(CUANDO LOS CAMBIOS DE LA LETRA TRANSFORMAN ASOMBROSAMENTE GEOGRAFíAS MORALES)
› Por María Moreno
O los vecinos de Palermo cambiaron o no son los mismos vecinos. Porque ahora dicen que por Godoy Cruz y Costa Rica se está desarrollando el síndrome del nido vacío. “El colorido espectáculo”, como llama un diario a las travestis, se ha trasladado al Rosedal y ahora resulta que se las llora en esas bocas de lobo que ellas alegraban con su presencia y, sobre todo, con un ruido y unas luces que el imaginario popular asocia a prueba de robos. ¿Es que la convivencia ha limado asperezas? ¿Palermo sensible se ha sensibilizado y ha dejado de velar por los ojos de sus niños? ¿Un oportuno pragmatismo ha terminado por aceptar que éstos vean en la calle lo que acostumbran mirar por televisión? ¿Florencia de la V ha podido más que Vecinos por la Convivencia? ¿O más bien las travestis formaban parte de la oferta habitual al turista desprendido? ¿O se piensa más canallamente que si ellas espantaban a los chorros era porque entre lúmpenes se arreglan?
En el Rosedal, los corredores nocturnos, se sienten respaldados y hasta aceptan los piropos de las bienvenidas. De evocar en los reacios, imágenes de lujuria y procacidad, las chicas han pasado a evocar la de ángeles tetones que impiden el delito, la de girls scout à la purpurina y “colorido espectáculo”, como si fueran acuarelas de la protección pública. Los viejos verdes de Adidas se miden las pulsaciones del corazón aunque no hayan dado un paso todavía. Los metrosexuales en shorts pronto pedirán asesoramiento estético. Y hasta algún vecino de Palermo tal vez suspire con alivio, no porque ya cumplió con la vuelta de 45 minutos sino porque las “escandalosas” ya no están en la puerta de su casa. Las chicas, ¿tendrían que agradecer? ¿Es que se han vuelto para todo público?
La política prende fuego. La hoguera en que ardieron el Reichstag y la Cotton Textil Factory, las iglesias del primer peronismo y las obras completas de Freud dejan sus cenizas históricas para la interpretación, lejos de la metáfora pueril del infierno. Hoy los fantasmas populares, alentados por las narraciones de la prensa, asocian el agua (tsunami) y el fuego (Cromañón) a la inseguridad. Quedan la tierra y el aire, no como una pertenencia en los horóscopos sino como una combinatoria segura. La tierra sería esa materia firme que permite huir del peligro más allá de los doscientos metros fijados por el pudor del Código de Contravenciones para la oferta de sexo seguro o inseguro. Pero tierra+aire=intemperie, una palabra que ahora ha cambiado de signo y hoy coincide con “el aire libre”. La intemperie del secuestro express y del gatillo fácil, del asalto en el cajero o ante la cochera del auto, de la comida en la basura o mejor dicho de la basura como comida, hoy es el aire libre donde la toxina inflamable se vuelve inofensiva por la velocidad de las piernas y la contraofensiva del cielo abierto, donde los pulmones pueden recuperarse. Pero para las exiliadas de Palermo, el aire libre sigue siendo intemperie.
En diciembre de 2001, la líder Lohana Berkins señalaba que mientras la clase media salía a la calle, las travestis seguían sin espacio privado: “La calle es nuestro lugar de realización, de aceptación, de diversión y de detención. El modo en que las travestis hoy estamos en la calle es circunstancial. Porque pronto la gran mayoría va a volver al espacio privado, que además van a seguir defendiendo –la famosa seguridad–, mientras que nosotras quedaremos en el espacio público”.
Por razones profesionales, las travestis, corridas hoy al Rosedal, no pueden esconder sus encantos bajo el sobretodo de pelo de camello, el chalde croché o las gorras de pompón –esos atributos del abrigo burgués–. Tampoco pueden ahorrar para el tapado de piel, con la clientela espantada como está ante la presencia de la policía que ahora reemplaza el patrullero por vehículos de elegante sport o con el block y la lapicera de las actas. Entonces palpitan un invierno de fogatas y pavas compartidas. El Código les ha dejado un único elemento al que pueden acercarse a menos de doscientos metros: los eucaliptos. Qué peligro para las carnes inflamables, más porque todo lo que brilla suele contener nylon. Y sobre todo, qué caradurismo que ahora se las extrañe o se les dé la bienvenida, no a la ciudadanía, sino como nodrizas involuntarias o serenas gratis. En el caso de que ese nuevo papel de las travestis sea aceptado activamente por ellas, ¿por qué no retribuírselo? Menos policía y más travestis quizá sea una combinación imaginativa para una Buenos Aires segura. Y, de realizar este servicio, más allá del sexual, debería facilitárseles a las chicas el camino a la ciudadanía plena. Hasta que alcancen el rango de comunidad respetable. Entonces ellas deberían tener el derecho de decidir un código de contravenciones adonde se prohíba que templos, viviendas y escuelas –esos inseguros lugares del incendio, el robo y el crimen– estén a menos de doscientos metros de las paradas de las travestis –esa isla en medio del naufragio, ese oasis en el desierto, esa “casa” que se busca cuando se juega a la mancha.
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