ESPECTACULOS
Lágrimas que no hacen llorar
En el cine, recrear la estética del romanticismo no da
como resultado necesariamente una película romántica.
Si al dirigir Los amantes del siglo el proyecto de la directora Diane Kurys fue recrear la vida de
George Sand con el estilo de su amante Alfred de Musset, lo logró pero llevándolo a la estatura de bodrio.
› Por María Moreno
“Estoy perdido, ves, estoy ahogado, inundado de amor. te quiero, ¡Oh mi carne y mi sangre! ¡Muero de amor, de un amor sin fin, sin nombre, insensato, desesperado, perdido! ¡Eres amada, adorada, idolatrada hasta morir¡ ¡No, no me curaré! No, no trataré de vivir: y prefiero esto; morir queriéndote vale más que vivir!” Esta carta, enviada alguna vez por Alfred de Musset a George Sand podría ser el recitado satírico con que alguien se burlara de esta película de Diane Kurys llamada pomposamente Los amantes del siglo que recrea los amores de la pareja. Una pálida Juliette Binoche
–seguramente menos debido al maquillaje que a su dieta vegetariana– y un igualmente pálido Benoit Magimel hacen respectivamente de Aurore Duval (George Sand) y el joven poeta al que ella llamaba, siempre con signos de admiración ¡Hijo!. Y esa palidez parece la de los retratos de los pintores prerrafaelistas, uno de los cuales solían tomar como modelo a un cadáver. Como para que se evoque inmediatamente a dos muertos de amor. Desde la primera escena ella es ya George Sand, es decir su traje, y está leyendo una de esas declaraciones sobre los derechos de la mujer que el posterior mercado Sand, al alcanzar Internet, adoptará la forma de aforismo del tipo: “La verdad es muy simple, siempre hay que arribar a ella mediante lo complicado” o “en ciertos planos, construimos nuestra propia existencia: en otros soportamos la que nos construyen los demás”. Desde la primera escena, también los amantes ya se aman aunque Alfred de Musset llegue tarde a la lectura en voz alta que ella está haciendo en medio de un salón literario donde se la tratará de puta con un elevado arte de la injuria convenciéndola de que es una no burguesa aunque esté casada con un barón. El se excusará permitiéndole a ella hacer gala de que es una mujer de réplicas: “Nadie notó su ausencia”. El primer beso puede verse a los aproximadamente cinco minutos de proyección luego de que Alfred de Musset –que lleva bucles en forma de resorte, lo que es particularmente incómodo para hacer el amor en carruajes– pareciera estar sacudido por un ataque de epilepsia a tono con la manera con que San Agustín relata el acto sexual. No es que el público no supiera que esos dos fueron amantes, haya asistido o no a la Alianza Francesa, pero el pacto que se le exige es asistir a las vicisitudes de un amor con altoparlantes y presentado contra un fondo iluminado como un cuadro de Turner y que carece tanto de las sabrosas convenciones del folletín como de las últimas novedades eróticas en torno de vidas privadas.
En su película Entre nosotras, Diane Kurys ofrecía, bajo la huella del feminismo de la diferencia, la amistad sensual entre dos mujeres, Lena y Madelaine, una con la traza de la artista libertaria, la otra con la curiosidad burguesa por la “liberación” aún desde dentro de la estructura del matrimonio. La sutileza del vínculo tomaba su aliento de una educación mutua aunque contrastada en sus intercambios y cuya frontera utópica era instaurar, como lo indica el título de la película, una soberanía más allá de los hombres. Tal vez la apuesta de Los hijos del siglo incluya una vuelta de tuerca del cine militante para inscribir una George Sand con la estética a la que ella perteneció: el romanticismo, aunque leerla en esa clave sea un tópico por lo que su obra ha tenido de precursora de estilos posteriores. Tal vez el propósito de Kurys haya sido exponer un emblema de la independencia femenina de una forma totalmente opuesta a la planteadapor El cuarto propio de Virginia Woolf, que era de una radiante abstinencia: un lugar aislado para escribir (al parecer, también del deseo) y quinientas libras anuales de renta.
