Vie 22.10.2004
las12

HOMENAJE

La dama del click

Las fotografías de Annemarie Heinrich remiten a un mundo romántico, casi utópico que, sin embargo, podía realizarse en el cine cuando éste vivía su época dorada en la Argentina. Cuerpos que se exhiben, provocadoramente para la época, como territorios de seducción en un momento en que la tecnología prometía un mundo de sensaciones, hacen de la obra de esta mujer un encrucijada que sirve para entender otros lenguajes, otras estéticas.

› Por Laura Isola

Parece imposible mirar la muestra de fotografías de Annemarie Heinrich en el Centro Cultural Recoleta sin pensar en Manuel Puig. No sólo en sus novelas y la evocación del mundo del cine de los años ’30 y ’50 sino en ese continuum entre vida y obra. Estas, las fotos de las estrellas de los años dorados del cine argentino, son, sin duda, las que “educaron” al escritor desde la infancia en General Villegas y siguieron en su mente y preferencias el resto de su vida. Por lo tanto, se puede proponer que el trabajo de la fotógrafa alemana que vivió desde 1926 en la Argentina funciona no sólo como campo de experimentación en la propia escena fotográfica del momento sino como iniciadora de otras pasiones: la literatura, por ejemplo. Por su parte, la exhibición despliega una inusitada colección de fotos que parte del imaginario común: los espléndidos retratos de las muy conocidas Mirtha Legrand, Tita Merello, Dolores del Río y la refulgente Zully Moreno, atraviesan los pies y manos de decenas de bailarinas que demuestran el interés y la creatividad de su autora por el ballet y se interna en una arena menos conocida de su prolífera obra, que son los desnudos y paisajes. En estos casos, tanto cuerpos como regiones parecen ser tratados del mismo modo: tierra de seducción y belleza, de desnudez y vacío.

RETRATO DE UNA ARTISTA ADOLESCENTE
Nacer en Alemania en 1912 implica no sólo para Annemarie Heinrich sino para toda la generación de la Primera Guerra Mundial un destino que si no era de muerte fue de exilio. Y así fue esto último cuando el padre de Heinrich, Walter, volvió del campo de batalla con una herida que no le permitió volver a tocar el violín, tal era su anterior actividad antes de que lo reclutasen. Y volvió y se vino con toda su familia –la madre Erna, de origen holandés, y Ursula, la hermana recién nacida– a instalarse a Entre Ríos, donde su mujer tenía a dos hermanos pacifistas que habían emigrado antes del ’14. Para los Heinrich, la Argentina era un lugar lejano y prácticamente desconocido en el que instalaron en una casa de adobe, techo de paja y piso de tierra un piano de cola. El tío de Annemarie era el fotógrafo del pueblo y en él vio la alternativa para que el aprendizaje de una técnica salvara el escollo del idioma. Pero el ambiente campero duró poco y el nuevo traslado a Buenos Aires abrió las posibilidades para que la muchacha entrara como aprendiz en los estudios fotográficos que pululaban en Buenos Aires, regenteados por alemanes, polacos, húngaros o austríacos. Trabajó en esos primeros años con los Lang, un matrimonio de alemanes que tenía su estudio en Belgrano. A todo esto, Annemarie estudiaba español a contraturno en el Colegio Roca. Ser aprendiz implicaba exactamente eso: desde limpiar cubetas, ordenar el lugar y preparar los productos de revelado hasta las técnicas y el copiado. Pero siempre bajo la mirada supervisora de sus maestras y maestros. Para los fines de semana se reservaba las prácticas concretas, y con la cámara de su padre sacaba las fotos en la plaza de Villa Ballester, donde la familia había fijado residencia. En el cuarto de esa casa, en 1930, instaló su primer laboratorio, que fue el primero de una carrera de brillo y de ascenso. No es pretensión de estas líneas mitificar una tarea, pero todas las historias de inmigrantes tienen algo de heroicas y si se piensa en una joven, muy joven, alemana, con un español incipiente, mujer y sin recursos económicos, a quien a fines de los ’20 se le ocurre incursionar en un ámbito como el de la fotografía, las dificultades están dadas de antemano. Porque en esta fotógrafa no sólo impresiona su técnica, el uso de la iluminación y la composición escenográfica de sus obras, sino la templanza de su espíritu.

