Vie 19.11.2004
las12

ARTE

RESENTIDA SOLITARIA Y GENIAL

Lejos del mundanal ruido artístico, Louise Bourgeois, hoy considerada entre l@s más grandes artistas del siglo XX, empezó a exponer a los 34, pero la fama y el prestigio le llegaron recién en 1982, a los 70, cuando el Museo de Arte Moderno de Nueva York organizó una gran retrospectiva de su obra. Actualmente, a punto de cumplir los 93, Bourgeois sigue creando y exponiendo, siempre sin buscar la promoción en el plano personal.

› Por Moira Soto


Esta viejita auténticamente subversiva –fabricante de grandes arañas a las que llama Mamá o de penes erectos de medio metro a los que bautiza Fillette (chiquilla o muchachita)–, que tuvo su gran retrospectiva en el MoMA de Nueva York recién a los 70 pirulos, nunca se quejó de no ser reconocida. En verdad, desde que se fue a vivir a los Estados Unidos en 1938, al casarse con el historiador de arte Robert Goldwater, Louise Bourgeois hizo todo lo contraindicado para alcanzar la fama: trabajó a solas, no trató de tener prensa, se mantuvo al margen de modas, escuelas, corrientes. Por supuesto que en esas décadas –los ‘40, los ‘50, los ‘60, los ‘70–, hubo gente conocedora de su arte personalísimo y a menudo polémico, y también galeristas interesados en exponer sus trabajos, sobre todo desde que hizo su primera muestra, Painting by Louise Bourgeois, en la Bertha Schaffer Gallery, en Nueva York (1945). Por ese entonces, ya había comenzado con la serie de las Femmes Maison (1940-1947), dibujos en tinta china y óleo sobre lienzo de mujeres con tronco de casas (o de casas con miembros femeninos). Ya en los ‘40, pues, Bourgeois veía la identidad femenina cargando con el lastre del hogar, sin rasgos completamente propios, la cabeza de la mujer metida en el edificio.
En 1979, a los 68, cuando ya se había consolidado su extraordinaria obra como escultora y se estaban multiplicando las exposiciones, escribía Louise B. en sus Apuntes o “pensamientos de birome”: “Tengo un gran complejo de culpabilidad a la hora de promover mi obra, tanto es así que cada vez que he estado a punto de abrir una muestra, me daba algún tipo de ataque. De modo que en un momento decidí no intentarlo más. Tenía la sensación de que la escena artística pertenecía a los hombres y de que yo estaba, en cierto sentido, invadiendo sus dominios. Por eso, hacía las obras y las escondía. Aunque nunca destruí ninguna, he guardado cada pieza. Hoy estoy haciendo un esfuerzo por cambiar”.
El citado texto de la artista aparece transcrito en Destrucción del padre/Reconstrucción del padre, reciente publicación de Editorial Síntesis, Madrid, para la colección “El espíritu y la letra”. Dicho libro, que se consigue en librerías especializadas en arte (o se puede encargar), reúne, además de algunas de las anotaciones personales de Bourgeois, una antología de sus declaraciones formuladas en varias entrevistas a lo largo de los años y en un documental, Chère Louise (1995), realizado por Brigitte Cornand para la televisión francesa. El título de este volumen, ilustrado con imágenes de las principales obras de la artista, alude a una pieza capital de L. B., La destrucción del padre (1974), inspirada por la conflictiva relación con su progenitor, Louis Bourgeois, un hombre de apabullante omnipotencia, que engañaba a su mujer con la institutriz de sus hijos y que denigraba reiteradamente, con alevosía, a Louise por su condición de mujer (él había deseado un varón y ella siempre sintió que tenía que hacerse perdonar por ser una chica).
“El objetivo de La destrucción del padre era exorcizar el miedo”, decía L. B. en los ‘80. “Después de que se expuso, me sentí una persona distinta. La razón que me llevó a hacer esta obra fue la catarsis o purificación. De niña, me daba mucho miedo cuando en la mesa del comedor mi padre no dejaba de alardear, se jactaba una y otra vez de sus logros. Y cuanto más grande pretendía volver su figura, más insignificantes nos sentíamos sus hijos. Mi fantasía era: lo agarrábamos con mis hermanos, lo poníamos sobre la mesa, lo troceábamos y lo devorábamos... En la escultura hay una cama y una mesa. Ambos muebles forman parte de nuestra vida erótica. En su esencia, ambos son el mismo objeto.”

