Vie 21.01.2005
las12

SALUD

hartas, cansadas, agobiadas, exhaustas, destruidas, ¡agotadas!

Esa plasticidad tan femenina para mantener girando la rueda de la vida a fuerza de hacerse cargo de lo que les toca –su trabajo, su cuerpo, su casa– y lo que también les toca, pero de rebote –las necesidades de los hijos, pareja, suegras, madres, parientes, amigos y la lista sigue– puede trocar en desesperación. O en el “síndrome de agotamiento femenino” que describe, desde una perspectiva de género, esa sensación que el vulgo describe como ¡no doy más!

› Por Sonia Tessa

Mientras cocina la cena, deja semipreparado el almuerzo familiar para el día siguiente, cuando ella estará en la oficina. En el instante, no se olvida de poner la ropa en el lavarropas, sin equivocarse en el programa o la cantidad de jabón. Al mismo tiempo, repasa mentalmente la presentación del otro día ante el jefe o el informe que tiene que escribir y la interrumpe algún que otro “mamá, ayúdame con la tarea de la escuela”. La propia mamá, o la suegra, o las dos, la llaman por teléfono para pedirle que las acompañe al médico. Planifica levantarse una hora antes, seguramente de madrugada, para cumplir con todo.
Siempre está haciendo cuatro o cinco cosas a la vez, al punto de que le resulta natural esa multiplicidad que la convierte en una malabarista. Y si sus reacciones son destempladas, enseguida alguien dice: “Dejala, no le hagas caso, está alterada”. Alterada, dicen, pero casi nunca le dan lugar al agotamiento. “Está agotada” significaría ver que hay un plus de energía puesto en complacer a los demás. No es un caso aislado, sino que describe una escena cotidiana para muchas mujeres. Son candidatas a sufrir el “síndrome de agotamiento femenino”, una enfermedad silenciosa, escondida, cuyos síntomas y signos muchas veces se les escapan a las mismas pacientes, acostumbradas a no darles lugar a sus propias necesidades.
No es fácil encontrar mujeres que hablen de su agotamiento. Apenas se plantea el tema de la nota, muchas advierten: “Es lo que me pasa a mí” o “vas a escribir una nota sobre mí”, pero a la hora de poner en palabras ese malestar, priman los sentimientos de vergüenza. Es que para ellas, el cansancio es algo íntimo. Quieren demostrarse y demostrar que pueden con todo.
“Me levanto temprano. En épocas de clase, no más allá de las 6, y más temprano cuando mi hija mayor hace doble turno en la escuela. Desayuno, me baño, leo el diario y enseguida levanto a los chicos. Cuando ellos se van para el colegio, organizo mi casa y me voy a trabajar”, relata su rutina Gabriela, profesional de treinta y pico, separada y con dos hijos. Su trabajo implica actividades fuera de horario, que resuelve –siempre ella- dejando a los chicos con las abuelas, vecinos o amigas. ¿Tu ex marido?, es la pregunta. Y ella sólo responde con un gesto burlón, aunque luego comienza a justificarlo con que “tiene horarios de trabajo muy particulares”. Para ella, la cuestión pasa por “bajar los decibeles”, aunque por supuesto se echa la culpa por la situación. “Creo, realmente, que soy yo la que no puedo...”, afirma.
Cuando el agotamiento avanza, las mujeres que lo sufren tienden a modificar sus relaciones con los otros, de los que se hacen cargo y que les pesan. “Es muy difícil mantener una relación afectuosa y contenedora con mi marido y mis hijos cuando tengo que trabajar tantas horas adentro y afuera de casa. Me gustaría tener más ayuda, pero la verdad es que todo pasa por mí. El dinero, porque mi marido tiene trabajo sólo a veces, la organización de la casa... Es difícil, porque a la noche sólo quiero dormir, estoy de mal humor, no quiero hablar con nadie”, afirmó Mary, una cincuentona que para la olla de su familia limpiando casas.
A partir del malestar que recogieron de sus pacientes en la práctica clínica, tres psicólogas rosarinas tipificaron el síndrome. O mejor dicho, recuperaron una investigación de psiquiatras estadounidenses y le dieron un enfoque de género. Aclaran que “no todas las mujeres son candidatas al agotamiento”, aunque también señalan los mandatos sociales que pesan sobre ellas, y la internalización de esos mandatos por cada una, como las causas de un cuadro de agotamiento que, si se deja avanzar, produce cuadros graves como despersonalización y depresión. Gabriela Bianchi, Mariela Apud y María Alejandra Luvatti son las profesionales que desde el año pasado organizan los talleres Mujeres alteradas, mujeres agotadas.
“El agotamiento es un desgaste de energía que hace que la mujer quede sin resto para sí misma”, definen las especialistas. En la base del agotamiento está la dificultad para defender lo propio. “Es la extenuación nacida de las exigencias excesivas que pueden ser autoimpuestas, o venir impuestas externamente por parte de familiares, trabajos, amigos, amantes, sistema de valores, sistemas económicos o por la sociedad; que reducen la propia energía, minimizando los mecanismos que se usan normalmente para hacer frente a las situaciones y los recursos internos”, es la definición de este síndrome, al que toman muy en serio aunque describen con una buena cuota de humor.

