Vie 05.04.2002
las12

POLITICA

Las leonas rosarinas

Empezaron siendo apenas ocho las mujeres que en febrero tomaron un barrio abandonado desde hacía varios años, hartas de no tener casa. Poco a poco fueron llegando otras, mujeres solas, menores de cuarenta años, con sus hijos. El 14 de marzo las desalojaron violentamente. Hoy siguen acampando en la Plaza San Martín. En Rosario las conocen como “Las Leonas de la calle Biedma”.

› Por Marta Dillon

El último sábado, a la tarde, un grupo de mujeres agitadas recorría las carpas montadas en la Plaza San Martín, frente a la sede en Rosario de la gobernación de Santa Fe. Carpas informales que testimonian protestas y que empezaron a agruparse después de que un grupo de párrocos de barrios marginales se instalaron allí para manifestar su opción por los pobres. Las mujeres hurgaban en ellas, revolvían entre las donaciones de ropa que llegaron a cada una buscando la adecuada para la noche de ceremonia que las esperaba. Cuando dieran las doce, durante la misa de resurrección, el clímax de la Semana Santa, sus hijos serían bautizados, allí, a la intemperie de una noche en la que el viento era una cachetada. Cinthia necesita un vestidito para Camila, una niña de dientes afilados –al menos eso es lo que dice el resto de los niños– y un carácter que ya se perfila émulo del de su madre. Veinte días atrás, Cinthia no pensaba en bautismos, “no tenía padrinos, ni ropa, no tenía nada”. Ahora cuenta con una “gran familia”. Ese es su nuevo capital, un lazo que cree indestructible entre las mujeres que una noche decidieron tomar un barrio entero, desocupado durante tres años, para escaparle al hacinamiento en “casas de parientes” o a la noche a cielo abierto en cualquier otra plaza.


El 8 de febrero, ocho mujeres tiraron abajo el alambre tejido que separaba ese barrio intacto de 70 viviendas, abandonado desde 1998, cuando la empresa constructora –Siryi SRL– quebró. Abrieron un hueco por el que en nada más que unas horas se deslizaron otras mujeres, tantas y tan rápido como si fueran agua surgiendo por una represa abierta. No estaba calculado que fueran todas mujeres. Simplemente sucedió así. Vieron que una entraba y entraron otras, mujeres jóvenes, apenas hay dos o tres que pasan los cuarenta, con sus hijos, casi todas del barrio lindero del Fonavi en donde vivían hacinadas con sus madres, hermanos, cuñadas y sobrinos. “Estaba atendiendo el quiosquito de mi mamá y vi por la ventana cómo la gente entraba; estaba en bata, con unos zuecos de madera, así corrí hasta abrir una puerta y desde ahí grité: ‘Tráiganme al Alan’.” Alan es el hijo menor de Miriam, vidrierista de profesión, aunque hasta su primer embarazo había sido modelo de una marca de jeans. Lola, en cambio, pasaba por ahí, en bicicleta, iba a cumplir su jornada como vendedora ambulante. Pero el río de personas que había cambiado de cauce también la arrastró: “Abrí una puerta y me planté, ésta es mía. Una casita preciosa, con comedor, cuando mi hija la vio, dijo: ‘Joya, mamá, acá puedo invitar a mis amigas y recibirlas en el comedor’”. Lola tiene tres nenas, la mayor de 15, “todos los días me la pasaba con el corazón en la boca, vivíamos tres meses en la casa de cada pariente, al último estábamos en lo de una tía que tiene hijos grandes, y una sabe que a las chicas las violan en su propia casa”. Para la noche todas las casas habían sido ocupadas y a la mañana siguiente las nuevas vecinas empezaron a reunirse en la vereda. “Nosotras sabíamos que era demasiado para nosotras, siempre lo supimos, era como un sueño. ¡Dos habitaciones, cocina, comedor y patio! ¿Y por qué no iba a ser para nosotras? ¿No tenemos derecho también?” La forma en que se organizaron fue un proceso tan acelerado que apenas pueden recapitular. Saben sí que empezaron a hacer asambleas, al atardecer, cuando las pocas que salían a trabajar volvían. Y que una de esas tardes, cuando la primera notificación de un posible desalojo había llegado, se juraron estar siempre juntas, pase lo que pase, aunque las echen a patadas. Y por las dudas pusieron una cita: la Plaza San Martín, en un banco frente a la sede de la gobernación, ahí donde acampan desde el 14 de marzo, cuando su “sueño de paredes blancas” se convirtió en un tendal de gases lacrimógenos y balas de goma que durante doce horas atronaron el barrio ocupado y el lindero. Pero para eso hubo que tender una trampa a estas mujeres que el juez veía como una muralla en las muchas citaciones que les hizo. Primero obligó a cada una de las setenta a ficharse en la comisaría de la zona para constatar que no tuvieran antecedentes. Ellas aceptaron después de discutirlo democráticamente, ninguna tenía nada que ocultar, no tenían miedo. Aunque ese trámite parece ahora la punta de la soga que las arrastró hacia afuera. “Tenemos un abogado que nos ayudó, Ricardo Olivares, y parecía que estaba todo bien, porque las casas habían pasado a ser dominio de la Comisión Provincial de la Vivienda que dirige Juan Carlos Morín. Y el juez había dicho que no se las iba a restituir así nomás, que nos iban a procesar, pero mientras durara el proceso podíamos quedarnos ahí.” La restitución a la CPV era clave: si las casas tenían un propietario identificado, se les aplicaría la reforma del Código Procesal Penal de la provincia que, atento al déficit de 100 mil viviendas, permitió el desalojo inmediato de cualquier vivienda ocupada más allá del resultado del proceso judicial. “Nos llegó una notificación para cuarenta de nosotras, las más bravas, las que ellos sabían que no saldríamos por nada. Desde el juzgado nos dijeron que nos llamaban para decirnos que íbamos a poder quedarnos un tiempo más, que las viviendas no pasaban a Morín”, dice Cinthia, que a sus 26 ya había tenido que vivir en la calle antes de entrar en aquel barrio, con sus dos hijos menores a cuestas. Con esa novedad, las mujeres se pusieron “hasta lo último”. Salieron en bicicleta, pidieron monedas para el colectivo, alguna consiguió que alguien la alcance. Con sus carteras apretadas, el pelo limpio, un mismo rouge compartido en el ascensor de Tribunales. “¡Estábamos tan ilusionadas!”, dice Miriam, aunque ese estado sólo les duró dos horas. “Notamos algo raro cuando una quiso ir al baño y no la dejaron salir. Además estaba lleno de policía femenina, casi doscientas eran. Nadie nos decía nada, ni nos hablaban –cuenta Lola–, hasta que la trajeron a la Roxana, se había quedado por el embarazo, ¿viste? Y vino llorando porque en el barrio estaban reprimiendo. Nos pusimos como locas, ¡si habíamos dejado a las criaturas! Y cuando nos quisimos ir, nos dicen: ‘Están todas detenidas’.”


