CAPRICHOS
Después de los recetarios de Doña Petrona y de Doña Lola, con fórmulas didácticas y sin un gramo de humor o de sensualidad sibarita, llegaron por fin los libros de cocina divertidos y apasionados como el Diccionario del amante de la cocina, de Alain Ducasse. Un texto erudito, juguetón, desprejuiciado sobre los temas relativos al arte culinario que calientan al autor.
Entre las buenas maneras
de escribir un diccionario gastronómico, el superchef francés
Alain Ducasse eligió la amorosidad, el enamoramiento, actitud que le
dio la libertad de no hacer una obra enciclopédica pero sí apasionada
y muy personal, en la que las lectoras (y los lectores) no encontrarán
por ejemplo otras frutas que el limón, el higo y el tomate.
Sí, en cambio, páginas deliciosamente consagradas a olores y perfumes,
al diseño de utensilios y a la gourmandise (la golosidad, que AD extiende
a todas las áreas de la vida).
En la letra Q sólo figura el queso, es decir, el elogio del queso, de
fabricación artesanal, claro: De todos los manjares preparados
por la mano del hombre, como el pan y otras masas, de todo lo que la naturaleza
no propone tal como nos lo comemos, los quesos son sin duda los que evocan de
manera más fiel los paisajes, las laderas pedregosas, los pastos alpinos
o las praderas húmedas donde pacen las vacas, las cabras, las ovejas.
Ducasse, como es natural, adora los quesos franceses (un banon de Provenza,
una tomme de los Pirineos, un brie de Meaux, un cantal de Aubrac) y exalta el
deleite de la pieza única, minuciosamente elegida: Un queso de
cabra no demasiado seco, a temperatura ambiente, regado con un chorrito de aceite
de oliva, espolvoreado con pimienta recién machacada y una pizca de sal
de Guérande. Más cerca de Italia está su ensalada
de medallones de langosta, tallos de lechuga romana baby crujientes y trufas
blancas de verano... ¿Ya se les empezó a hacer agua la boca? Es
que como decía Roland Barthes refieriéndose a la Fisiología
del Gusto: Brillat-Savarin habla y yo deseo aquello de lo que habla...
El enunciado gastronómico moviliza un deseo... Deseo no sólo
de comer, también de aspirar un perfume, mirar una forma o un brillo
o un color, tocar una textura...
Dictionaire amoureux de la cuisine llamó Alain Ducasse a este libro tan
disfrutable que acaba de ser editado por Paidós bajo el título
de Diccionario del amante de la cocina en una traducción de Joseph M.
Pinto, de neto acento español (ya saben: patata quiere decir papa; nata,
crema; judías verdes, chauchas...) pero de gran fluidez, bien escrita.
Un libro para gente a la que le gusta de verdad hacer compras en los lugares
apropiados según el producto, cocinar, comer, incluso leer recetas aunque
algunas nunca lleguen a prepararlas como si se tratara de apasionantes
novelas, en las que en vez de paisajes, personajes y situaciones hay frutas
y hortalizas (es la influencia del diccionario: léase verduras), carnes
rojas y pescados, pastas y arroces, hierbas y especias que se pueden combinar
y casar crudos o cocidos en matrimonios felices y fugaces. Este Diccionario
del amante de la cocina encantará a las amantes de estos placeres tan
cultivados en el país de Antonin Carême, Anthelme Brillat-Savarin,
Auguste Escoffier, Grimod de Reynière, Alejandro Dumas (cuyo Gran Diccionario
de la Cocina, erudito, entusiasta hasta el paroxismo y tachonado de recetas,
acaso haya inspirado en parte a Ducasse, obviamente un hijo de la nouvelle
cuisine, como lo llama Ferran Adriá en el prólogo).
