SOCIEDAD
La única
Nina Peloso es la única dirigente piquetera a pesar de que en ese movimiento la mayoría son mujeres. Acostumbrada a compartir el centro de la escena con hombres y obligada a dejar en claro que aunque es la esposa de Raúl Castells tiene su propia identidad, Nina da batalla dentro de su movimiento por una mayor representación femenina. No es fácil, “porque son las mismas mujeres las que a veces juegan en contra”.
Una seguidilla de besos y palmadas le corta el paso, una porción de guiso bien servido en el culo de una botella de plástico la obliga a relamerse y agradecer. ¡Cómo está este guiso!, dice hundiendo la nariz entre los fideos que come sin cuchara, frente a los tribunales de Lomas de Zamora, sintiendo como hormigas en las piernas el eco de los bombos y redoblantes. Es imposible que pase desapercibida. Su extrema timidez es un ruego para optar por los bordes, por algún lugar seguro que la haga invisible. Así fue siempre, dice, como si describiera un rasgo físico al que se ha intentado tapar con maquillaje. ¿De eso se tratará esa vincha roja que le cruza la frente? Hay pocos rastros de la timidez que describe, salvo la risa nerviosa con la que intenta distraer cualquier juicio sobre su persona. Si por dentro esta mujer se debate con sus miedos, es seguro que está ganando la batalla. Al fin y al cabo es una dirigente. La única dirigente piquetera, aunque en cualquier corte de ruta haya ocho mujeres cada dos hombres. La misma proporción que se puede ver en esa muchedumbre de dos mil personas, al costado del Camino Negro, en esta tarde de martes en la que el país parece bajar un nuevo escalón hacia su abismo. Nina Peloso pasa entre ellos con la cabeza gacha, cumpliendo con su rutina de devolver el cariño con paciencia, porque ese cariño es el motor de sus días. Los aros, la vincha, los tacones, el rimel violeta en las pestañas; los detalles de su arreglo la recortan entre sus compañeros, descriptos en la jurisprudencia reciente como amenazantes por su pobreza. Nina no tiene más que ellos, pero ha conquistado su apariencia, igual que a su carácter, y así es más fácil enfrentarse a los funcionarios y uniformados que suelen cortarle el paso. Como en esta tarde de martes, en la que su marido Raúl Castells fue llevado a los tribunales desde su prisión domiciliaria para una audiencia preliminar, parte del proceso que busca juzgarlo por haber ocupado la Municipalidad de Lomas de Zamora, al frente del Movimiento Independiente de Jubilados y Desocupados, para pedir empleo y comida. No es posible saber si ella siente el desprecio de quienes finalmente aceptan abrirle la última puerta, donde se realiza la audiencia. Pero es algo que se puede tocar, espeso, como una gelatina. “Convengamos en que conociendo a ese tipo no se puede esperar otra cosa de ella”, murmura una empleada judicial rubia y prolija, sumándose al coro de sus compañeros que exigen una requisa completa de las pertenencias y el cuerpo de Nina antes de dejarla pasar. Pero ella tiene las cosas claras y no se va a dejar tocar. Ni siquiera permite que sea un hombre el que abra su cartera. Y sí, hay allí la sorpresa de un cortaplumas pequeño, útil, seguramente, para las actividades que suelen convocarla: cocinar al costado de la ruta, abrir cajas de alimentos para repartir entre sus compañeros, desamarrar las banderas que cortan el tránsito. Por eso no piensa dejarla, porque sus cosas son sus cosas y después de tres años de asistir a audiencias y tribunales por los que desfiló su marido, nadie puede dudar de sus intenciones. Entonces o pasa con todo o no pasa. Lo dice, ahora sí, con la cabeza bien alta y a punto de dar el portazo que se detiene cuando es elmismo juez el que interviene y la habilita, para que el desprecio provoque arcadas en la garganta de los empleados.
