Vie 22.10.2004
las12

ADOLESCENTES

Un estudio realizado en el Hospital de Niños Pedro de Elizalde develó los nudos que ata la violencia en los noviazgos adolescentes y cómo ésta es naturalizada, enmascarada detrás de los celos, la pasión y hasta el amor. Todo esto con un trasfondo de hogares en donde la violencia es también el aire que se respira y, sobre todo, el modo de relación que se aprende.

Por Roxana Sanda

Uno de los chat forums vernáculos de mayor convocatoria adolescente ardió hace apenas un par de semanas, cuando una de sus participantes decidió escupir sobre las prosas de habitués empalagados con Britney Spears, floricientas y erreways, para volcar a los ponchazos su propia desesperación de texto apretado.
“(Hola. Resulta que hoy en el colegio expusieron un tema que me dejó muy impactada y con mucho dolor, con el cual yo (17) me sentí un poco identificada: el de la joven Caro Aló –Carolina Aló, la adolescente asesinada de 113 puñaladas por su novio en 1996– porque hace tres años que salgo con un chico (19). Primero era todo color de rosa y hace unos pocos meses él cree que yo lo engaño, o que lo engañé, y eso desencadenó continuas discusiones y malos tratos. El otro día estaba tan enfurecido porque aquel chico (con quien cree que lo engaño) me miró, que agarró y me llevó a su casa y luego de un escarmiento, cuando yo me quise defender e irme, me pegó la cabeza contra el piso. Fue horrible, pero yo lo amo y pude perdonarlo y sé que lo puedo cambiar aunque tenga mucho miedo. Chau.”
Contra las coordenadas de indiferencia que pudieran prejuiciarse acerca de ciertos mecanismos jóvenes sobre conflictos precisos, casi siempre transitados puertas adentro, en menos de 24 horas ese e-mail recibió unas 600 visitas de adolescentes que condenaron la violencia relatada o vivaron al varón celoso. Sin embargo, a nadie le sorprendió el relato; no hubo gestos de asombro y mucho menos frases descreídas. Quizá porque, a la luz de acontecimientos conocidos por la opinión pública de registros policiales y sociales no tan pasados y presentes, las y los adolescentes argentinos se manejan a los bifes. Y en ese caldo naturalizador de la violencia cuecen el amor, la improbable confianza y los celos.


Durante el V Congreso Nacional de Adolescencia realizado en esta ciudad en septiembre último, el equipo de psicólogas que integra el Servicio Adolescencia del Hospital de Niños Pedro de Elizalde presentó “El amor adolescente en clave de violencia”, una encuesta que intenta acercarse a la narrativa de chicos y chicas de entre 14 y 20 años para deconstruir los conceptos de “amor” y “violencia” desde la perspectiva de las relaciones de género, tomada al azar sobre 50 adolescentes que se atienden en el servicio.
“La idea de realizar este trabajo surgió a partir de las relaciones de amor y odio, y de situaciones de violencia explícita que veíamos en las consultas”, explica la coordinadora del grupo psi de Adolescencia del hospital, Sandra Dvorkin. “Y fuimos descubriendo la existencia de una violencia más solapada, más indirecta, como las presiones de novios que preguntan adónde fuiste o no fuiste, por qué usás tal o cual ropa o por qué miraste a determinado chico, con todo lo fuerte que es el enamoramiento en los adolescentes y lo que implica como modificación interna. Sumado a esto, lo pesado que es el tema de la violencia, sobre todo en casas donde sabemos que un 50 por ciento de los casos vive situaciones de violencia familiar”, agrega la psicóloga Analía Biagioli, quien elaboró el informe junto con sus colegas Mónica González, Carolina Povoli, Ana Rubiolo y Mónica Laszewicki, colaboradoras del Servicio Adolescencia.
La encuesta orilló cuestiones primarias y fundamentales a los sentimientos de gente que en muchos casos todavía no alcanza a desentrañar los azotes de su propio corazón, tales como qué es estar enamorado, cómo definís el amor, cómo definís un buen noviazgo, qué pensás de los celos y las peleas en un noviazgo, ¿es distinta la pelea física de la verbal?, ¿está mal el control en una pareja?, ¿conocés adultos en pareja que se lleven bien?, ¿conocés parejas donde hay violencia física?, ¿tuviste alguna relación donde hubo violencia?, ¿se lo contaste a alguien?, ¿a quién le pedirías ayuda?
Sus protagonistas fueron 39 mujeres y 11 varones de los cuales 25 dijeron pertenecer a familias tradicionales, 19 a familias monoparentales y a cargo de sus madres, y 6 a familias ensambladas. La mayoría habita en el Gran Buenos Aires, la mayoría cursa estudios primarios, secundarios, terciarios o universitarios, una veintena declaró estar de novio, y en caso de atravesar una situación de violencia pedirían ayuda, por orden de prioridad, a familiares, amigos, a una persona de confianza, al hospital o a nadie.