Fred Astaire entre ollas
Francés hasta la médula, pero no chovinista, Alain Ducasse
se congratula de que en la cocina se haya producido una renovación que
conserva la huella de su origen: Me gusta reconocer de dónde viene
un plato, pero no me gusta la fusión que rima con confusión. No
confundo los estilos: los sumo, los colecciono, los acumulo, los yuxtapongo,
los trabajo. A este chef internacional, que reparte sus manjares en restaurantes
de París, Nueva York y Montecarlo, le complace la revolución que
se ha dado en la gastronomía en nivel mundial, cada vez con más
altas exigencias en la calidad de los productos y la realización de los
platos. En tres palabras, la democratización del lujo. Aunque
acepta que por un lado seguirá reinando la alta gastronomía, muy
cara, inevitablemente elitista que, sin embargo, no desmerecerá a la
cocina accesible, sabrosa, equilibrada que proveerá placeres a través
de sabores recuperados de platos o de descubrimientos incitantes. Para sí
mismo como cocinero, Ducasse se reserva un ideal vinculado con la danza: Mire
bailar a Fred Astaire: encarna la naturalidad, la elegancia, el virtuosismo
reunidos. Esa naturalidad es fruto de un entrenamiento titánico,
como el de todo bailarín profesional. Pero en la pantalla o el escenario,
los movimientos son fluidos, fáciles, dominados. La simplicidad es la
expresión aparente más difícil de la sofisticación.
Me gustaría ser el Fred Astaire de la gastronomía, anota
este señor que se confiesa goloso, bulímico a veces, que quiere
probarlo todo. Gracias a esta insaciable curiosidad ha vivido puros momentos
de gourmandise que no puede ser un pecado, ni siquiera venial, aunque
se asocie con la gula como esa tarteleta tibia de chocolate negro
con avellanas del Piamonte que crujían bajo los dientes, mientras que
la mousse envolvía mis papilas y una fina pasta sableé se desmenuzaba
sobre la lengua...
El credo personal de Ducasse armoniza siempre lo rústico y lo refinado,
cuyas fronteras no siempre se pueden delimitar: arvejas (guisantes) dulces y
crujientes, tiernas zanahorias, incomparables vieiras de las costas normandas,
higos rebosantes de azúcar: ¿Acaso no nos encontramos plenamente
en el universo del refinamiento?. El autor del Diccionario del amante
de la cocina reivindica sus orígenes campesinos. Entonces, para acompañar
unos espárragos verdes elige jugo de carne asada como el que le servía
su abuela: Nunca sacrificaré el contacto de la cocina campesina
auténtica por la pura sofisticación, el amaneramiento, a menudo
de mal gusto en todos los sentidos... Por lo demás, la rusticidad no
excluye la nobleza (!). Me gusta partir de una receta rural para extrapolar
refinamiento, es decir una nueva lectura de la preparación.
Para un enamorado de la cocina y el comer como AD, el olfato juega un rol protagónico
y vital: No puedo entrar en un jardín de hierbas sin arrodillarme
junto a un cantero, tomar entre mis dedos un tallo, una hoja, unas semillas
y frotarlas, aplastarlas para que suelten aquello que constituye su carácter
y su valor, con los ojos cerrados, la emoción está ahí:
el vigor de la salvia, la suavidad de la lavanda, la sutilidad de la ajedrea.
Sin embargo, existen alimentos que no tienen olor antes de ser procesados por
la cocción, como el azúcar que desprende un aroma riquísimo
cuando se convierte en caramelo dorado, o el grano de café, tan estimulante
cuando se lo tuesta y muele. Además, los perfumes permanecen en la memoria
tanto o más que los sabores, tienen un enorme poder evocador: Podríamos
reconstruir nuestra vida a través de los olores.
Una excelsa trinidad
Entre los temas elegidos por Alain Ducasse figura un trío esencial
que a veces se liga en armonioso ménage à trois (o à quatre,
si se le suma el ajo): el aceite de oliva, el pan y el tomate. Del primero,
dice que es su herramienta culinaria más hermosa, la firma de su cocina.
Así, de frente march: Si tuviese que resumir mi cocina en un solo
gusto, sería el sutil y perfumado aceite de oliva extra virgen.
Que no es uno solo, desde luego, porque existen incontables variedades que reflejan
regiones, modos de elaboración, años a veces excepcionales: Los
hay suaves e intensos, delicados y ardientes, picantes y amargos, dulces y frutados.
Con sabores a almendra, heno, manzana, alcachofa (alcaucil), hierbas o cítricos.
De un verde profundo o con reflejos dorados, límpidos o ligeramente turbios,
color de jade o de sol. Y cada uno de ellos tiene su empleo, su destino.