En el cuarto piso del edificio de los Tribunales el sonido de los tambores llega como un murmullo. No hubo novedades en la audiencia en la que los defensores plantearon la inexistencia de la coacción agravada por la que se acusa a Castells, teniendo en cuenta que la supuesta víctima desmintió que haya sido presionado, que haya tenido miedo en algún momento. Nina atraviesa las mismas puertas hacia la salida y a su paso los handys de la policía confirman que se está retirando. Detrás del cerco de rejas la esperan sus compañeros, formados, trepados a los hierros para poder verla mejor, para escucharla. Ella traduce el lenguaje judicial para explicar que por ahora nada cambió, que hay que esperar una nueva audiencia y que por hoy sólo queda volver a casa. Fue una jornada dura a la que le quedan varias horas. La primera cita que se dio el MIJD fue en la puerta de diversos supermercados, para pedir comida. Nina tenía que estar en la rotonda de Adrogué, al frente de un grupo. No pudo ser. “Tengo problemas internos, siempre me pasa”, había dicho para explicar que no consiguió que nadie se quedara al cuidado de sus dos hijos. “Es la vieja historia de la sociedad machista, la batalla de siempre. Ya desde chiquita te das cuenta. Por ejemplo mi papá se tenía que estar sentado y mi mamá no importaba. Vos veías que él jamás levantó un plato, y siempre con esa idea de que las mujeres somos las que tenemos que limpiar, que cocinar. Desde chiquita, desde los siete años trabajaba en el campo con mi papá. Nos pasábamos quince días en la estancia y quince días en el pueblo, así íbamos a la escuela. Pero los días de escuela tenía que hacer de mamá de mis hermanos más chicos. Una madura así, medio apretado el crecimiento, porque ya a esa edad tenía la responsabilidad de una chica de 20, tenía que hacer todo como si fuera grande.” Ahora es grande, ha cumplido cuarenta, pero sigue peleando las mismas batallas. Es una dirigente, lo dijimos, la única habilitada para subir a un escenario en las asambleas generales, ella y 20 hombres. Pero a la mención de su nombre seguirá la pregunta por su identidad y la respuesta es siempre la misma: la mujer de Raúl Castells. “Raúl es más conocido porque es el coordinador general del movimiento, tiene otra forma de dirigirse a la gente. Además encaramos la cosa de manera diferente. Cuando salimos en una marcha no me hago la dirigente, yo voy ahí, con la gente, porque soy tímida y porque es así. A él lo reconocen. Y a mí también, pero menos. Todo tiene que ver con ser mujer, porque las propias mujeres hacemos eso, es una cosa que está en el aire todo el tiempo. Nos parece mejor un hombre, me doy cuenta en las reuniones, porque al ser mujer tenés que tener más cuidado en muchas cosas. Yo no puedo hacer como Raúl que vienen las compañeras y lo abrazan. ¡Y a mí nooo, de ninguna manera! Los compañeros no pueden hacer eso conmigo porque se ve mal. Las mismas compañeras lo dicen, creen que ellos quieren tener una mujer como yo. Pero si te abrazan es porque se sienten representados, soy una dirigente y el sentimiento lleva a eso, no es por nada más. ¿Por qué pueden venir las mujeres y decirle a Raúl que hable con sus maridos porque no las dejan ir a las marchas y yo no puedo hablar con ellos? Parece que lo que él hace está bien y lo que hago yo, no. Hasta Raúl me lo reclama, se pone celoso, y yo le digo que no me haga esas escenas infantiles.” Pero Castells, el dirigente perseguido que se reivindica como revolucionario asume sus limitaciones. Sentado al borde de su cama, donde cumple la prisión domiciliaria, con las mejillas encendidas de vergüenza dirá: “Sí, soy machista. La sociedad es machista, y ella es dirigente porque yo estoy preso. No puedo trabajar contra eso, ya lo harán las generaciones que siguen”. Nina se ríe y lo azuza, puede ser que trabaje por el bienestar de sus hijos, pero la revolución empieza por casa y ella no está dispuesta a esperar para ejercer sus derechos.