Cuando una mujer se siente agotada le faltan los recursos. Las explicaciones que los otros encuentran van de lo ofensivo a la carencia de registros del exceso de responsabilidad que esa mujer asume. “Está mal cogida”, es la más ofensiva de las descripciones que enseguida esgrimen compañeros de trabajo, amigos y parientes, tan extendida que vale la pena consignarla. “Se estará por indisponer”, es otro argumento. “Le falta sueño, tendría que dormir más”, acota alguien. Ella no acierta a encontrar la razón de su malestar. Sabe que está cansada, pero cómo no estarlo. Quiere ser competente y competitiva en el trabajo, no puede permitirse descuidar la casa, porque es su responsabilidad aun cuando tenga quién “la ayude”. Vela por el bienestar de todos los que la rodean. Los instrumentos que la malabarista mantiene en el aire rara vez son sus propias necesidades, y siempre las ajenas. “No sé qué me pasa, no me alcanza la energía”, dice, convencida de que le falta sueño, capacidad personal, organización, vitaminas. Mientras tanto, sigue barajando la exigencia de demostrar su capacidad laboral, la organización doméstica, el cuidado de toda su familia, muchas veces extendida. “Dejá que yo lo hago, total no me cuesta nada”, es una frase que aparece con demasiada facilidad en su boca. Aunque desearía con toda el alma que alguien le diga a ella lo mismo, es incapaz de pedirlo, y si la ayudan, piensa que están poniendo en duda su capacidad.
Entonces, se exige más (uf!) porque piensa que no está a la altura de las circunstancias, y busca estrategias para subsanarlo. Se siente filtrada, harta, desganada y hasta aquellas actividades que antes le proporcionaban placer ahora le resultan una carga. “Tengo que ir al cine con mis amigas”, dice como si fuera una obligación. Y entre las cosas que debe hacer, justo será ésa –la de las amigas, el cine, la caminata, la depilación– la primera que postergue. Está tan cansada que ni siquiera unas buenas vacaciones la recuperan (¡todo el día con los chicos!). Sigue pensando en mejorar su rendimiento. Siente que tiene que poder cumplir con las expectativas propias y ajenas, seguir sosteniendo el andamiaje que hace funcionar todo su entorno. Sin quejarse, eso no (¿cómo?, ¿no era por amor?), aunque tenga que forzar la máquina un poco más. Lee en esos signos y síntomas una falla, un renuncio, una incapacidad. ¿Le suena? Si todas ola mayor parte de esas cosas le pasan, es candidata a agotarse o ya está agotada.
Mujeres que no se conforman, que siempre van por más son las candidatas privilegiadas de este síndrome. “Se esfuerzan por lograr cosas, tienen objetivos, mantienen elevadas expectativas sobre sí mismas y el mundo que las rodea”, describen las psicólogas a las que suelen agotarse. “No se contentan con dejar las cosas como están, persiguen un ideal. Tienen gran determinación, inteligencia y recursos. El proceso de agotamiento se instala firmemente en el momento en que la resistencia se ve como única alternativa para lograr o mantener los objetivos”, postulan.
“No creo que yo vaya por más –se niega Gabriela–. Al contrario, siempre me siento con déficit. Siempre estoy pensando en algún emprendimiento para hacer algo mejor.” Pero su letanía se repite: “Tendría que bajar los decibeles. Soy consciente de que tengo que reducir el nivel de actividad pero no lo hago. Me cuesta mucho priorizar. Son dos planos diferentes, mi vida laboral y la familia, pero me cuesta encontrar la delgada línea para separar y ver qué quiero hacer”. Gabriela sabe que siempre está “al límite” y reconoce que lo primero que resigna son los espacios propios y el tiempo libre. ¿Alguna vez se da un gusto como una sesión de masajes? La respuesta es una carcajada sonora. “No, me pinto porque soy muy ojerosa, pero no voy al gimnasio, lo relego, pese a que mi hija de 13 años me propone que encaremos actividades juntas, y el deporte podría ser un espacio compartido”, relata.
Antes del colapso, la primera sugerencia sería darle lugar al malestar. Saber que es una enfermedad ayuda a no sentirse tan sola o incapaz de cumplir sus objetivos. “Cada tanto tengo anemia, y sé que no es una cuestión puramente orgánica. La última vez que fui a la endocrinóloga le conté que me sentía extenuada. Me preguntó cómo era mi rutina y cuando se la relaté, me contestó que era lógico que me sintiera así, que tenía que parar. Pero no puedo”, remite una vez más a una falta propia Gabriela.
“No es que sólo las mujeres puedan agotarse, pero sí que hay particularidades en el posicionamiento de la mujer respecto de las corridas cotidianas, las relaciones familiares, las necesidades de los otros, donde aparece una cuestión de género que atraviesa y antecede a la aparición del agotamiento”, explicó Apud, la más conversadora de las tres profesionales que hacen el taller. ¿De qué se trata la diferencia con los hombres? De lo natural que resulta para ellos decir que no, aceptar que no pueden ir al acto escolar de su hijo si están trabajando y no sentirse culpables, o ejercer su deseo de disfrutar de un partido de fútbol con amigos. Para ellos, basta con “ayudar” en las tareas domésticas, y la responsabilidad compartida es –en el mejor de los casos– una consigna que se deja fácilmente de lado por los intereses propios.

