› Por Marta Dillon
Por segunda vez, hoy Romina Tejerina estará sentada en el banquillo de los acusados. No es posible adivinar, un día antes de que todo empiece –es miércoles mientras escribo– por qué carriles andarán los testimonios, las preguntas, las sospechas, las condenas que de hecho han ido fraguando como cadenas en estos años que la joven lleva presa. Su historia podría haber sido estudiada en los manuales de Derecho como un caso, una serie de hechos reales que se ajustan exactamente a las descripciones del infanticidio, sus razones, sus atenuantes. En Fornicar y matar, el provocativo libro de Laura Klein, ya citado en esta misma página pero ineludible por la forma en que mete la letra en la llaga de los debates que tienen al cuerpo de las mujeres en primer plano, la autora describe al infanticidio como el último eslabón, ya perdido, que ligaba sexo y maternidad con los crímenes contra la vida cometidos por las mujeres. ¿Por qué? Sencillamente porque si hasta 1995 esta figura preveía penas menores para las mujeres que mataran a sus hijos durante el período puerperal era porque su “honra” valía más que un ser que ni siquiera había amanecido a la conciencia. Ricardo Núñez, penalista, lo explicaba así: “La madre obra con esa finalidad cuando, de buena fe, mata al hijo para evitar la mancha que caería sobre ella a raíz de su falta sexual. La buena fe de la madre presupone su creencia en la eficacia del medio empleado para evitar su pública deshonra (...) Si la relación sexual o la preñez o el parto no han trascendido, será difícil negar la causa de honor invocada por la madre”.
Es como una herida leer las palabras del penalista después de tantos años de reivindicación de la libertad sexual de las mujeres. No es menos doloroso escuchar a Romina Tejerina, con su voz infantil y su pelo lacio cayendo sobre la cara, contar cómo usaba su padre la palabra puta para referirse a ella y a sus hermanas sólo porque querían salir en grupo, o leer en la causa que se abrió por la violación de que fue víctima que la mayoría de las preguntas no apunta a la descripción de los hechos sino a indagar sobre su sexualidad. ¿Usaba minifaldas, Romina? ¿Es verdad que solía bailar en lugares visibles de las discotecas? ¿La vieron con otros chicos? ¿Salía a bailar? ¿Usaba ropa transparente? ¿Se maquillaba?
La “honra” entendida en tanto falta de deseo, negación del mismo, sumisión a un único hombre, virginidad hasta el matrimonio se supone que ya no es un valor. Lo que vale, se supone, es la vida. ¿Es la vida? ¿Qué vida? Romina vive en un pueblo de Jujuy, mientras estaba en su casa, ocultando su embarazo debajo del guardapolvo blanco de su escuela secundaria, creyendo que podía eliminarlo solamente con tomar laxantes; podía oír respirar al hombre que la violó, su vecino, el que dormía pared de por medio, 20 años mayor y el doble de cuerpo. El ya le había advertido que se calle la boca, que nadie le iba a creer porque ella era una chinita y él un hombre mayor con buenos contactos en la comisaría. La honra, se supone, no tiene valor, pero para desacreditar a Romina parece ser un recurso eficaz. Igual que para absolver al violador sin que se haya hecho lugar a los pedidos de Romina de que se incorpore como prueba una autopsia realizada a la beba que mató en el baño de su casa porque había visto en esa criatura la cara del hombre que la había violado, el que vivía al lado, el que se reía cada vez que la veía pasar, cada vez con el gesto más mustio.
Cesare Beccaria, siglos antes de que la tragedia de Romina llegara al callejón sin salida de un parto en un baño, en secreto, escribió sobre el infanticidio: “La mejor manera de prevenir este delito consistiría en proteger con leyes eficaces la debilidad contra la tiranía, la cual exagera los vicios que no pueden cubrirse con el manto de la virtud”. Cubrirse, dice, y no evitarse, porque lo importante es que parezca, como bien expone la nota sobre virginidad en este mismo suplemento. Y ahora, a juzgar por el modo en que se viene tratando a Romina Tejerina, negándole el derecho a la excarcelación, a terminar su secundario, a un tratamiento psiquiátrico digno, a aceptar las pericias que hablan de que actúa bajo los síntomas del estrés post traumático, lo importante también parecen ser las apariencias. Que parezca que nos importa la vida por sobre cualquier subjetividad, la vida como latido y ni siquiera como historia. Que se note qué duros son los jueces, cuánto espanto despierta que una madre no tenga instinto, que no quiera serlo, que, desesperada, destruya su destino de rehén del hombre de al lado que en la violación le quitó todo lo que tenía. ¿Pero dónde queda la defensa contra la tiranía? ¿Dónde el reconocimiento de un sistema, más anacrónico cuanto más trepamos hacia el norte del país, que acepta blandamente que las mujeres son personas de servicio, que deben cumplir las fantasías masculinas, pero que en caso de que lo hagan son descartables? Aunque, bueno, para esto último alcanza con prender la televisión porteña.
¿Qué es lo que está en juego en el caso de Romina Tejerina? ¿Es que no pudo optar por el aborto? ¿Que no pudo denunciar la violación? ¿Que no tuvo herramientas para defenderse del mandato que sus mayores tenían para ella y fugó a la tragedia? Lo que está en juego es Romina, una adolescente que soñaba con su cena de egresados, que añora ir a bailar con su hermana, que daría cualquier cosa por dormirse en brazos de su madre o de su hermana mayor. ¿Para quién es el ejemplo si la condenan? Ojalá Romina pueda volver a su casa. Ojalá la vean desde el estrado, aun cuando esté en el banquillo de los acusados.
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