Vie 19.11.2004
las12

VIOLENCIAS

Los pibes en el barro

Tres mujeres y un hombre comparten, desde hace cuatro años, un camino común: la búsqueda de justicia por sus hijos, fusilados por policías bonaerenses que integraban un escuadrón de la muerte liderado por un oficial retirado y dueño de una agencia de seguridad: Alberto Cáceres. Mientras terminan de presentarse los alegatos en el juicio que se sigue por la muerte de uno de los chicos, estas mujeres repasan una historia signada por el estigma de “la villa”.

Por Roxana Sandá

Se tratan con la soltura que les otorga una confianza de cuatro años, el tiempo que compartieron venerando a sus hijos muertos y reclamando justicia por sus memorias y castigo para los policías que los asesinaron, deformados tras la fachada de personal de una agencia de seguridad.
Eva Ríos, Silvia Blanco y Nélida Galván sostienen desde el 2000, cuando comenzaron a morir sus hijos, una tragedia común que tiene responsables y sobre los que seguramente el miércoles próximo caerá la sentencia del tribunal de San Isidro que desde hace dos semanas los está juzgando. Son los ex policías Hugo Alberto Cáceres y Marcelo Anselmo Puyo los acusados por el asesinato de José “Nuni” Ríos y sospechados de integrar un escuadrón policial que persiguió y liquidó a una decena de jóvenes.
Al “Nuni” lo mataron de tres balazos en mayo del 2000; a Fabián Blanco lo bajaron a tiros de un árbol ese mismo año, y a Gastón “Monito” Galván lo fusilaron junto con un compañero, “Piti” Burgos, un año después, de 11 y 6 tiros en la espalda, respectivamente. Todos fueron víctimas de lo que se conoció como el “escuadrón de la muerte” de Don Torcuato, un grupo de policías de la comisaría 3ª de Tigre y del Comando de Patrullas, que integraban la agencia de seguridad Tres Ases, propiedad del “Hugo Beto” Cáceres. Y que, de acuerdo con una investigación de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), seguiría funcionando.
“Ya sabíamos algo de eso, por eso digo quién nos va a defender a nosotros”, pregunta Nélida y recorre los ojos de los presentes. Nadie responde, ni siquiera Oscar Ríos, que desde el momento que le entregaron a su hijo asesinado se dedicó a investigar esa muerte y las de chicos de la zona “caídos en enfrentamientos”. “Si ya parecía una de nosotras”, asegura la mujer, mientras el hombre, fisonomía ruda de boxeador, baja los ojos sabiendo que la inclusión lo sitúa en un peldaño que otros padres nunca quisieron pisar.
“Muchas veces nos preguntamos qué pasa con los hombres del barrio. Mi marido, por ejemplo, es una persona que no participa, no quiere saber nada –reconoce Nélida–. Pero además, si queremos movilizarnos para protegernos entre la misma gente, no podemos porque te para el patrullero y empieza a despachar a todos, no te dejan organizarte. Por eso los pobres estamos desprotegidos.”
Ese quejido guacho se dejó oír una vez más en medio de esta nota, cuando el marido de Silvia fue a buscarla desesperado porque la policía se estaba llevando a uno de sus hijos. No hubo tiempo para capturar su imagen ni reintegrarla al grupo. La mujer concluyó su día en los pasillos de una seccional, intentando que liberaran al chico, un menor de 14 años.
“¿Sabés qué? La pesadilla no se termina. Se creen que pueden hacer lo que quieren, actúan con total impunidad, se vengan porque somos morochos y siguen apretando a la gente como si nada.” Carina, la hermana de “Nuni” Ríos, tenía 20 años cuando mataron a su hermano y jura que no sólo la sangre le corre hirviendo cuando habla de “estas cosas”. “Se me vienen todas las palabras juntas, se me amontona el odio. Cuando me enteré de que se murió, sentí que en mi corazón algo se abrió y se rompió. Pasaron cuatro años, tuve una nena, pero sigo mordiendo la bronca de que mi hermano no pudo conocer a su sobrina. Siento tanta impotencia que hasta me enojo con él porque no está con nosotros. Hasta el día que me muera voy a sentir este dolor en mi alma.”
Cuatro años después, el escuadrón del “Hugo Beto” quedó desmantelado, pero a los pibes se los siguen llevando “y sus madres reclaman, pero cuando van a la comisaría las amenazan o las maltratan tanto que vuelven a sus casas con miedo y prefieren callar”, explica Eva.
“El triángulo de la muerte”, esa geografía que Cáceres recorría con impunidad otorgada, continúa reconocible entre los habitantes de El Talar, Bancalari y la villa Bayres, que por estos días observan la presencia de un Falcon conducido por tipos en bermudas, con viseras y anteojos, que suelen llegar a media mañana y preguntar de mal modo a los chicos qué hacen en las veredas, tras lo cual les ordenan “tomárselas” para sus casas.
Al grupo de “disuasores” se le agrega la participación de policías de uniforme dedicados a apretar menores. “Dejate de joder porque vamos a violar a tu hermana o le vamos a poner una bolsita a tu vieja”, incluye el rosario de advertencias.
“Los pibes no van a hablar; si hablan, los matan”, dice Silvia Blanco. “Tengo seis varones y una nena, y siento mucho miedo por ellos, no por mí.” Hasta la muerte de su hijo, la madre de Fabián Blanco hizo todo lo posible para conservarle la vida. Hasta en la rutina de limpieza del hogar estaba prevista la “guardia” familiar por si llegaba la policía. “Yo me levantaba bien temprano, así a las doce, cuando él se despertaba, ya tenía todo limpio y podía dedicarme a controlar si venía un patrullero.”
Casi a diario, los bonaerenses entraban en la vivienda, les pegaban a los chicos o les apuntaban a la cabeza, les ordenaban decir sus nombres y preguntaban por su hermano Fabián. Cuatro días antes del asesinato, el oficial Carlos Horacio Icardo, uno de los policías acusados de pertenecer al escuadrón y señalado como responsable de perseguir y amenazar a las víctimas antes de fusilarlas, corrió a tiros al joven hasta el fondo de su casa y luego dijo a Silvia que tenía “orden del juez de matarlo”.
“En la comisaría 3ª, a Fabián le hicieron de todo. Le pegaban, lo picaneaban, le tiraban cal en los ojos. Fue muy triste porque cuando pasaron esas cosas estaba sola con mis hijos. Ahora ellos están muy mal. Me dicen: ‘Estamos todos y siempre falta alguien’. No sé cómo explicarles, qué decirles, si en mi casa el nombre de Fabián está escrito en todos lados; de cada tema que hablamos está él siempre en el medio. Mi hijo más grande, de 23 años, nunca fue al cementerio porque dice que para él no está muerto.”