Lo primero que señalan las profesionales es que las mujeres “hacen una lectura descalificatoria de los signos y síntomas de agotamiento”. Para Luvatti, “aparece algo de la carencia, que puede ser de hormonas, de sexo, de sueño. Lo que no se puede ver es el exceso. Las mujeres, cuando están agotadas, se reprochan no estar a la altura de las circunstancias, no poder con todo”. Para prevenirlo, proponen estar atenta a los signos de agotamiento. Si aparece el cansancio, la dificultad para relajarse, para darse tiempo para divertirse, hay que prender una luz amarilla. También si se buscan alternativas para aumentar la resistencia y hacerse “más fuerte”.
Uno de los síntomas más frecuentes es “desear ayuda, pero no saber cómo pedirla o sentirse incómoda al recibirla”. Otra marca de identidad delagotamiento –y que tiene tanto que ver con los mandatos sociales– es “priorizar las necesidades o el sufrimiento ajeno sobre los propios”. Las mujeres que están agotadas suelen sentirse “insustituibles, considerar que las demandas y las responsabilidades son todas impostergables e indelegables”. También aparecen “la irritabilidad, el aislamiento, la dificultad para relacionarse con los otros”. Las psicólogas advierten que estos síntomas son algunas de las alertas a las que se debe prestar atención.
¿Hay alguna edad para el agotamiento? “En general, las más jóvenes son mujeres que han asumido algún rol”, explicó Bianchi. Que formaron pareja, se casaron, comenzaron a trabajar. Las hay sobreocupadas, con mucho trabajo y la responsabilidad de los hijos. Pero no es requisito indispensable tener hijos. También sufren esta enfermedad mujeres divorciadas. Algunas, incluso, volvieron a la casa de sus padres y tienen que encontrar su lugar propio en medio de reglas que ya no son las suyas. Entre los casos que las psicólogas atendieron, también encontraron mujeres cuyos hijos ya crecieron, pero que ahora deben hacerse cargo de sus padres, enfermos o ancianos. Es el caso de Mónica, de 56 años. Su marido no trabaja, y su hijo, de 23, consiguió un empleo hace poco tiempo. “Pero ahora ya no rinde como antes en el estudio”, se culpa. También mantiene a su madre, de 90 años, cuidada por dos mujeres. Y los fines de semana se ocupa personalmente de ella. En una de las tardes de calor agobiante, se puso a encerar el piso, porque no soporta verlo sucio. “No doy más, estoy cansada”, es una frase obvia que suele descolgarse de su boca.

