Vie 29.10.2004
las12

EXPERIENCIAS

El hada verde

El ajenjo, esa bebida que como otras drogas gozó de un lugar en el estante de la farmacia antes de engrosar la oferta de los dealers, ha sido (y es) caldo de cultivo de “gérmenes de versos” y signo de temprana libertad para mujeres rebeldes inmortalizadas por Gauguin, Van Gogh o Picasso. Un bar barcelonés es el último reducto legal en donde una puede sentarse frente a su bebida verde. Y eso es lo que hace nuestra cronista.

Por María Moreno
Desde Barcelona

Qué raro. En Le Bateau Ivre de la ciudad de Lille, a pesar de que en la marquesina el joven Rimbaud, autor del poema que le presta el nombre al bar, atrapa al turista literario con su imagen de sonámbulo, el ajenjo está tan prohibido como en el resto de Francia. En las mesitas metálicas que remedan el siglo XIX abunda la cerveza, el pastis o el pernod, esas negociaciones legales de la antigua bebida simbolista. Como para confirmar todo lo que los colgados le deben a la medicina ordinaria –también “Cocó” y “Fina” salieron de la farmacia contra el dolor antes que formar parte del stock de los dealers–, el ajenjo fue usado por el médico Pierre Ordinaire para hacer pócimas aperitivas y expulsa-lombrices. El ajenjo es el nombre común de la Artemisia absinthium. Por eso, Ordinaire, antes de descubrir que la pócima funcionaba mejor –o al menos era recibida con mayor predisposición por sus pacientes– si maceraba la hierba en alcohol, la denominó absenta. El doctor vendió la fórmula a los astutos Henri Dubied y Henri Louis Pernod, que la llevaron del consultorio a todos los bares de Europa. Fue en 1797, cinco años después de que su inventor la pusiera en sus frasquitos. Es la sustancia llamada tuyona, la que alucina el ajenjo y la que escasea en las versiones light de la absenta, nombre que se ha popularizado en las etiquetas de las botellas. Es probable que el delirio atribuido al ajenjo fuera el delirium tremens provocado por su exceso. Lo cierto es que, salvo en Lisboa y en España, la absenta está prohibida en Europa. Combustible de Verlaine, Toulouse-Lautrec, Van Gogh, Gaudí y otros intoxicados geniales, ahora a la absenta hay que encontrarla en el antiguo bar Almirall de Barcelona, donde el decó parece menos polvoriento que el del Marsella, situado en las ramblas, y donde el ambiente pesado evoca menos la voluta modernista que al barrio chino pre-limpieza de junkies y colgados.
Elisenda X va al Almirall de la calle Joaquín Costa, no a consumir absenta sino a boicotear, ofertando a cambio, el producto de su pyme de mujer sola.
–Hombre. Allá en mi “huerta orgánica” el ajenjo crece que es un gusto. Hay dos plantas que ya me dieron sus crías seis veces, una por año. Se macera en alcohol tres semanas, el resto es secreto. Aquí tienes una hoja. A que es más monona que la de la María. Mírala, cómprame y hazte una absentista de verdad. Como el Rimbaud o como Patti Smith, que venía aquí cuando estaba en Barcelona. Ella se tomaba dos, Basquiat cuatro, pero a ése ya no había con qué matarle.
Y muestra una hoja gris y aterciopelada, dividida en tres lóbulos que a su vez se parten en tres, como un trébol rebuscado. Y luego saca una de sus botellitas de farmacia sin etiqueta con el elixir verde.
–Qué packaging, tía. En cambio, mira a ése, lo cutre.
El mozo del Almirall pide a un cliente que moje un terrón de azúcar en la medida recién servida que luego él apoya sobre un tenedor atravesado en lacopa. Lo enciende y vigila que, tras la llamita, el líquido caiga lentamente en el interior. El verde absenta bulle, entonces, con un aspaviento alquímico, virando al blanco amarillento.
En la valijita de Elisenda hay unos instrumentos que parecen palitas para tortas en miniatura, pero agujereados como coladores, y que sirven para el ritual de la absenta, en reemplazo del plebeyo tenedor.
Una medida de absenta Montaña vale, en el Almirall, tres euros con cincuenta, cuatro en el Marsella porque allí se pagan también las telarañas dark de las estanterías y las contertulias cucarachas. Elisenda vende, sotto voce, seis botellitas por veinte euros.