“Yo a Gastón iba a buscarlo siempre adonde fuera y a cualquier hora”, recuerda Nélida. “No me importaba recorrerme las comisarías, los institutos. Hasta lo buscaba cuando se estaba drogando y lo encerraba en su pieza y no lo dejaba salir. En ese tiempo tenía 11 años. Todavía no me explico por qué la noche que lo metieron preso y que murió no fui a buscarlo a la comisaría. Como si Dios me hubiera dicho: ‘Vos, esta vez, no’.”
A veces, la madre del Monito se despierta por las noches con la culpa de no haber ido a reconocer a su hijo. “Pero es sólo un rato, porque siempreocurre lo mismo, pienso que yo no quería ir a reconocer eso que me habían dejado. No iba a soportarlo.” A Gastón Galván lo encontraron amordazado, con las manos atadas a la espalda, once disparos y una bolsa en la cabeza, el más claro signo de tortura, conocida como submarino seco.
Cuando “Nuni” murió, Eva no sabía qué hacer. Dos semanas después del entierro volvió a trabajar. “Mi psicólogo es el trabajo”, les decía a los que no entendían la urgencia de actividad. Al final del día llegaba a su casa, soltaba el bolso y se encerraba en el baño para llorar.
“Cómo pudo pasar esto, si él les contaba a sus amigos: ‘Mi vieja labura para llenar la heladera, para comprarnos zapatillas’. Decía que cuando fuera grande iba a trabajar ‘para darle una casa a mi vieja’. ¿Qué pasó? Mis hijos no se preocupan por la marca, se arreglan con lo que tienen, y así era José, por eso nunca me esperé esto. Le dimos lo que pudimos y les enseñé a todos a laburar. Si mi hijo estaba haciendo algo malo, le hubieran metido un tiro en la pata, pero que me lo entregaran vivo.”

Por estos días intentan sobrellevar la carga diaria de la casa (“hay que seguir lavándoles los calzones a todos”, dirán), algunas changas y la imagen del propio cuerpo cansado frente al espejo. En el centro de la escena, las audiencias en el juzgado, los testimonios que escarban hasta el hueso, las miradas torcidas, los insultos, las intimidaciones.
“Durante el juicio vinieron a amenazarnos testigos de la otra parte -recuerda Nélida–. Un día se acercó un tipo y me dijo: ‘Vos, negra villera, yo sé dónde vivís y dónde parás, tené ojo de lo que hablás’. Yo no soy ninguna villera, a mí me mataron un hijo y acá estamos todas por lo mismo. Lo que pasa es que anda mucha gente que trabajó con Cáceres y algunos vecinos que también son delincuentes y que están al pie del cañón con él como si fueran soldados, porque el tipo éste les debe haber cuidado sus negocios sucios.”
Pedirles sincerar el miedo es como dispararles la repugnancia hacia sí mismas y hacia la pelea que dieron estos años. Eva no soporta siquiera pensarlo en soledad, sobre todo por lo frágil de ese universo donde deben seguir creciendo los hijos que quedan. “¡A bancarse la que se viene! Tenemos hijos grandes que les gusta ir a todos lados. Si ellos se quieren vengar de nosotros, te agarran un hijo, te lo marcan, te lo van preparando y cuando pueden lo matan. ¿Y vos qué, vas a esperar otra vez cuatro años para que te hagan un juicio? No queremos perder otro hijo. Si les seguimos teniendo miedo, los van a seguir matando. Llegó este juicio, llegó el final, pero voy a seguir luchando por los chicos. Por la memoria de mi hijo.”

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