“Estar enamorada es algo que no se puede explicar con palabras, hay que vivirlo, y cada momento del amor es incomparable, algo hermoso, aunque a veces trae sufrimientos.” “Es dar todo, no ocultar nada, ver en el otro lo mejor que tiene y aceptar sus defectos.” “Es aceptar al otro y poder dar sin necesariamente recibir.” “Es cuando das todo por la persona con la que estás.” En clave heroica, las chicas aceptaron defectos ajenos, sufrimiento propio o quedar renga de afectos a la hora de reciprocidades, mientras que los varones apenas esbozaron ese sentimiento como “un tremendo orgullo”, “algo raro”, “cuando sentís cosas por una chica”, “compartir cosas buenas y malas”.
“Lo que más nos llamó la atención es que algunos de los encuestados son pacientes nuestros –apunta Dvorkin– y cuando les preguntábamos acerca del amor, sobre todo a las mujeres, sabiendo por sus historias que estaban de novios, respondían no sabe/no contesta, o directamente hacían una raya con la birome sobre el papel. Vislumbramos una especie de autolimitación femenina, con el argumento ‘como nunca lo viví, no puedo hablar del tema’, y eso nos sorprendió bastante porque se supone que están en una edad en que la fantasía se encuentra en pleno desarrollo.”
–¿Y qué puede expresar este no saber?
–Tal vez lo que exprese es la crisis, el quiebre entre el ideal del “amor romántico”, representante de la Modernidad, y las prácticas posmodernas, desestabilizantes, frágiles y controvertidas, que aún son difíciles de simbolizar –concluye Rubiolo.


“Madonna” aceptó cita en un banco de la plaza que reconoce como propia, porque ahí ensaya todos los sábados con sus compañeros de murga, entre quienes se encuentra su novio, un bombista de 18 años comprometido con el parche y la mística barrial. “Poneme Madonna porque es mi ídola –exige con la mirada, oteando la libreta de anotaciones–, por las dudas, para que no te equivoques.” El cuerpo se desenvuelve solo, es rápida de manos y de pestañas, con esos ojos marrones que abre y cierra tiempo completo. “Vos querés saber eso de las piñas, ¿no? Pero es una boludez que te cuente, porque pasó una vez sola y ahora está todo bien de nuevo. En serio.” La “Madonnita”, como le dicen sus amigas de cuadra, cumplió 17 en julio, celebrados en una noche de festejos por boliches de Flores, memorable por la diversión inicial y por el par de trompadas que el bombista hizo caer sobre su rostro y su estómago al finalizar la velada. “Es un chabón muy celoso, no se banca que me ponga pantalones ajustados o si la pollerita es corta, o si hablo más de dos minutos con otro, empieza a mirar mal... qué sé yo. El día de mi cumpleaños yo estaba pila, me pinté un poquito, estábamos todas las chicas del grupo y unos pibes amigos. Uno me entró a hablar todo el tiempo y yo lo histeriqueaba un poco, hasta que a las tres horas el Negro no se aguantó más y me pidió que volviéramos, que tenía sueño. Yo vi que había mala onda, pero no dije nada y arranqué con él. A la cuadra empezamos a discutir, me dijo que yo era una puta, que estando con él le daba cabida a otro. Terminamos a los gritos hasta que yo le encajé un sopapo y nos quedamos mudos los dos; yo me re-asusté y él no lo podía creer. Me miró fijo y pensé ‘éste me mata’, y en un segundo, te juro que hoy todavía no me acuerdo en qué momento pasó, me puso una trompada en la cara y otra en el estómago. Quedé doblada en dos en la vereda, pero peor después, con los moretones que me quedaron en la mejilla y en la panza, y encima mis viejos puteándome porque pensaron que soy una zarpada que ando en cualquiera. Ni dudan de él, nunca lo supieron, y yo les hice prometer a mis amigas que no digan nada, ¿entendés? Yo lo quiero, decidí ponerle una ficha porque, además, lo de los golpes no volvió a pasar, él se rescató y me pidió perdón, me dijo que se había puesto como loco y no supo lo que hacía”, promete Madonna (¿a quién?) con un movimiento que le sacude el flequillo azulejado de tribu stone. Y sólo por un momento vuelve a estacionar la mirada.
Aún hoy, a caballo de tratados feministas, estudios queer y debates sesudos, apenas sobrevuelan hilachas de teoría que se esfuerzan por desentrañar la subjetividad femenina respecto del sometimiento y la violencia. La especialista Ana María Fernández, que estudia las relaciones genéricas desde lo vincular en clave histórico-social, plantea en su trabajo sobre “La mujer y la violencia invisible” que “el discurso de la naturaleza femenina, los mitos mujer-madre, la pasividad sexual de las mujeres, el discurso heroico del amor moderno, tales significaciones generarán los argumentos y estrategias institucionales específicas con que contará la Modernidad para la producción-reproducción de uno de los pilares de la subjetividad femenina: ser de otro”.
Sea en la encuesta planteada como en el camino de lo cotidiano, las chicas apoyan sin chistar sus reales en ese banco de tres patas que implica “ser la novia de”, incluso cuando según ese informe la mayoría no tiene buenos modelos de pareja y, haciendo una lectura más afinada, en muchos casos soporta con mayor entereza la violencia física antes que la verbal, convertida en una agresión mucho más intrusiva, que cala en profundidades adonde no llega ninguna mano pesada. “La violencia verbal es distinta de la física, porque uno puede llegar a lastimar mucho más con palabras que con un golpe.” “La violencia verbal deja heridas incurables.” “Es diferente porque puede doler más una palabra que un golpe”, dirán ellas. “En la violencia verbal no es tanto las secuelas que quedan y en la física sí, se ven y se sienten.” “La reventás a golpes y no hay arreglo; hablando se puede llegar a un acuerdo.” “Las palabras a veces duelen más que un golpe, pero un golpe puede matar.” “Está muy mal que un hombre le pegue a su pareja, sería poco humano”, explicarán los varones.
Hilando fino, al preguntárseles si es diferente la violencia verbal de la física, todos asintieron, “pero muchas de las chicas contestaron que la violencia verbal es más dañina”, advierte la psicóloga María Povoli. “A partir de este dato empezamos a pensar que es una manera de negar la violencia física, porque en la violencia física el vínculo se mantiene. Te pego porque te quiero, porque te quiero corregir. En cambio, en la violencia verbal la descalificación o la demostración de desamor es mucho más terrible para las mujeres, porque justamente necesitan ser queridas.”