El arte colgado
“Apareció de repente en la sala llena de humo, iluminada por los quinqués. Abrió la puerta, y su silueta se recortó por un momento sobre la noche. Jacques no lo había olvidado nunca. Era tan alto que la cabeza rozaba la chambrana, y tenía el cabello largo e hirsuto, el rostro de tez muy clara y rasgos aniñados, los brazos largos y las manos anchas y el cuerpo embutido en una chaqueta demasiado ceñida, abrochada hasta muy arriba. Llamaba la atención, sobre todo, su aspecto extraviado, sus ojillos malévolos, nublados por la embriaguez. Permaneció inmóvil junto a la puerta, como si vacilara, y luego, mostrando los puños, empezó a proferir insultos y amenazas contra la clientela. Entonces el silencio se adueñó de la sala.” Así, en la primera página de la novela La cuarentena, J.M.G. Le Clézio se cobija bajo la figura de Rimbaud entrando en una taberna parisina de la calle Saint Suplice. Unas páginas después escribirá que la antigua Academia de la Absenta, situada en el número 175 de la Rue Saint Jacques, tiene hoy las paredes desconchadas y la pizarra del techo a medias sustituida por chapas onduladas. Allí funciona un restaurante paquistaní, al menos en la novela. El poeta maldito, cuyo rostro velado por los daguerrotipos parece haber estado sumergido en el líquido bautizado “hada verde”, aunque más en el lodo prerrafaelista que se tragó a Ofelia, es la verdadera etiqueta de la absenta. Detrás de él se alineó hasta Hemingway, que creyó, como tantos, que la tuyona del ajenjo abría los caminos de la percepción, ampliando los de la estética personal. Desde fines del siglo antepasado, el alcohol se había convertido en signo de degeneración de la clase obrera, la fractura de la familia y fuente de enfermedad y miseria. La imagen del dandy con la galera ladeada paseando en victoria con una copa en la mano, la de los honestos curas de aldea que se prenden al badajo de la campana con la nariz roja y los vasos reventados, fue reemplazada por la de una turba grisácea que, entre la fábrica y la vivienda económica, intentaba degradarse sin la altura poética de un Poe o un Baudelaire. Sin embargo, según Richard Sennet, cuando se cerraba una taberna, el motivo no era el embotamiento de los sentidos que provoca el culto al hada verde, amenazando la productividad de las fábricas, sino el hecho de que, en ese espacio, los obreros complotaran, intercambiando información, ideando estrategias de lucha o -mediante una cierta estabilidad alcohólica– soltaran la lengua, sin utilidad para sus patrones, a fin de liberar sentimientos y sueños. A veces se fingía la intención de beber para no despertar sospechas y expresando en voz alta las ganas de boire un litre. Cuando Edouard Manet entregó al Salón de París de 1859 su Bebedor de absenta, el cuadro fue rechazado. La figura del trapero Collardet posando junto a su copa callejera, ya volcada la botella, feliz en sus ropas miserables, daba mala prensa a la modernidad. Un pobre en fuga, circunstancialmente feliz por la intoxicación, llamaba a la censura. A principios de siglo pasado, Buenos Aires también ofreció ajenjo hasta en la mismísima calle Florida. El poeta franco-suizo Charles de Soussens, que se consideraba una traducción del poeta Verlaine –también conocido absentista–, solía beberlo en compañíade un poeta de Chivilcoy, Carlos Ortiz. Un día, ya comenzada la acción del hada verde, le dijo a su compañero:
–Es éste el licor de los artistas; tiene el color de las pupilas de Minerva.
–Y el de las aguas estancadas –le contestó prosaicamente el otro.
Pero Soussens remató:
–Con la diferencia de que en las aguas estancadas hay gérmenes diversos de enfermedades y aquí hay gérmenes de versos.