Restauradora de tapices y estatuas
Louise Josephine Bourgeois nació en París el 24 de diciembre de 1911. Hay dos versiones que explican la elección del nombre, ambas provistas por la propia interesada en distintas ocasiones: una, porque se trataba del femenino del nombre del padre; la otra, “porque mi madre era feminista y socialista. Su ideal femenino era Louise Michel, una especie de Rosa Luxemburgo francesa. En realidad, todas las mujeres de su familia eran feministas y socialistas, y defendían orgullosamente sus convicciones”.
La madre y la abuela de Louise crecieron en Aubusson, pueblo fundado en el siglo XVI por artesanos tapiceros llegados del Norte que descubrieron las cualidades del río Creuze, sus aguas ricas en tanino que volvían las lanas más receptivas a los tintes. “Mi padre, en cambio, era de París”, apuntó LB a fines de los ‘70, “tan sensible y poco racional como mi madre era paciente y razonable. Se llevaron bien hasta que la guerra interfirió en esa relación. Entonces, él empezó a interesarse en otras mujeres y mi madre soportó sus escapadas...”.
El jardín de la casa familiar, donde la madre dirigía un taller de restauración de tapices, estaba poblado de estatuas de plomo de los siglos XVII y XVIII que el padre compraba en sus viajes y que requerían tratamientos con los que la niña estaba familiarizada. Además, Louise participaba de todo el trabajo de puesta a punto de las lanas. A los 8, empezó a dibujar pies para los tapices los días que no tenía colegio. Después de la Primera Guerra Mundial, la familia Bourgeois se mudó a París, a orillas del Bièvre, otro río propicio para las tareas de la madre que, en algún momento, decidió restaurar solamente tapices anteriores a 1830, de cierta urdimbre de lana, así como rechazó los tintes químicos a favor de los naturales, de mejor calidad y rendimiento, según sostenía.
Después de cursar el liceo, Louise fue a la prestigiosa Escuela del Louvre y también asistió a talleres de artistas reconocidos como Fernand Léger, de modo que su formación –iniciada con las prácticas caseras de remozamiento de tapices y estatuas– resultó muy completa. Una vez recibida, entró a trabajar como docente en el Louvre, donde conoció al norteamericano Robert Goldwater, notable historiador de arte, se casó con él y en 1938 se trasladó a vivir en Nueva York. Ahí fue que le resultó útil el inglés que había aprendido de chica con Sadie, la institutriz que vivía en su casa y se acostaba con su padre, sumiendo a Louise en angustiantes sentimientos de confusión y traición.
El cambio (de estado civil, de país, de idioma, de ambiente artístico) fue muy fuerte y estimulante para Louise Bourgeois. Se estaba generando un nuevo epicentro vanguardista, pero ella no tenía ninguna ansiedad por figurar. Y si bien se relacionó –en algunos casos estrechamente– con varios artistas, se aisló para trabajar en forma independiente. Recién a los 34 ofreció su primera muestra individual. “Para mí fue un suceso afortunado que el mercado de arte decidiera dejarme de lado, así pude trabajar a mi aire durante quince años. Tuve el privilegio de gozar de mi propia intimidad”, ha dicho esta creadora de La destrucción... que tuvo con Goldwater –quien en esa época ganaba un sueldo modesto como profesor– tres hijos varones. Desde el vamos, Louise Bourgeois se inspiró en la infancia que, para ella, “nunca perdió su halo mágico, su misterio, su drama”. Según la modeladora de lo que ella misma llama “abstracciones emocionales”, “cada día has de abandonar tu pasado, o aceptar. Si no lo puedes aceptar, te convertís en escultora”.