Lucía es bajita, breve de cuerpo y movimientos. Ahorra cada palabra y mide todo gesto antes de dar alguna respuesta breve, por cierto. Tiene 16 años y hasta hace dos meses salía con un hombre mucho mayor, policía bonaerense, aspecto prolijo y atildado, modales fuertes, que le entró por el lado de la protección. A ella y a su mamá, que estaba sola y había sido maltratada por un marido ahora ausente. Los cuidados fueron aumentando hasta desdoblarse en un control exhaustivo de los movimientos de Lucía a la salida del colegio, a la vuelta de su casa, a tres cuadras a la redonda. En cada visita, el hombre, francamente intimidante, saludaba a los presentes y acto seguido dejaba su arma reglamentaria sobre la mesa. Y sonreía. Llegó la tarde en que Lucía no supo o no quiso contestar a alguna de esas preguntas que la consumían hasta robarle el aire. Mala idea: él le pegó para que escarmentara. Los tiempos que siguieron no fueron mejores: ella temía, sumisa, por sí y por su madre, y ponía esmero en reprimir desplantes adolescentes o respuestas esquivas. Pero aunque tomara atajos él le pegaba, por nervios, por desacuerdos, por los malhumores de la jornada; por todo y por nada. Madre e hija buscaron ayuda en el Servicio Adolescente del Elizalde, donde recomendaron la intervención judicial. Lucía tiene marcas inconfundibles: las del cuerpo, que no terminan de cicatrizar, y las del miedo a que él regrese y la mate.