Aquí la soberanía para una mujer radicaría en no quebrarse en medio de un campo de lucha entre la escritura y lo invivible. Kurys recrea varias veces la escena en que George escribe, infatigablemente su última novela por encargo, tanto en París como en Venecia, en la cama adonde va a aterrizar un Musset drogado, asaltado y embebido amén de vino, de flujos prostibularios. Pero no se trata de cualquier invivible sino un invivible a tono con la época –entre dos revoluciones y con Stendhal y Chopin vivos–, aunque sus figuras retóricas, situadas históricamente por Roland Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso sean desde siempre y para siempre, probablemente incluso para los hijos de la ingeniería genética y de la inseminación artificial entre seres del mismo sexo. El personaje Alfred de Musset es un joven comprometido, al igual que su referente, en la autodestrucción militante con el solo impasse de la vida burguesa que, desde el rapto hasta el casamiento inducido pasando por la intercepción de cartas, le ofrece su familia de sangre. George y Alfred –Kurys pone el acento en ello– oscilan entre la fiebre y la fiebre amorosa. Estando más cerca de la mujer moderna y futura que de la heroína romántica de novio con la muerte, George sale de cualquiera de las dos fiebres hacia la escritura. Musset se acerca a la muerte cuando contrae tifus, luego de estrellarse contra el piso de una iglesia en donde intentaba descubrir un fresco, zamparse todo el contenido de un pastillero de opio y hacer escenas de loco prepineleano (para que escriba es preciso secuestrarlo). ¿Qué hace una mujer vigorosa que no cree en la relación literal entre literatura y vida si, estando en Venecia, su amante le hace eso?: Acostarse con el médico. Digresión: Si Los amantes del siglo es capaz de provocar algún sentimiento es el de –al igual que la Alice de Woody Allen– anular la separación entre ficción y realidad y saltar a la pantalla para quitarle la sangría del brazo a Benoit Magimel (Alfred) y arrancarle la levita con los dientes a Stefano Dionisi (Dr. Pietro Pagello) para ultrajar una admiración y bondad servida en tan bello estuche.
Kurys, en una escena clave donde Alfred detiene los gestos de abrupta pasión (al parecer ideológica) ofrecidos por George para hacerla pasiva de sus caricias, utiliza la lectura que Baudelaire hizo de George Sand: la de una moralista que ejerce una contramoral, la de una libertaria a la que le falta algo. El tópico de que la mujer emancipada es frígida o, si se utilizan términos más modernos, alguien cuya obra ocupa el lugar de su goce, fue siempre un lugar común del que fueron víctimas desde Virginia Woolf hasta Simone de Beauvoir pasando por Anaïs Nin.
La marca feminista retorna en una escena que parece una alegoría de la igualdad entre los sexos: antes de ser amantes George y Alfred pasan la noche juntos leyéndose sus obras uno al otro, aunque resulta capcioso el hecho de que amanezcan profundamente dormidos.
Diane Kurys quizás haya querido, a través de Los hijos del siglo, prenderse al éxito de El piano donde Jane Campion infiltró gran variedad de claves ideológicas de los debates entre los feminismos en un producto para el gran público. Carísima en todos sus aspectos de realización, energúmena en la recreación de vestuarios e interiores, Los hijos del siglo es pobre en los textos que a menudo bordean los de los libros de lectura escolar o de las biografías adaptadas para el lector masivo. Es preciso que el público sepa cuál es Delacroix, cuál George Planche, cuál Jules Nadeau –así que se los nombra– y que eso que es devuelto como señal de ruptura es un Fragonard –así que se lo muestra–. Tal vez en Francia esta película se dé en los colegios secundarios, lo cual es muy peligroso para las niñas. Aunque quizá no: ellas ya saben que para ser una mujer emancipada es necesario tanto llorar como hacer llorar.