No fue su deseo dejar Colonia Tapacuá, ese pueblito en el interior de Corrientes, para mudarse a Buenos Aires. Pero quería saber cómo se hacía en la ciudad, “cómo se manejaban para tener tantas cosas”. Si hubiera podido elegir, hubiera elegido el campo. Si ahora mismo pudiera volver, lo haría con los ojos cerrados. “Y eso que trabajé sin ningún tipo de máquina, con rastrillo, pala y azada. Cosechando con las manos, arando con rastra de bueyes. Igual me iría porque es tan natural y ayuda a mucha gente, yo pienso que de ahí vendría el sostenimiento del país. Porque hay tanto campo vacío, con tres vacas no más, y acá no tenemos para la comida.” En el campo están su origen, su identidad y sus sueños, hacia allí miraría si, como supone, “en un día no muy lejano el pueblo llega al poder”. Pero cuando cumplió 16 y le dieron su documento se decidió a partir. “Yo quería saber cómo era, porque pensaba: yo trabajo desde las cuatro de la mañana y solamente me puedo comprar una alpargata por año, pero quería algo más, ya me quería comprar un zapatito, poner una ropita más o menos, porque era grande. Tenía que ver cómo era el manejo en la ciudad grande, porque en el campo era muy duro y alguien se tenía que estar llevando la ganancia. Está bien que éramos quince hermanos, pero una alpargata por año no podía ser la ganancia. Y me empezó a dar vuelta que quería irme.” No era fácil. Necesitaba el permiso de sus padres, estrictos al extremo de no permitirle conversar con muchachos –”si venían era para estar con mi papá y mi mamá, así se pasaba el fin de semana, con las ganas de tocarle la mano al novio”–. La posibilidad fue un viaje de sus abuelos a Buenos Aires y un lugar para estar en casa de un hermano de su padre. “Vinimos por el río y llegamos ahí donde termina, un mundo de gente era, me llevaban por delante, casi me caigo. Estaba muy asustada, como las vacas cuando ven gente, yo quería correr.” Y quiso correr durante mucho tiempo, salvo cuando abría la heladera y encontraba manjares que le parecían imposibles, “¡Había manteca! ¡Yo nunca había comido manteca! ¿Sabés cómo engordé al principio? Porque la comida tenía otro gusto, yo comía sólo lo que se plantaba y los pollos, todo cocinado en el fuego. Y acá lo que era más limpio tenía todo otro gusto, eran otras comidas”. Era el año 1978 y todavía había fábricas que daban empleo. Primero fue un frigorífico, la echaron a los once meses, después consiguió el único trabajo estable de su vida. Fue obrera de la fábrica de boquillas Minifusor durante dieciséis años. “Y ahí sí, empecé a trabajar y ya dejé la alpargata y pasé al zapatito, y ya otra forma, era más grande, tenía 17. Y bueno, empecé a cambiar, a vestirme como acá, minifalda, mi taquito, me compré las pinturas. Me acuerdo que lo primero que me compré fue un pantalón que había visto. Fui con mi tía y ella decía que me quedaba ajustado, y yo trataba de decirle con la mirada que quería ése porque no me animaba a hablar, me moría de vergüenza. Era gracioso, porque el vendedor discutía con mi tía que me quedaba bien y yo muda.” Pantalón pata de elefante y plataformas, eso se llevó de su primera incursión por las boutiques. El sábado parecía entonces un paraíso, contaba las horas para que llegue, trabajaba de más en casa de su tía esperando convencerla así de que la dejara salir. “Yo no conocía el cine, no conocía salir a caminar con una amiga, ni ir a tomar un helado, mis tíos tenían la misma mentalidad que en el campo, creían que me iba a pasar cualquier cosa, decían que conocían la mentalidad de la juventud. Pero los grandes siempre dicen eso.” Un mar de lágrimas le abrió la puerta a su primera salida. Cuatro horas el sábado a la tarde. “Fuimos con unos compañeros de la fábrica al cine. ¡No sabés el susto que me pegué! Porque entramos a oscuras, medio que me caigo en la escalerita, que es así, para abajo y de pronto se prende esa pantalla que era tan gigante, ¿cómo me la iba a imaginar? Era en el Coliseo de Lomas, mirá cómo me acuerdo, la película era infantil, pero eso era lo de menos”.