En su estudio “Una peste de siglos; Campaña de las Naciones Unidas por los Derechos Humanos de las Mujeres y las Niñas, Contra la Violencia”, la autora María Eugenia Meza Basaure sostiene que “los hijos y las hijas de hogares donde la madre ha sido golpeada tienden a reproducir más tarde los mismos roles de agresor y víctima. La familia no está separada de la sociedad y hombres violentos en el hogar encontrarán fuera de él otras formas de atacar a las mujeres. Y las agredidas estarán, no sólo en el momento sino a lo largo de su vida, inhibidas para desenvolverse en forma normal en los planos sociales de su existencia: trabajo, educación, ciudadanía”.
Los relatos de esas adolescentes están a su vez inmersos en historias familiares de violencia larvada, que se arrastra desde generaciones anteriores, en las que el dicho de dudosas luces tangueras “porque te quiero, te aporreo” cobra un significado aborrecible. “Para los varones, los términos desprotección y mujer se parecen bastante. Los padres, cuando pegan, no dicen que no quieren, dicen que pegan porque quieren. Entonces sienten que hay algo que les pertenece y en nombre del amor se sienten con derecho a pegar. Esto sigue funcionando, forma parte entre comillas de lo racional para justificar una situación de violencia. Y aquí el rol de las mujeres aparece como que querer es tolerar. Entonces por qué un novio que es violento debería cambiar ese modelo, si fue lo aprendido”, reflexiona Biagioli.
Por caso, el 40 por ciento de los encuestados, mujeres en mayor número, manifestó conocer parejas donde hay violencia física. “Es cualquiera, pero mi amiga es la enferma que se banca todo y no hace nada al respecto.” “A una compañera el novio le pegaba, la insultaba, la humillaba. Ella lo aguantaba, pero eso es capricho, no amor. Además, si tus padres te quieren, te cuidan.” “Pasó hace tiempo con mi mamá y mi padrastro. Una pareja no debe continuar viviendo junta, es molesto.” “Mi vecina está muy mal porque él se droga y la pelea, pero ella vuelve siempre con él porque tiene miedo de que les haga algo a los hijos.”En la Argentina no existen cifras oficiales a nivel nacional sobre violencia doméstica ni un programa global de prevención y atención a las víctimas. Según María José Lubertino, presidenta del Instituto Social y Político de la Mujer (ISPM), “el 42 por ciento de las mujeres víctimas de homicidio fueron asesinadas por sus parejas”.
Durante el 2003, la Dirección General de la Mujer del gobierno porteño atendió a unas 4 mil mujeres golpeadas y otras 14 mil se comunicaron con la Línea Mujer, de Atención a Mujeres Víctimas de Violencia (0800-666-8537). Esas cifras duplicaron las del año anterior, y en lo que va del 2004 continúan en aumento.
Para Ana Rubiolo, se está en presencia de “una cuestión casi cultural, en la que se adjudica la condición de dominio y poder en los hombres. Entre las familias que nos consultan se acercan muchas madres jefas de hogar, que ya vienen de situaciones de pareja violentas. Y eso se transmite. Si son chicas, se transmite ese modelo y si son varones, el problema también lo tienen las madres, porque los chicos son violentos con ellas. Esa madre, que antes estaba sometida al hombre, ahora está sometida a su hijo”.
Adolescentes marcadas por una fuerte identificación de género con sus madres y abuelas violentadas o abusadas que preceden su propia historia, y varones que agreden a sus madres, quienes arrastran un pasado de maltrato conyugal auguran espirales de violencia en los futuros vínculos de noviazgo.


De Esteban se sabe que tiene 17 años, que está en conflicto permanente con sus semejantes y que el descontrol lo acompaña hace rato. Sus padres dicen que lo quieren y se preocupan, pero advierten que ya no saben cómo hacer para volverlo a la vereda que consideran “correcta”. El se preocupa por lo que sucede, pero no puede manejarlo y no está muy seguro de querer hacerlo. Por las noches, su papá se ausenta: es policía y le tocan guardias. Esteban se ocupa entonces de reemplazarlo en la casa y en la cama, donde duerme con su mamá “para hacerle compañía, para cuidarla” mientras está sola. Hace menos de un año conoció a Claudia, de 15 años, que devolvió miradas y se cargó de ilusiones hasta que empezaron a salir. El carácter agresivo de Esteban no se hizo esperar demasiado con su novia, que les conoció un nuevo rol a las manos del muchacho. Pero decidió ignorar el dolor mientras la madre de Esteban, ansiosa por verlos felices, les regalaba una cama matrimonial. Pegoteados de la mañana a la noche, los chicos sólo se separaban cuando Esteban necesitaba poner alguna distancia para poder dar sopapos con puntería; al tiempo, su cara y sus brazos también presentaban marcas más o menos tenues: Claudia no tiene tanta fuerza. Por estos días entró en el cuarto mes de embarazo y se la ve contenta, en apariencia menos golpeada, pero visiblemente nerviosa cuando Esteban desaparece de su vista por más de una hora. “Es por si necesito algo, cualquier cosa, viste”, justifica y aprieta un pañuelo de Bandana medio desteñido. Viven en la casa de Claudia, con la mamá, su nueva pareja y dos hermanitos. Allí, nadie se mete en la vida de nadie. Ni siquiera de noche, cuando todos escuchan los gritos y el sonido seco de la carne golpeada que viene de la pieza de los chicos. “Son cosas de pareja”, opinan todos. Y siguen durmiendo.

(Versión para móviles / versión de escritorio)

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS rss
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux