ABORTO
La historia de Belén puede rastrearse dolorosamente en otros casos de la región, como el de María Teresa Rivera. Presa durante cinco años en El Salvador por un aborto espontáneo, expone las consecuencias nefastas de la prohibición total que rige en ese país desde 1998. Se estima que unas 35 mil salvadoreñas abortan cada año en condiciones precarias y cada 21 minutos una adolescente de entre 10 y 19 años queda embarazada. La mayoría fueron violadas.
› Por María Florencia Alcaraz
María Teresa Rivera despertó esposada a la camilla del Hospital: no sabía cómo había llegado ahí. Menos entendía por qué la policía le preguntaba por un bebé si ella no estaba embarazada. Su único hijo, Óscar David, ya tenía seis años. El último recuerdo nítido de Teresa tenía la forma del dolor. Un malestar intenso en la panza que la había despertado en la madrugada. Después, todo era incertidumbre. No sabía que se había desmayado y que el ruido de su cuerpo contra el piso había despertado a su suegra, que la encontró inconsciente y sangrando. Estaba tirada junto a la fosa séptica que hacía de inodoro en su casa de paredes de lámina del barrio Mejicanos, en San Salvador. Teresa no podía imaginar que la acusarían de aborto y luego la condenarían por el asesinato de un bebé que ni siquiera sabía que existía. 40 años de cárcel: el castigo más severo dictado por la Justicia salvadoreña ante complicaciones obstétricas. Aquel 24 de noviembre de 2011 Teresa seguía esposada a la cama. La única certeza que tenía era que le correspondía un abogado, porque algo no estaba bien.
En el país más pequeño de Centroamérica los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y las niñas son tan estrechos como sus límites geográficos. Las embarazadas son rehenes de sus propios úteros: si sus fetos nacen muertos, ellas sufren abortos espontáneos o cualquier complicación, se convierten en sospechosas de un delito. No hay presunción de inocencia y la única ley que rige es ser madres a como dé lugar.
El Salvador es uno de los siete países de Latinoamérica que prohíbe el aborto en todas sus formas: aún en casos de violación, cuando peligra la vida o salud de la mujer o malformación mortal del feto. Es ilegal, también, ayudar a interrumpir un embarazo. Los castigos van de dos a ocho años de prisión y existen condenas de hasta doce años para lxs profesionales de la salud. La prohibición obliga a lxs médicxs a continuar con embarazos ectópicos, es decir, fuera del útero. Esperan que el corazón deje de latir mientras las mujeres temen que la trompa de falopio les explote.
Cuando la figura de aborto no está en la baraja de delitos aplicables, lxs efectores de Justicia echan mano a la carta de homicidio agravado, que tiene una pena de hasta 50 años de cárcel. Esa fue la que jugaron contra Teresa cuando la condenaron en 2012. En el juicio no se comprobó si ella tuvo un parto a término y el feto murió o tuvo un aborto espontáneo esa madrugada en la que se desplomó. Ella no sabía que estaba embarazada: no vio crecer su barriga, ni dejó de menstruar. El juez no le creyó. Y basó la condena en los dichos de una compañera de trabajo que contó que Teresa creía estar encinta. El comentario lo había hecho once meses antes del episodio que investigaban. ¿De qué manera pudo mantener en el vientre un bebé todo ese tiempo?
Como si este panorama no desbordara injusticia, el último 11 de julio legisladores de la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) pidieron al Congreso aumentar las penas para las que abortan: quieren que de 2 a 8 años pase de 30 a 50. Amnistía Internacional ya advirtió que esta propuesta es “escandalosa, irresponsable y va en contra de los estándares de derechos humanos”.
Las feministas salvadoreñas son como los volcanes que pueblan esas tierras: están siempre en actividad. Gracias a la militancia, después de casi cinco años encerrada, Teresa recuperó su libertad. El último 20 de mayo el juez Martín Rogel revisó la condena y la anuló. Reconoció que se habían basado en errores periciales: no había prueba directa para demostrar que ella había provocado la muerte del feto que la policía y los bomberos encontraron flotando en la fosa séptica. Según la autopsia del Instituto de Medicina Legal murió por “asfixia perinatal”, que puede ocurrir por causas naturales.
El caso de Teresa no es el único. Entre 2000 y 2014 fueron 149 las acusadas de aborto u homicidio tras complicaciones con sus embarazos. 26 de ellas fueron declaradas culpables. La Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto Terapéutico, Ético y Eugenésico llegó a estas cifras después de revisar cientos de expedientes. En 2014, junto a Colectiva Feminista lanzaron la campaña “Las 17” para visibilizar esa cantidad de casos entre los que está el de Teresa. Con la difusión, conocieron más historias calcadas. Tuvieron que cambiar el nombre a “Las 17 y más”. Lograron la libertad de Teresa y el indulto de otras dos. Todavía hay unas 25 mujeres encerradas con penas altas.
“Teodora del Carmen, una mujer muy valiente. Mayra, que tiene 13 años de estar en prisión y entró cuando tenía 18. Cinthia Maricela, Alba Lorena, Sarita, Cindy, Kenia... Son muchas”, dice María Teresa a Las 12 sentada en la Casa de Todas, el lugar donde funciona la Agrupación que logró su libertad. Las conoció detrás de los barrotes de Ilopango, un penal de mujeres que aloja a 3.600 presas, desbordado cuatro veces en su capacidad. El primer año Teresa durmió en el suelo. “Nosotras, Las 17, aprendimos a convivir de una manera especial. Sin juzgarnos, sin criticarnos. Nos dábamos fuerzas”, cuenta. El mismo discurso que las juzga por no haber podido ser madres afuera, atraviesa los muros del penal: las otras presas las llaman las “comeniños”.
Aquella madrugada de 2011 fueron los médicos del Hospital los que la denunciaron por “indicios de haber abortado”. Más de la mitad de las mujeres presas por complicaciones obstétricas son denunciadas de esta forma: no hay secreto profesional. Cuando a Teresa la trasladaron a la dependencia policial, los custodios la hostigaban. “Si yo te hubiera agarrado te hubiera sacado todas las tripas”, le decían. Le quitaron los medicamentos que le habían dado para soportar el dolor y tampoco le pasaban comida. “Mi suegra me llevaba alimento y ellos no me lo daban”, cuenta. Comía porque otras detenidas le compartían su propia comida. Consiguió la representación de la Agrupación Ciudadana gracias a una vecina, Ana, que fue testigo del despliegue de Bomberos y policías la noche que se la llevaron.
Ahora, Teresa cocina en una tienda improvisada comidas típicas para ganarse unos dólares: papitas, churros preparados. La fiscalía apeló a la decisión judicial que la devolvió a la calle pero ella ya solo piensa en la libertad. Proyecta el futuro de su hijo. “Quiero que sea un profesional, que nadie me lo engañe. Ha sido muy difícil pero tengo que luchar para sacarlo adelante. Nada ni nadie me va a detener”, dice con la potencia de una maternidad deseada y elegida.
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