EL MUNDO DEL ESPECTACULO
La muestra sobre Annemarie Heinrich comparte cartel con Annemarie Heinrich. Un cuerpo, una luz, un reflejo (Buenos Aires, Ediciones Larivière, 2004), un magnífico libro con textos y selección de Juan Travnik. La mirada y el conocimiento de este fotógrafo sobre la Heinrich es fundamental para entender la singularidad de esta artista. En el ensayo, que Travnik escribe a modo de presentación en el libro, se destacan varias cuestiones: por un lado, realiza un recorrido impecable de la vida familiar y profesional de Heinrich, al tiempo que aporta datos técnicos, muy bien explicados, para comprender cómo esa muchacha alemana de Villa Ballester se convierte en parte necesaria del showbiz del momento. Porque lo que se advierte en su desarrollo es la ligazón entre los modos de producción de la cultura de masas y los avances tecnológicos, aunque todavía muy manuales, de ese entonces. Heinrich, tal como explica Travnik, manejaba tanto la técnica del retoque del negativo como el flou. Esta última era muy utilizada y producía un efecto evanescente, una suerte de esfumado que creaba un clima de ensueño. Pero no es por esto, únicamente, que se convierte ella misma en una estrella dentro del firmamento que unió al cine, el tango y las tapas de revistas de actualidad. Desde el ’29, cuando empieza retratando a las mujeres de la alta sociedad para la revista Mundo Social, hasta consolidar un estilo definido tanto en la fotografía publicitaria como en la artística, el periplo de Annemarie Heinrich viene pegado al de las grandes personalidades del mundo del espectáculo y la cultura. Los nombres de Carmen Miranda, Rosita Contreras, Tania, Mirtha Legrand, Zully Moreno, entre tantas actrices y cantantes, se vieron en sus fotos al tiempo que se relacionaba con el mundo del tango a partir de la revista El Alma que Canta. Para esta publicación fotografió a Fresedo, Mariano Mores, entre otros, y Gardel hubiera sido suyo si el avión desde Medellín hubiera llegado a destino. La revista Radiolandia tuvo, desde el primer número en 1935 y durante cuarenta años, fotos hechas por esta mujer en su tapa, y el número 1000 se festejó con una foto de Zully Moreno en color por primera vez, en esa publicación. Por supuesto, Heinrich estuvo detrás de cámara.
Si bien la tarea profesional de esta fotógrafa está claramente marcada por su relación con el ascenso del mundo del espectáculo, cine y radio, y sus producciones de modas dejaron una impronta indeleble en ese ámbito por la iluminación y las escenografías que montaba, la muestra explora otra zona, más artística si se quiere. En 1947 inauguró su primera exposición individual en el salón Peuser y, tal como el diario de la época lo refiere, fue una manera de hacerse tiempo para el “arte” dentro de la trajinada vida de “la profesión de fotógrafa”. En esta línea pueden leerse sus trabajos con los paisajes y su participación en 1952 de la creación de La carpeta de los diez. Casi como un taller de experimentación y crítica de fotografía mediante un procedimiento muy simple: colocar una foto y una hoja en blanco al lado donde se escribían los comentarios del resto de los participantes. El grupo que funcionó durante siete años realizó una muestra colectiva en 1953.

LA HOGUERA DE LAS VANIDADES
Si el cielo está vedado para los fotógrafos que “hacen mentir” a sus imágenes, Heinrich dice que el infierno es su destino final: “Seguramente no voy a ir al cielo porque durante la mayor parte de mi carrera se utilizaba mucho el retoque y no llevé la cuenta del número de mujeres gordas que retraté como flacas”. El retoque del negativo, ese bisabuelo del photoshop, era la llave del éxito aunque, como se dijo, Heinrich tenía otras. Los retoques se hacían sobre el negativo de manera manual y podía llevar horas lograr disimular tal defecto o afinar ese otro talle. Resaltar virtudes y eliminar defectos es una simplificación pero, en todo caso, es a la fotografía lo que la vida bella y glamorosa fue al cine. La idea de glamour, que tanto tiene que ver en su etimología con la palabra inglesa grammar, gramática, no es otra cosa que un conjunto de reglas a seguir. Para los alfabetizados serán los vericuetos de la lengua escrita; para la farándula, los estándares de belleza de cada tiempo que, en este caso, se traducen en caras de porcelana, labios húmedos, pestañas espesas y cabelleras brillantes.

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