Mujeres en fuga
En una sala del Museo de Orsay, en París, que pone el arte junto al Sena y aprovecha la magnífica estructura de una antigua estación de ferrocarril, La absenta de Degas convoca la atención de una decena de alumnas de liceo, cuya profesora da explicaciones a tono con las lecturas feministas de los tomitos de Historia de la vida privada. La señorita Adrienne Guillemont dice:
–En Inglaterra, el movimiento ha atacado las tabernas. Las pioneras feministas advirtieron que el alcohol favorece la violencia doméstica, pero se equivocaron al atacar el mal sólo en la forma. Los pintores franceses fueron mejores ideólogos. Miren a este Degas. Lo que muestra no es el peligro del alcohol sino a la mujer peligrosa. Está no en su casa sino en una taberna. Usa zapatillas con adornos y lleva el sombrero ligeramente volteado hacia delante, lo que indica que no es una dama. Está sola, pero la cercanía del otro bebedor, ya con la nariz colorada, mal entrazado, sugiere que ella podría dar o haber dado favores sexuales a desconocidos.
–De hecho está abierta de piernas –dice una pecosa de manera inaudible, pero no para dos compañeras de pañuelo negro en la cabeza, que dan vuelta la cara para reírse.
Un contingente de turistas japoneses desplaza a las estudiantes y contempla a la bebedora pintada con menos interés que velocidad abarcadora: al rato están en la otra sala.
La mujer que bebe sola, como la que lee, abundan en las pinturas del siglo XIX. Ambas parecen representar el fantasma masculino de una mujer en fuga de los lugares asignados por la sociedad. Si la guerra del ‘14 y, antes y después, las migraciones harán de las solitarias un dato sociológico, su insistencia en las imágenes indica una preocupación. Toulouse-Lautrec pintó en 1888 a una muchacha morruda y despeinada a quien llamó La bebedora de Grenelle. Picasso hizo formar parte de su período azul a La bebedora de ajenjo, una flaca ensimismada ante su sifón y su copa. Gauguin y Van Gogh pintaron simultáneamente a madame Ginoux, dueña del Café de la Gare, situado en el número 30 de la calle Lamartine, en Arlés. Gauguin la retrató con su establecimiento como fondo y una mirada pícara. Van Gogh, en cambio, la elevó culturalmente representándola ante un libro abierto. Es la obra de un deudor, ya que madame Ginoux le daba de comer gratis, aun en los hospitales adonde lo llevó el culto del hada verde, según dicen, causante de que se cortara una oreja. Tituló a su cuadro La arlesiana, mientras Gauguin, que no tenía deudas con madame Ginoux –o no se sentía endeudado, ya que le pagaba haciéndole la corte– titulaba al suyo Café nocturno de Arlés. En todos los casos, las modelos lucen despeinadas y frente a algún elemento de la batería de la absenta: la capa de vidrio facetado, el sifón con que se diluye el líquido verdoso, la cuchara agujereada. En el cuadro de Manet El café, una mujer sonríe y ofrece una silla; en otro, titulado El bar, yace volcada sobre la mesa: el hada verde parece haber pasado, pero aún queda un poco en la copa. También en Buenos Aires el arte hizo beber ajenjo a las mujeres. Basta recordar la letra del tango Copa de ajenjo de Canaro y Pesce, donde una mujer bebe “porque esta noche lo espero y sé que no ha de llegar”. Su figura es másdependiente que la de los cuadros en donde una mujer sola y volada –tal vez por eso suele sostenerse la cabeza con la mano– parece no necesitar nada.
Si el relato dice que la absenta nació por la alianza de un médico y un empresario, también estuvo, en el principio, en mano de mujeres. Eduardo Berti escribe, en un artículo titulado “La absenta” y publicado en Lettre International de Alemania, que el Dr. Ordinaire les legó la receta a dos hermanas del pueblo de Cuvet, lugar donde pasó de curar a hacer feliz a sus pacientes. Las señoras la prepararon en su cocina y estamparon su autoría en la etiqueta que rezaba: “Extracto de ajenjo, calidad superior, única receta de Mlle. Henriod de Cuvet”.
Junto a la bicicleta y la mamadera, el feminismo histórico debería poner en su iconografía libertaria al hada verde, pero concediendo en hacerlo bajo la divisa de un hombre, el artista Alfred Jarry, quien sentenció con la nariz colorada: “El agua es un líquido tan, pero tan impuro que una sola gota basta para enturbiar la absenta”.

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