En Rosario las conocen como “Las Leonas de la calle Biedma”, sobre la que se recuesta el barrio del que fueron desalojadas. ¿Por qué leonas? “Será porque somos nosotras las que tenemos el coraje, los maridos vienen, nos tienen los chicos a veces, pero las que luchamos somos nosotras.” Hasta que tomaron esas “casitas hermosas” no se sentían con derecho a una vivienda. Hasta el desalojo, nunca se habían enfrentado a la policía. “Nos tuvieron en el juzgado hasta que una por una fuimos firmando el escrito de la prisión preventiva y la excarcelación, nos dijeron que no podíamos acercarnos a menos de 200 metros del barrio. Estaban locos esos tipos, mirá si íbamos a dejar a las criaturas ahí.” Volvieron, sin dudarlo. Y la represión fue más cruda. “De putas de mierda, de negras villeras, que nos habían pasado por todo el destacamento, así nos trataban. A mi hermana la sacaron de los pechos y le daban gomazos en la cola porque no quería salir sin su mamá, que estaba en el juzgado”, dice Alicia y la angustia es una efervescencia en su garganta. Doce horas de balas y palos se bancaron hasta que cada uno pudo reunirse con los suyos y llegar a la plaza donde todavía resisten. “Pero lo tenemos todo filmado, lo tiene un vecino en unvideo, se ve cómo nos rompen las banderas, cómo manosean a las chicas, se ve cómo se puso el subcomisario de la 19ª de Rosario cuando le gritaron cornudo, ahí fue lo peor”, dice Lola como si mostrara su as en la manga. “Yo tuve que tirar el tejido abajo y bancarme los gomazos, quince balas de goma me pegaron, qué me iba a importar si me habían dejado el bebé de 18 meses en el cuarto de arriba y me habían sacado la nena de 15 a los golpes”, apunta otra. Desde el 14 de marzo, Cristina y Roxana perdieron sus hijos mayores. “A mí me los sacó el tribunal porque no tengo vivienda, y lo peor es que mi hija es grande y entiende, yo pienso en ella cuando me ve que me encadeno o que peleo por la casa. A lo mejor puedo decirle que está bueno luchar por lo de uno, pero los chicos en el colegio son crueles y después le dicen villera”, dice Roxana, de 26, embarazada de su quinto hijo. “A Cristina dos nenas le sacó el marido, una de 8 y otra de 11, se presentó en Tribunales dijo que su mujer estaba viviendo en la calle y se los sacaron.”


En el barrio eran todas mujeres porque esas mujeres ya estaban solas. Cristina, Roxana, Cinthia, Miriam, Alicia, la mamá de Miriam, Aurelia, todas ellas han perdido la tenencia de sus hijos por no tener un lugar donde poder criarlos. “Si yo hubiera tenido dos chapas nada más, capaz que me daban las otras dos y me hacía una casilla, si hubiera podido hacer eso, capaz que la nena estaba conmigo”, cuenta Roxana. Y los relatos de las demás se parecen demasiado. “Lo malo es que vos nos ves jóvenes, pero somos mamás de chicos adolescentes, y ellos, a veces sin querer, nos lastiman. Pero a nadie le gusta ser villero, vos te das cuenta de que si te ven en el centro con barro en los pies, ya te humillan”, dice Lola. La carpa en la que se instalaron, junto a los trabajadores municipales de Capitán Bermúdez, cerca de Rosario, y a los curas de otros barrios carenciados, dicen, “no es exactamente de protesta sino de necesidad. Porque algunas se acomodaron como pudieron, pero otras vivimos acá, no tenemos otro lugar”. Y ahí se quedarán, peleando con los paseadores de perros para que los lleven lejos de sus hijos, aprendiendo del lenguaje judicial que antes no comprendían, sumando vocablos a su nuevo lenguaje en el que “casa” para ella ya no es sinónimo de sueño sino de “derecho”.

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