Los lunes a la mañana, Nina dirige la reunión de la mesa ejecutiva del Movimiento Independiente de Jubilados y Desocupados. Son cuatrocientas personas que se reúnen para discutir los próximos pasos de un plan de lucha que a veces parece sólo sortear la miseria con acciones directas. Sus palabras más poderosas en esos momentos son el testimonio de su vida. “Mis padres son analfabetos, yo llegué a los ponchazos hasta el séptimo grado, yo creo que hay que estudiar, pero no hace falta mucha escuela para saber lo que nos merecemos. Yo pienso cuando era chica, todo lo que trabajé, todos esos sueños que teníamos y ahora hasta Buenos Aires parece un pueblo, ya ves que todos parecen pobres. Abrís cualquier heladera y ya no hay ni manteca ni nada. Todo nos han robado, nos han saqueado. Pero a pesar de lo que hacen con nosotros yo digo que lo único que aprendí de esa pareja de analfabetos que eran mi mamá y mi papá es a trabajar duro, a no robar y a respetar más allá de las diferencias.” Justo cuando empiezan a aparecer esas palabras que podrían formar parte de cualquier discurso, Nina se quiebra. Tal vez sea la imagen de esa niña que llegaba aferrada a su documento, tratando de entender cómo se hacía en la ciudad para tener algo más que alpargatas, lo que desarma su pose de chica brava. A esa niña que llora le gustaría consolar prometiéndole otro futuro porque éste ha sido devastado. “¿Vos sabés lo que son los barrios ahora? ¿Sabés lo que es la miseria? Y qué ¿nos van a seguir pidiendo paciencia? Lo que me pone mal es que esto ya parece una guerra de pobres contra pobres. Vos ves los barrios y están todos armados ¡Todos! Por una bicicleta se pueden tirotear, por unas chapas que uno tiene en la puerta por ahí porque las está juntando para hacer algo. Pero otro las necesita ahora y las pide, es así, se está mirando al de al lado. Yo les digo a los compañeros, no hay que saquear, no hay que robar, hay que organizarse más allá de los bolsones de comida y del plan de empleo. Tenemos que saber cómo manejarnos nosotros. Porque una sabe qué hacer con cincuenta pesos para que duren, para que alcancen. Bueno, lo mismo hay que saber hacer con un país. Si uno quiere, sobra.” Para Nina los saqueos fueron un tajo abierto en esa trama social que con tanta dificultad se había construido en los barrios. “Nosotros dijimos que no había que ir, como dirección. Pero no podés parar a los compañeros, algunos se prendieron. Y fue muy duro verlos, lastimados por los vidrios, de la misma desesperación de llevarse algo. Por donde yo vivo el saqueo salió de los mismos vecinos y ahí se prendió la gente organizada, de todo, desde el PJ hasta los partidos de izquierda, todos estaban prendidos. Y lo peor fue al otro día. Había piquetes en todas las esquinas porque hubo gente que decía que venían a saquear de otro barrio. Eso debilitó mucho, dejó tanto miedo. Yo creo que si no hubiera pasado ese pánico de mirarnos como extraños todos, ahora capaz que estábamos en la Casa Rosada. Nosotros fuimos al Congreso porque se había quedado en marchar a Plaza de Mayo. Y estuvimos toda la tarde ahí, avanzando y retrocediendo. Pero faltaba mucha gente, mucha gente creyendo que su enemigo estaba en el barrio de al lado.”
“El movimiento lo fundamos con Raúl aunque nunca me imaginé que sería un movimiento con representación en 15 provincias, con más de 17 mil personas”, dice Nina enfatizando su participación desde los primeros momentos. Porque ella puede ser muy tímida, puede estar “muy enamorada” de su compañero, como también subraya, pero no va a permitir que se borre su lugar en la historia. “Nos conocíamos porque él era vecino, tenía un almacén y me fiaba. Y bueno, yo me había separado y él, como todos los hombres, también me decía que se había separado de su mujer pero que seguía ahí por cuestión de negocios.” Entre Nina y Raúl Castells, “socialista de toda su vida”, según sus palabras, empezaron a cruzarse miradas y conversaciones que sellarían una alianza a largo plazo. Es posible que hablarle de la injusticia social y de sus derechos como trabajadora haya sido parte de una estrategia de seducción, lo cierto es que la semilla cayó sobre tierra fértil. “El me decía por qué no me presentaba como delegada, que ya hacía 16 años que trabajaba ahí. Y yonada, nunca había pensado en eso, lo que sí me daba cuenta era que la fábrica, cuando yo empecé, era