ESCENAS
En La dama del mar, adaptación del texto de Henrik Ibsen protagonizada por María Merlino, el presente aparece como un territorio oscurecido por el deseo.
› Por Alejandra Varela
Después de la niebla están las sombras. Una película expresionista con subtitulados, el cine comiéndose la escena. La imagen no descansa, no quiere ceder protagonismo aún cuando las figuras pasan a ser personajes y le dan batalla al ritmo que Ibsen supo escribir como una ceremonia lenta, expositiva que en las manos de Diego Lerman se acelera, altera su orden pero, por sobre todo, se muestra contagiada por una mirada de costa bonaerense en el blanco y negro de un film de Mario Soffici, por esa estética que se cruza como un fractal.
La dama del mar encuentra su forma contemporánea. Una actuación del cine argentino de los años 50, entra en una alianza impecable con María Merlino. Ella, que ha realizado una tarea delicada de reconstrucción de ese procedimiento interpretativo para darle verdad a esa estilización y comprenderla en los funcionamientos internos, la vuelca en Éllida, una mujer que vive un drama fantástico en la paz irritante de los fiordos noruegos. Su cuerpo no le pertenece, ha sido tomado por un deseo que la espanta. El mar está en ella aunque sólo tenga enfrente un manso lago y el hombre que saldrá de esas aguas para llevársela será el espectro bestial de una fábula.
Pero Lerman detiene la acción. Como un pintor que decide tirar baldazos de tinta a su cuadro terminado, el director daña su propia obra y lo hace para dejar que las preguntas sobre lo arbitrario de la elección de un texto entren para provocar un mecanismo de identificación entre los personajes ibsenianos y los seres de la otra ficción que operan como fantasmas. Entonces el marido de Éllida será Alberto Closas y Merlino tendrá que vérselas con Zully Moreno. Ya no se trata únicamente de esa historia del siglo XIX, Lerman instala otro conflicto que obliga a una actuación desdoblada en temporalidades. Él investiga a Soffici bajo el amparo del personaje de Flor Dyszel. Lxs muertxs pasan a estar en escena. No sólo porque Ibsen asume una forma caricaturesca, moscardón de un Soffici que hace de la representación un desplume, un artefacto de distanciamiento donde hay que mostrar como se fabrica aquello que parece ilusión. Lo que realmente pasa es que Soffici se convierte en Ellida.
Si un director cuenta su propia historia al tomar el libreto de otro, las invocaciones actorales de Merlino también traen sus consecuencias. Zully Moreno embruja a Soffici como ese marinero extranjero desploma la voluntad de Éllida. La estrella del cine nacional, con su belleza imposible es lo que sostiene a Soffici en su tarea. El imán es esa pasión que Lerman desentraña en la intriga que necesita exteriorizar.
La enfermedad, que en Ibsen era casi un rasgo de época, es en Éllida una atracción horrible que marca su pertenencia a otra naturaleza. Su marido quiere curarla, busca llevarla a una normalidad que la trama diluye en lo simbólico. En la dramaturgia de Lerman la mitología de vikingos es desplazada por una diva proyectada en el fondo del escenario, de allí saldrá la irracionalidad, aquello que no puede dominarse.
Si Soffici es el autor que Lerman decide poner en un primer plano para demostrar como la repetición de un texto deforma su misma realización y lo convierte en un ejercicio siempre invadido por contradicciones más urgentes y personales, Moreno es la inspiración de Merlino y en su caracterización acompaña a Éllida, la entrega a la inmediatez de su peripecia pero la utiliza para que la diva sea quien defina ese salto al plano mítico. Para que disponga sobre las mareas y extravíe a los hombres que imaginan estar dirigiendo una película cuando en realidad son corderos de su influjo, encantados por una seducción eterna. l
La dama del mar, dirigida por Diego Lerman, con las actuaciones de María Merlino, Flor Dyszel, Marcelo Subiotto, Esteban Bigliardi y Mario Bodega, se presenta de jueves a sábados, a las 21, y los domingos, a las 20 en el Teatro Sarmiento.
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