortina negra, una sala oscura como la cortina, tiene lugar una instalación sonora. Allí se escuchan los discursos pronunciados por varios defensores de los derechos humanos, entre ellos el arzobispo de El Salvador, Oscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980. Se sabe que la agencia de inteligencia tuvo al menos conocimiento de quiénes fueron los autores del crimen.
La obra se tensa aún más, ya que da cuenta de dos ejes de investigación complementarios y simbióticos: por un lado el ya narrado derrotero por el imaginario que el Plan Condor trazó de América del Sur y por otro lado, el estudio de estos archivos son relacionados con el mundo del arte, en particular con el minimalismo norteamericano. Mientras la masacre ocurría al sur del Río Bravo, al norte se alentaba la creación de una corriente artística en la que predomina el despojo, la frialdad, la ausencia del latido de las emociones. Y en este giro la obra diseñada por Jarpa nos plantea la trampa de ser terrorífica y bella a la vez. O no. O terrorífica o bella. Por eso el visitante tiene el mando en el recorrido y el armado de la historia, que deja de ser “La Historia” con mayúsculas para ser la historia, la suya. Y es justo en ese procedimiento cuando Jarpa consigue su objetivo primero: transmitir la pregunta sobre si hacer arte con esos documentos es posible. Misión cumplida.
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