Vie 24.09.2004
las12

Coronda University

(Sobre un nuevo modo de los relatos posdictadura)

Una de las experiencias más radicales de la importancia de la imaginación en la resistencia fue probada por los presos de Coronda, departamento de San Jerónimo, provincia de Santa Fe, en el Instituto Correccional Modelo U1. 150 presos políticos, detenidos entre 1974 y 1979, volvieron a reunirse ahora para realizar un libro colectivo que, redactado por la mitad de ellos, recoge diversos documentos de lo que parece haber constituido un movimiento cultural, donde –como en un sueño cumplido de alguna utopía socialista– cada hombre, en estrecha solidaridad con los demás, se formó en una poliuniversidad laica que tenía la particularidad de ser invisible y quedar detrás de gruesas rejas. El libro se llama Del otro lado de la mirilla y tiene prólogo de Adolfo Pérez Esquivel. “A diferencia de lo que sucede en la Sociedad con mayúscula, donde la producción, comunicación y adquisición de saberes es una actividad inseparable del funcionamiento de la economía, de las instituciones, de la vida cotidiana, en nuestra comunidad de presos sólo una mínima parte de los saberes que circulaban tenía que ver con la realidad material institucional que reglaba nuestra vidas. Los mismos elementos de doctrina política que afuera eran herramientas de ‘meloneo’ o de análisis, allí en la cárcel se transformaron. El estado de privación de información en que nos encontrábamos y el tiempo de que disponíamos favorecieron la elaboración, indispensable al proceso de aprendizaje. Nuestra situación era similar a la de los filósofos griegos: comida y techo seguro, ningún trabajo que consuma energía, ninguna responsabilidad familiar que atender, creaban las condiciones ideales para una intensa actividad especulativa.”
Aislados en sus celdas, sólo dotadas de una estrecha ventana y una reja con mirilla accesible al personal penitenciario y a los fajineros, prohibida la comunicación a riesgo de recibir severos castigos, estos hombres, autodefinidos como hombres libro como los de Fahrenheit 451, crearon una suerte de red cibernética cuyos links eran de tracción a sangre. Mediante el código morse tamborillado en las paredes de la celda o en el codo del compañero con el que se compartía el transporte celular, hablando a través de la taza del inodoro o frente a las ventanas, todos mirando para el mismo lado, intercambiaron conocimientos que iban desde el materialismo dialéctico hasta la fabricación de anteojos pasando por biografías histórico-políticas que, a veces, en la transmisión, incluían desopilantes licencias poéticas como cuando un compañero transmitió por la ventana que durante los primeros días de 1917, en Petrogrado, los obreros tomaron, amén de la casa de gobierno, las radios y el canal de TV. La cultura de Coronda se alimentaba, amén de la literatura, la teoría política, la historia y la filosofía universal, del refranero y el folklore populares, el teatro de revista y la gauchesca. Aunque son flagrantes las diferencias entre la ESMA y la Unidad 1 de Coronda, tienta relacionar ambas instituciones, precisamente por oposición. Si en la primera, cobijada por la palabra “escuela mecánica”, se ocultaba en el interior de su sótano y de su casino de oficiales un campo de concentración, en Coronda, una cárcel donde funcionaba la estructura concentracionaria –último alojamiento luego de una tortura en continuidad, también registraba desapariciones disfrazadas de enfrentamientos armados– funcionaba una escuela. Si en la ESMA los saberes de los cautivos fueron expropiados por los captores, en Coronda se socializaban a pesar del poder de éstos. Si en la ESMA el funcionamiento normal y diurno ocultaba el cautiverio y el suplicio clandestinos, en Coronda, tras la fachada de las celdas y de las hileras de rejas, los espíritus migraban lejos. Sus protagonistas dicen que, estando cada prisionero en su celda, Coronda sonaba como un enjambre. Si en la ESMA los objetos invertían sus funciones, en Coronda esas funciones se arrancaban de una multiplicidad de restos sustraídos a la estricta vigilancia y transformados en eficaces instrumentos. Lentes fabricados con trozos de cartón con un agujero a la altura del nervio óptico, cronómetros de arena coordinados con sucesos cotidianos, agujas de alambre de escoba. Las armas: Una pistola 45 fabricada con miga de pan y ennegrecida con grasa quemada. Los elementos de contrainteligencia: un submarino construido con un tubo de plástico vacío y una brújula de hojita de afeitar imantada, que, unido a un hilo encerado, se lanzaba para las cloacas en aras de un plan de fuga. Un periscopio de paja de escoba con un vidrio en la punta espejado con fondo de humo obtenido quemando una simple gomita, que se pasaba por debajo de la puerta para controlar el movimiento de los guardias. La comunicación: la boca del inodoro, cuyo tanque comunicaba a lo largo de los tres pisos del penal y que, a menudo, mutaba en órgano para un concierto de Bach zapado, ennobleciendo el trayecto de los desechos humanos de los ¿deshechos humanos?
Un escepticismo radical y un humor negro demoledor fueron, en el caso de Coronda, la ficción para la supervivencia. “Cárcel o muerte, perderemos”, era la consigna del líder, un militante del PRT que, no bien entró al penal decidió, en oposición a los habituales análisis de las organizaciones políticas en cautiverio, que especulaban con las contradicciones internas de la dictadura militar para calcular posibles salidas, se preparó para una suerte de universidad perpetua “El primer año estudio historia, el segundo materialismo dialéctico, el tercero filosofía griega”, declaró sentando las bases de la filosofía que los corondinos bautizaron pesimismo realista. La movida Coronda como toda práctica de resistencia es sobre todo su reconstrucción. Dispersos sus protagonistas y vueltos a encontrar, rearman la red de transmisión y construyen los documentos de esa bauhaus política santafesina. Desde la mirilla permite avizorar el tiempo de ida y vuelta para desprenderse del modelo aglutinador de los derechos humanos y fragmentarse en diversos grupos que desplieguen sus relatos mientras mantienen como segunda lengua la que utilizan ante la ley para seguir exigiendo justicia. Y profetizar un nuevo modo de los relatos de posdictadura: ya en ficciones declaradas donde el testimonio navegue hacia la novela, ese género que ayudó a sobrevivir.

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