En cuanto al pan, a Ducasse le encanta en todas sus formas, colores, olores,
y sabores: la baguette francesa, el pumpernick, el alemán negro y compacto,
el man to (pancito chico de trigo muy blanco cocido al vapor), la ciabatta italiana
de gruesa corteza dorada y miga bien tierna; el soda bread irlandés perfumado
de alcaravea... Imprescindible en la cocina francesa, el pan tostado se remoja
en la soupe à lóignon, se moja en las salsas, acompaña
los quesos y las ensaladas. En fin, que Alain no se puede imaginar un mundo
sin pan, sin ese gesto de romper una hogaza, escuchar el crujido, hundir la
nariz en la miga, desmenuzarlo. Es uno de los inventos más geniales
del espíritu humano, proclama antes de regodearse con sus aplicaciones:
la fougasse con tocino de campo aliada a un lechón, la bague-tte chica
con aceitunas para realzar perdices, los panes de centeno y nueces junto al
queso, la feuillantine de harina de maíz en forma de abanico fusionándose
con los pescados, los grisines de parmesano enrollados con finas lonchas de
jamón crudo. O, simplemente un pancito pimentado con tomate confitado.
Ah, el tomate. Alain Ducasse muere por él, sobre todo si se trata de
un tomate madurado en la planta en verano, recién recogido del huerto,
aún tibio por el sol. El cocinero lo parte en dos y lo espolvorea con
una sospecha de sal marina antes de darle grandes mordiscos voluptuosos. Dulce
y ácido a la vez, el tomate reclama los sabores hermanados del aceite
de oliva y la albahaca. Sin embargo, este fruto vale tanto por sí mismo
que Ducasse inventó una ensalada redundante: de tomate con una vinagreta
alargada con jugo de tomate... Aunque también lo recomienda en sopas,
ratatouilles, confituras, coulis. Y por supuesto, escoltando las pastas mediante
distintas preparaciones.
La exquisita rusticidad
Al parecer originarias de la China, las pastas alcanzaron esplendor y plenitud
en Italia. Ducasse se confiesa incondicional de la pasta seca de sémola
de grano duro, la cual se ofrece en mil diseños para nada caprichosos,
puesto que la forma modifica las sensaciones de la boca: así, las conchiglie
(grandes conchas) reciben gustosas las salsas consistentes; los fusilli combinan
gloriosamente con los productos de huerta, mientras que las farfalle aletean
deliciosamente con crema o ricota; a las pappardelle, esas cintas muy anchas,
les va la caza, particularmente el civet de liebre. En tanto que las trenette
exigen el pesto de Génova. Por su lado, los populares spaghetti quedan
geniales con esa mezcla que, se dice, creó Fellini: aglio, olio e peperoncino...
Obviamente, el parmesano se suma gozosamente a las pastas con salsa de tomate,
ajo, cebolla, siempre que no lleven pescados o mariscos.
La modesta y generosa papa se deja hacer de todo, o casi. Y puede ser bastante
más que la simple y tradicional guarnición cocida al vapor aderezada
con oliva y acompaña un pescado a la gallega, espolvoreada con buen pimentón.
La papa es primera figura en tortillas, ensaladas, croquetas, soufflés,
ñoquis. Y tiene cartel francés bajo la forma de puré, bastones
o rodajas fritos, dorada al horno con romero. Ducasse elogia variedades que
nos gustaría probar: la Mona Lisa, la Belle de Fontenay, la pequeña
Bonnette de Voirmoutier, por la que siento una ternura particular.
La papa es ecuménica: le gusta tanto el oliva como la manteca y la grasa
de oca. Después de recorrer algunas aplicaciones sofisticadas, AD propone
una receta al alcance de todas: al hervir las papas con cáscara en agua
salada, agregar cabezas de ajo y échalotes partidos en dos, tomillo,
laurel, tallos de perejil y briznas de perifollo.
Para cerrar este bouquet de primores tomados del Diccionario del amante de la
cocina tenemos el limón. El impagable barato limón, con los perfumes
de su piel y de su jugo, esa acidez vivificante que levanta y complementa el
sabor de los fritos, los pescados, el caviar de berenjenas, el humus, las marinadas,
el cordero, el pollo. Y que asimismo pone su carácter inconfundible a
postres diversos. Ahora mismo, en pleno verano, podemos usar el limón
en refrescantes sorbetes, mazagrán (café liviano frío con
hielo, azúcar y jugo y cáscara de limón), clericós
de vino blanco. Desde ya, no cualquier limón sirve a los fines deleitosos
de AD: él prefiere los perfumadísimos de Sicilia y también
los dulzones de Amalfi. Quizá porque no conoce esos verdes limoncitos
sutiles que venden nuestras peruanas y bolivianas.
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