Anatomia no es destino
Ya en 1971, LB la tenía clarísima: “Una mujer no tiene lugar como artista hasta que prueba una y otra vez que no será eliminada”. Y al año siguiente, preguntada sobre si el arte tenía un género, ella respondía: “La necesidad interior de un artista de ser artista conecta íntimamente con su género y su sexualidad”. En la misma década, la artista se refería en la revista New York, en un artículo firmado por Dorothy Seiberling, a la fusión de lo femenino y lo masculino en su obra, “en la que siempre han existido sugerencias sexuales. A veces toda mi preocupación se centra en las formas femeninas, como en los racimos de pechos, pero a veces fusiono la imaginería masculina y femenina y hago pechos fálicos. Mi escultura de mármol, Mujer cuchillo, engloba la polaridad de la mujer. ¿Por qué las mujeres se convierten en cuchillos? No nacieron como tales, se las hizo así a través del miedo. En este trabajo, la mujer es una figura defensiva. Para defenderse, se identifica con el pene, trata de tomar la misma arma del agresor. Este es un problema que parte de la infancia y de la falta de una educación razonable y comprensiva. Cuando yo era chica, se hablaba del sexo como de algo peligroso. Es importante mostrar a las chicas”, remarcaba Bourgeois hace 30 años, “que ser sexual es algo natural y que los hombres también pueden sentirse desamparados y vulnerables”.
Cuando en 1990, ya famosa y solicitada por muestras internacionales y museos del mundo, Robert Mapplethorpe quiso retratarla en su estudio, ella se presentó sin maquillaje, con sus canas y su Fillette de látex bajo el brazo, con ese aire de señora mayor entre pícara e inocente que quedó en la foto. “Elegí a Fillette porque sabía que si sujetaba y mecía esta escultura me iba a sentir más cómoda”, explicó luego con toda naturalidad. “El falo es un objeto donde proyecto mi ternura. Esta pieza trata de la vulnerabilidad y de la protección. Tengo una familia de cuatro varones, también supe cuidar a mi hermano menor. Y aunque siento que el falo necesita de mi protección, eso no significa que deje de tenerle cierto miedo...”.
Así es nomás Louise Bourgeois, una resentida (en el sentido de tener sentimientos de pesar o de enojo por algo) que ha sublimado sus traumas de infancia en el arte, hasta haber llegado a sentirse una especie de asesina en su taller. Reconoce que no practica un feminismo militante, sólo simpatizante, que se expresa en el profundo interés por todo lo que hacen las mujeres, “pero sin dejar de ser una solitaria empedernida”.
Entre los trabajos de la última década –Esferas de cristal y manos, El arco de la histeria, Habitaciones rojas, Celdas– se destacan las arañas descomunales, que identifica con la madre que provee seguridad, una de las cuales está en la Tate Gallery de Londres, conviviendo más o menos pacíficamente con piezas de Joseph Beuys, Rodin, Picasso, Duchamp, Warhol, Hockney. Según la historiadora española Estrella de Diego, “las arañas tienen algo de aguja que repara los daños y recompone el mundo. Y para Bourgeois, representan la madre, la casa por antonomasia, la que protege y mantiene alejados a los merodeadores indiscretos”. En 1999, Annie Leibovitz presentó en Washington su muestra Women, que dio origen a un libro prologado por Susan Sontag. Allí entre imágenes de trabajadoras de fábricas y cabaréts, personajes como Gloria Steinen, Courtney Love o Toni Morrison, impacta el perfil desafiante de Louise Bourgeois que ilustra esta nota. Su cara atravesada por un millón de arrugas quizás sea su mejor escultura.

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