un tinglado y en ese momento ya tenía un edificio de tres pisos. Y nosotras siempre con el bolsillo vacío, nunca pudimos ni pintar una pared, ni comprarnos cacerolas nuevas. Por eso las mismas compañeras me dijeron que fuera delegada y armamos la lista. Dieciocho días antes de las elecciones, voy a trabajar como siempre y resulta que no me dejan entrar, que ya no había lugar para mí.” Lo primero que hizo fue ir a buscar a Raúl, al fin y al cabo él la había entusiasmado. “Y quedamos que al otro día íbamos juntos a la fábrica, con otros tres compañeros –dos santiagueñas y un chaqueño– con los que habíamos tenido una sola reunión. Fuimos, y tuve que entrar por la fuerza, si me iban a despedir que me pagaran.” Nina tomó la fábrica sola. Ocupó el tercer piso sabiendo que en la calle la esperaban sus compañeros. Soportó la presión del sindicato, de la policía y de los patrones, hasta de sus mismas compañeras cercadas por el miedo. “Y gané, me pagaron, ese mismo día me dieron una parte. Fue un paso importantísimo, porque había que ver si yo me plantaba. Y lo hice. Después hicimos otra reunión y ahí se armó el movimiento. El mío fue un primer paso.” Ella cree que el movimiento creció al ritmo de la necesidad de la gente, y porque ellos hablan su mismo idioma, porque la gente sabe que “nadamos bien abajo, con todos ellos”. Haber sido protagonistas de la fundación de la Corriente Clasista y Combativa fue parte de un sueño ya roto. “Es una pena, porque queríamos algo que uniera a los desocupados y a los trabajadores, pero la dirección política del Partido Comunista Revolucionario no dejó que fuera así. ¡Son muy herméticos, te hablan con palabras que después tenés que estar preguntando qué me quiso decir!” Un error que ella jamás cometería, lo mejor que tiene para ofrecer es su experiencia. Y en ese eco se reconocen los compañeros y las compañeras.
¿Yo? ¡La primera dama! No tiene dudas, se imagina perfectamente en la Casa Rosada. Y hasta imagina sus primeros pasos: “Me dedicaría a las mujeres. Nosotras sabemos mejor que nadie cómo rebuscarse, a los hombres les cuesta mucho más resolver. Eso tienen que entender ellas mismas, que nosotras nos las podemos arreglar como sea. Y darles información, más que nada, que sepan cómo cuidarse, cómo educar a los hijos”. Esa es su ilusión para corregir el desencanto de aquella niña que llegó a Buenos Aires fascinada con la manteca y el cine. Ella, que una mañana se levantó “temblando como un animal porque estaba toda sucia”, que no sabía de qué se trataba esa sangre que manchaba su cama, que no sabía a quién preguntar porque temía que su mamá le pegue, sueña con dar información a otras mujeres. No duda en hablar de la sociedad machista todo el tiempo, no duda en dar la batalla dentro de su movimiento, aunque los compañeros crean que hay otras urgencias. Para Nina es todo parte de lo mismo y cuenta con su historia como prueba. “Yo no quería saber nada ni con hijos ni con matrimonio. Pero me fui a vivir con el padre de mis hijos, más que nada empujada porque no tuve la libertad suficiente para poder elegir como a mí me daba la gana. Eso es machismo, te lo puedo confirmar a ciegas.” No quería marido, pero no tenía opción para dejar su casa. No quería tener hijos, pero el marido “me convenció, porque los anticonceptivos me hacían mal y la ginecóloga me habló de los profilácticos. Pero él decía que no le gustaba, qué sé yo. Yo no entendía nada, y al mes de tener relaciones ya me quedé. Y seis meses después me quedé de vuelta”. Seis meses después del segundo parto se separó, pero aprendió a cuidarse. Ahora sueña con que su compañero salga en libertad para poder disfrutar de una luna de miel que se debe desde hace nueve años. Mientras tanto ocupa su lugar en la dirigencia y lo defiende más allá del reemplazo de su compañero. Acepta sus decisiones y las comparte, estuvo de acuerdo en que participara de la Mesa de Diálogo Argentino, “para saber lo que querían, más allá de que nosotros seguiremos en nuestra lucha. Y además para que quedara claro que Raúl Castells es un preso político”. Lo que no le queda claro es por quéno fue convocada ella como dirigente que es: “Y ahí tenés, ahí te queda más claro cómo se manejan. Yo podría haber ido tranquilamente porque conozco todo y sé lo que se puede plantear. Pero lo buscaron a él. Yo también fui, pero como siempre, media tapadita”.