PANTALLA PLANA
Un festín para los que crecieron en la década de E.T. y Los Goonies, la nueva serie de Netflix, Stranger things, es “la” serie de quienes veneran los ochenta.
› Por Marina Yuszczuk
Me pregunto si alguna generación habrá vivido una relación tan ambigua con el pasado, con tanta conciencia de lo perimido de determinadas épocas y al mismo tiempo, tantas posibilidades de revivirlas, tantos recursos para crear el muerto-vivo más perfecto que se haya visto. Me refiero, puntualmente, al cine y la televisión: la semana pasada escribí sobre Cazafantasmas (2016), la comedia de Paul Feig que repone aquella ficción paranormal aparecida en 1984 en la misma Nueva York de puro artificio que recortaban las películas de aquella época. Hace pocos días vi también la nueva película de Richard Linklater, Everybody wants some!! (2016) una especie de secuela de Dazed and confused (1993) ambientada en el ochenta que sigue a un grupo de universitarios en sus primeros y auspiciosos merodeos por esa vida de fiestas con cerveza, chicas y experiencias nuevas. Y por estos días Netflix estrena Stranger things, una serie de ciencia ficción y aventuras ambientada, adivinen cuándo: ¡en los ochenta!, que produce el efecto de estar viendo una película de Spielberg de aquella época en una plataforma online que parece determinada a no dejar segmento de público sin capturar.
Stranger things es una golosina irresistible para los de 30-40 que también se fascinan porque en un kiosco perdido encontraron un Capitán del Espacio o un Biznike: si crecieron con E.T. (1982), Los Goonies (1985), Cuentos asombrosos (1985) y el cine de Carpenter, la reacción frente a la presentación de la serie, con letras rojas sobre fondo negro y una promesa de sucesos fantásticos que nos erizaba la piel desde chicos, está asegurada. Todo comienza en un pueblito de Indiana llamado Hawkins en el que nunca pasa nada, cuando un chico llamado Will desaparece en circunstancias misteriosas. Como en Cuenta conmigo (1986), los amigos no dejarán de buscarlo, y como en E.T., una criatura con poderes sobrenaturales, en este caso una chica escapada de un laboratorio y no un extraterrestre de cabeza chata, aparece para cambiarles la perspectiva de la realidad mientras la esconden en la pieza de uno de ellos, casita hecha con una sábana incluida.
Hay más sorpresas: la madre cuarentona de Will es Winona Ryder, a esta altura una actriz de culto que empezó su carrera en los ochenta con películas como Heathers (1988) y Beetlejuice (1988) y más tarde la arruinó por robarse unas prendas en Saks Fifth Avenue. Alrededor de la casa empobrecida donde cría a dos varones con esa falta de vigilancia de la madre que llega tarde del trabajo se distribuyen las historias, que incluyen los supuestos intentos del hijo desaparecido por comunicarse con ella a través de la electricidad, el romance del hijo adolescente y oscuro con la chica linda del pueblo, la ayuda extra del sheriff local que se identifica porque él también perdió una hija.
Mientras tanto, como en Poltergeist (1982) (sí, en Stranger things todo es “como”), una dimensión paralela hecha de pura maldad, en este caso el lado oscuro de un experimento secreto del gobierno, va afirmando su presencia. Más allá de esa cadena interminable de tentaciones para cinéfilos, la serie es realmente buena y casi parece que no podía equivocarse al copiar lo mejor de un cine que de por sí era bueno, sobre todo cuando se funda en el atractivo de un grupo de chicos queribles, en esa puntada conmovedora de la amistad en bicicleta. Lo que no beneficia a los ocho capítulos de Stranger things es la posibilidad de verlos uno detrás del otro en esas maratones que vacían de sentido la misma construcción destinada al suspenso de este tipo de historias. Y por supuesto que ni el cine ni la televisión avanzan con este tipo de copias pegadas a Padres y Maestros que apelan tanto a la infancia de lxs espectadores, pero eso ya es pedir mucho, concretamente, que las ficciones tengan algo que ver con el mundo y no solamente con ficciones anteriores.
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