Las hay, hay algunas que son felices con lo que hacen, aunque les gustaría tener más espacio para sí mismas. Como Susana, funcionaria municipal, militante socialista y feminista, que no resignaría ni un ápice de tiempo de militancia o de estar con su hijo pequeño. “Lo que relego tiene que ver con el ocio y el cuidado personal. Me ocupo de la salud de toda la familia, pero dejo en último plano la mía. En realidad, lo bueno es que tengo amigas que vienen a mi casa y se bancan mi realidad, si no no podría tener amigas. Para mí es muy placentero cuando encuentro el espacio para compartir actividades de militancia”, asevera. Esa es la cuestión. “No se trata de resignar lugares como el cuidado de los hijos o la vocación, de lo que se trata es de asignar prioridades y compartir responsabilidades”, afirmó Bianchi. La pregunta que plantean las psicólogas es: “¿qué pasa cuando una deja la adicción de atender al otro?” Allí aparecen los cambios, que “traen sus dificultades, como cualquier corrimiento”. Se trata de “elegir entre dos dificultades la que una realmente quiere, en busca de mayores beneficios a largo plazo”. La propuesta es prestar más atención a las propias necesidades, para dejar de correr como una bombera voluntaria ante las demandas de los demás. El objetivo que plantean las profesionales es comenzar un camino que desande el agotamiento para encontrar que se puede vivir sin intentar tapar todos los agujeros. Claro que habrá una renuncia, pero la sensación de agobio, de cansancio infinito, irá cediendo, hasta desaparecer.

Una cosa por vez

El taller Mujeres alteradas, mujeres agotadas, que las psicólogas Mariela Apud, Gabriela Bianchi y María Alejandra Luvatti realizaron tres veces en Rosario, y repetirá este año, comienza con una charla más teórica, donde las tres profesionales brindan algunos lineamientos para entender el síndrome y plantean la necesidad de cambiar de posición. El puntapié de esa charla es un texto humorístico que describe los múltiples roles que una mujer va cubriendo a lo largo de su vida. “Quiero ocupar uno y sólo un lugar en el mundo”, afirma el final del texto. “Algunas mujeres queremos cumplir múltiples roles, que muchas veces se contraponen. Ser trabajadora competente y competitiva, seductora top model, amante sexy, madre abnegada son funciones que no se llevan muy bien, pero queremos cumplirlas a todas”, considera Bianchi en esa lectura.
La actividad propuesta por las profesionales durante ese primer encuentro apunta, en primer lugar, a pensar en el placer de hacer cosas por una misma, perdido en la avalancha de responsabilidades y demandas. Pero escapa a la pura teoría, y lo pone en acto con un juego que se llama “cuánto hace”.
Las participantes tienen un recipiente con muchos papelitos que completan la frase y deben elegir los que las identifican. Mientras tanto, se toman un café y conversan con sus compañeras de mesa. Encuentran coincidencias y también tienen algunos papeles en blanco, para escribir sus propias postergaciones.
“Cuánto hace que no me quedo en la cama pasado el mediodía”, “que no leo el libro que quiero leer”, “que no me siento a mirar una película”, “que no salgo sólo a pasear”, “que no me doy un baño de inmersión”, “que me prometo empezar el gimnasio”, “que no soy feliz”, son algunas de las decenas de frases que seguro identifican a alguna de las participantes. Las participantes agregan sus propios cuánto hace: “Cuánto hace que no me baño con la puerta cerrada”, dijo la madre de dos niños pequeños. Otra apuntó: “Cuánto hace que no puedo salir sin hacer un juego de encastre para garantizar el cuidado de mis hijos”.
La propuesta de las psicólogas que realizan el taller dista de convocar a la queja, o al pesimismo de lo inmodificable. Saben que el agotamiento tiene que ver con la subjetividad, y proponen cambiar de posición. Aunque buena parte de las intervenciones de las que concurren se va en quejas contra los hombres, ellas aclaran que “esto no se trata de hombres contra mujeres, sino de un posicionamiento en el que están los dos atravesados”. Pero es inevitable que las participantes evidencien las diferencias como una queja frente a los hombres, que por historia y formación priorizan lo propio como una necesidad. “Cuando un hombre limpia el baño, considera que hizo un montón, que ayudó en la casa. Es como una hazaña, mientras nosotras asumimos todas las actividades de la casa”, planteó una de ellas.
Después de la charla inicial, las psicólogas plantean una serie de tres talleres, dedicados a trabajar la autoestima y la relación con los otros. Se trata de desandar el camino que las llevó a la situación de agotamiento. Los tres talleres se llaman Necesidades, Cegándose y La Peor Compañía. El trabajo por realizar será subjetivo, y cada una encontrará el camino propio, pero en estos encuentros se plantea comenzar a pensar en otra forma de vivir.

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